Capítulo VII

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Terrores nocturnos

Viernes.

Max aparcaba su camioneta en un estacionamiento completamente vacío, siempre era el primero en llegar y el último en irse, por eso le llamó la atención el viejo chevy naranja que ocupaba un lugar cerca de las oficinas de mudanza. Tomó su abrigo, su celular y apuró el paso hasta la garita de seguridad, donde  el sereno le confirmó que había llegado al amanecer una mujer muy alterada preguntando por él. Oscar, el sereno desde hacía más de cuarenta años, se había tomado vacaciones esa semana, por lo que su reemplazo no conocía  Malena, más aun, por su estado de histeria, la dejó pasar. 

—Lo siento jefe, ella dijo que lo conocía— se excusó el hombre —Y acá entre nos... Se le ve bastante alterada, creo que no está bien de la cabeza.

Han frunció el ceño y el sereno entendió que se había extralimitado, cerró la boca y alzó la barrera para que ingresara. En un tris tras la energía fluyó por el edificio como sangre en las venas, encendiendo los bombillos del extenso pasillo y provocando el ronroneo de las máquinas que allí se albergaban. La mujer se sobresaltó, apretando aun más sus manos, los nudillos pálidos, aquellos sonidos no le eran ajenos, pero tenía el sistema nervioso al borde de un colapso. Su amigo la abrazó solo un instante, estaba fría como el día anterior, y la invitó a pasar a su oficina sin preguntar qué había pasado, pues había amanecido con la foto que Bruna le envió durante la noche. 

—¿Quieres contarme qué pasó?— Han había tomado asiento en su escritorio, y Malena, como tantas veces, se sentó en la cómoda silla del otro lado. 

La mujer cerró los ojos, oyendo el inconfundible susurro de los brazos de Max deslizándose sobre la madera lustrada. Ella hizo su parte, y extendió las manos, que él tomó muy cuidadosamente entre las suyas.

—¿Siempre hace tanto frío aquí?— Preguntó, evadiendo lo que su amigo intentaba sonsacarle.

—Los generadores comenzarán a dar calor en unos minutos— le aseguró él —Male, sabes que aquí no hay nadie hasta las ocho de la mañana, y apenas van a ser las siete ¿Por qué viniste?

Esos enormes, bellos y cansados ojos color chocolate se abrieron con lentitud. Sus pestañas aletearon y luego enfocó la vista en Max, se aferró a sus manos como si su vida dependiera de ello y respondió —¿A dónde más iría?

Golpe bajo para él. Algunos meses después de la muerte de su esposa, Max había caído preso de sus viejas emociones y de la profunda tristeza que lo ahogaba cada día. Besó a Malena y le confesó entre lágrimas que no sabría qué haría sin ella; el matrimonio con Micol llevaba mucho tiempo siendo un completo desastre, pero eso no le daba piedra libre a la castaña para hacer vida de soltera, y mucho menos para liarse con su mejor amigo ¡El único amigo que tenía en el mundo! Por ello, y con mucho respeto para no herirlo, le aclaró el lugar que cada uno debía ocupar y le prometió que ya no lo visitaría en su hogar, pues para ella ya significaba manchar la memoria de Jee-Yun Han.

—Tienes razón, ha sido una pregunta muy estúpida. Déjame preparar un poco de café, intenta calmarte, y me cuentas todo a como salga ¿va?— Sonrió, siempre que lo hacia se le arrugaban las esquinas de los ojos y a Malena le hacía cosquillas el corazón. 

Max tomó su abrigo del respaldar donde lo había colgado, se lo puso en los hombros a su amiga y salió rumbo a la sala de descanso que quedaba frente a su oficina. La máquina se demoró unos quince minutos en terminar de llenar la jarra, tiempo que Han usó para sacar de la máquina expendedora dos paquetes de mini galletas con maní y volver para preparar dos tazas de humeante café. 

—Creo que me estoy volviendo loca— Malena se giró en su asiento al oírlo entrar, aceptó su taza y sonrió ante las galletas.

En sus años de Universidad, había pasado horas y días viviendo de ellas. 

En su reflejoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora