Capitulo I

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Volver a empezar

«Volver a empezar. Qué cosa más difícil cuando uno pasa cierta edad», se decía Malena mientras se miraba al espejo, estirándose la zona de los ojos con ambas manos. A sus casi cuarenta años, aún era una mujer hermosa sin una sola cana y con una que otra arruguita rebelde de expresión. Aunque ya no vistiera prendas elegantes, sino más bien cómodas y deportivas, y hubiese optado, a último minuto, canalizar la crisis que estaba atravesando cortándose el pelo, Malena Luján seguía siendo hermosa. Pero, ¿por qué no se sentía así? ¿por qué tenía que repetírselo una y otra vez?

«Eres suficiente, Malena. Eres capaz, eres inteligente. Tú eres hermosa.»

—Señora Oliver, ¿el espejo se queda o se va?— Preguntó un corpulento y fornido hombre, arrancándola de su ensoñación. Vestía un overol azul rey con el logo de alguna compañía de mudanzas a la altura del corazón. Ella se irritó al instante. Tenía la piel demasiado blanca y, en un tris tras, se puso completamente roja.

—Señora Oliver mis cojones— Estalló. El hombre parpadeó, perplejo, como si le hubieran dado una bofetada-. La señora Oliver debe estar desfilando en traje de baño por alguna playa paradisíaca del caribe.

—¡¡Mamá!!— Se oyó una voz enérgica que provenía de las escaleras  —No les hables así. Técnicamente, aun eres la señora Oliver.

Malena cerró los ojos ignorando las burlas de su hija; inhaló, exhaló y se recordó una vez más que ella era suficiente. Luego volteó con su mejor sonrisa de superación y le tendió la mano al hombre que aun la miraba, incómodo. —El espejo se queda, y por favor, llámeme Malena, a secas— Ella creía que aquella sonrisa la hacía ver simpática y amigable, pero, además de blancos, sus dientes eran bastante grandes, por lo que había terminado asustando al empleado de la empresa de transportes, que optó por evitarla hasta cargar el último de los muebles en el camión y estuvieron listos para partir.

Bruna, delgada, de barbilla afilada y gigantescos ojos verdes como el olivo, esperaba a su madre en el asiento copiloto de un viejo Chevrolet 230 anaranjado estridente, un auto que Malena había guardado en un depósito durante 20 años y que, ahora, desentonaba con todo a su alrededor. La mujer dio unas últimas instrucciones al chofer del camión de mudanzas y cerró la puerta de la inmensa mansión donde había vivido sus últimos quince años.

Primero sintió una punzada de dolor en el costado, pues detrás de esa puerta dejaba muchísimos recuerdos que, de pronto, se le atoraron en la garganta. Se vio a sí misma diecisiete años más joven, sonriendo de oreja a oreja, bajando de un carísimo coche aun con el vestido de novia puesto, esperando a que su enamorado la cargase hasta el interior. Ambos eran jóvenes, efusivos, pasionales. Micol Oliver la había encandilado desde el instante en que lo vio, un exótico estudiante de intercambio que hablaba casi nada de español y que tampoco era un modelo, pero que tenía una sonrisa compradora y un futuro garantizado. Eso era lo que ella había soñado para su vida: estabilidad. A nadie le sorprendió cuando, a las semanas de la primera cita, ya habían oficializado su noviazgo, el cual se fue haciendo cada día más fuerte a medida que ellos llegaban al final de sus carreras.

Malena acarició la madera lustrosa de la puerta, tan tersa y fría. Hizo girar las llaves, que tintinearon chocando unas contra otras, para luego dejarlas dentro de un inmenso florero de cemento que flanqueaba la pequeña escalinata principal. Cuatro años de noviazgo le habían tomado para casarse con aquel forastero que aún se negaba a hablar un castellano fluido.Él se había recibido de abogado y ella de historiadora; no podían tener personalidades más dispares, aunque contra todo pronóstico, se amaban. Así fue como dos años después de recibirse, quedó embarazada de su única hija, Bruna, con veinticinco años.

Desde que la niña nació, Micol había cambiado drásticamente su comportamiento, por lo que Malena acabó atrapada en un matrimonio donde ella amaba por los dos, hasta que un día todo acabó y, tristemente, no fue ella quien dijo basta. El abogado arribó una tarde con rostro desconcertado al ver su casa tiernamente decorada de rosa y pastel; buscó a su esposa, a quien encontró juntando platos y restos de comida en la cocina, con los ojos hinchados y enrojecidos de tanto llorar. La mujer aun podía oír la conversación resonando en su cabeza mientras se alejaba del rellano de la casona, viéndose reflejada una última vez en la ventana que daba a la cocina.

-¿Qué ha pasado aquí?¿por qué mi casa parece un completo mess?-preguntó, mesclando idiomas.

-¿Es broma, cierto?-Malena se había erguido, escoba en mano.Llevaba el cabello recogido en un moño con mechones electrizantes que apuntaban a distintas direcciones-. Por Dios, Mic, dime que estás bromeando. Dime que tuviste una reunión caótica y no te olvidaste del maldito cumpleaños de tu hija-fue subiendo el tono a medida que las palabras brotaban de su boca hasta casi acabar gritando. La garganta le ardía.

Micol abrió enormemente los ojos, dejó su maletín de cuero negro sobre un taburete y se llevó una mano a la cara. Bruna había cumplido catorce años ese día y él simplemente lo había olvidado. Sin embargo, lo triste no había sido solo que lo había olvidado, sino el motivo por el cual lo hizo.

-Lo siento, my love. Hablaré con ella-se disculpó, intentando no tocar nada.

-¿Dónde estabas?-preguntó ella, por fin.

-You already said it. Tuve una reunión de último minuto y perdí la noción del tiempo. Jamás me perdería my own daugther's birthday, Male.

Malena apretó los dientes tanto que creyó que se partiría una muela, o tal vez partiría el palo de la escoba; alguna de las dos con tal de no hacerle daño, pues ella no podía ir a prisión: debía cuidar de Bruna. Pero la impotencia la desbordaba como espuma, así que no tuvo más opción que romper en llanto, un llanto amargo e hiriente. Micol no entendía aquella reacción tan exagerada y así mismo se lo dijo. Malena lanzó la escoba contra el suelo, un lacio mechón chocolate se escapó de la liga y le cayó sobre la frente; gritó a rabiar, hecha una furia, y le dijo que ella había llamado a la oficina, que su socio le había dicho que se había ido alrededor de las tres de la tarde y no había regresado, por lo que volvió a preguntarle, casi rogarle, dónde había estado. Fue entonces cuando su esposo, aquel romántico y exótico extranjero que se negaba a hablar un castellano fluido a pesar de tener media vida viviendo en aquel país, respondió quedamente, -Quiero el divorcio.

Un bocinazo la hizo temblar, causando que el recuerdo se esfumase del cristal de la ventana. Malena divisó los electrodomésticos de la cocina y les dio la espalda, no sin antes secarse las lágrimas que le habían humedecido el rostro. Volver a empezar, luego de tantos años de casada. Volver a empezar luego de haber aceptado lo que su esposo le había pedido, quedarse en casa y criar a Bruna porque, ¿Quién mejor que su madre? renunciando a su trabajo, a su maestría y a su pasión por la historia y lo antiguo. Bruna volvió a tocar la bocina del Chevy anaranjado con impaciencia. Su madre subió al coche, lanzó una costosísima cartera con cadenetas doradas al asiento trasero y se colocó el cinturón de seguridad, sagaz. Giró a verla, intentó sonreírle para ocultar cuán rota estaba, acariciando su cabello lacio y rubio como el de su padre, y encendió el motor, que no tardó en ronronear para ella. Poniéndose en marcha, Malena marcó el camino para el camión de mudanzas y dejó atrás la mitad de su vida para volver a empezar.

En su reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora