MALESTAR

51 7 1
                                    

  Sentí un sudor frío recorrer mi frente y la apoyé sobre el cristal para ver si el frescor primaveral hacía desaparecer aquel malestar, pero solo conseguí marearme al sentir que el aire no llegaba a mis pulmones. Por décima vez, me incorporé hacia delante, dejando la cabeza entre mis piernas, y me masajee el pecho mientras me repetía como un mantra: Venga, Saray, respiraciones profundas y espiraciones prolongadas. Una, dos, tres y cuatro veces...
Nada, que aquella enredadera seguía estrujándome la garganta y parte del pecho. Chasqueé la lengua con impaciencia mientras me impulsaba hacia atrás y ganas me dieron de liarme a palos contra el asiento de al lado por la impotencia de saber que nada había cambiado. Sin embargo, lejos de lo que mi parte oscura pretendía hacer, contuve el impulso y la presión desapareció. No tanto como el temblor de mis manos y el mareo supino que llevaba desde primera hora de la mañana.
Recogí la mochila del suelo y saqué un paquete de clínex para secarme la cara y las manos. Lo guardé en el bolsillo y me dejé caer en el asiento con un suspiro pensando en que ya quedaba poco. Tenía ganas de llegar a casa, a mi zona de confort y meterme entre las blancas sábanas de mi cama donde me gustaba hacerme redondita bajo el edredón de plumas y que nadie viera mi parte más humana.
Mi fe se basaba en eso, en mi querida habitación y la introspección, porque no existía en mi vida ningún referente al qué agarrarme para sentirme mejor cuando me encontraba así de mal. Si hubiera tenido a personas con las que poder curarme, supongo que el proceso hubiese sido menos incómodo. Sin embargo, sólo tenía a mis amigas, que aguantaban mis peroratas como unas santas (las pobres), y mi familia, que no había sido elegida, dejaba mucho que desear. Podría también volverme trascendental de nuevo y meditar como hice en antaño, pero hasta yo sabía que aquello había desaparecido con los meses y ahora solo me bastaba lidiar con los recuerdos...
  Siempre he pensado que los recuerdos son como fotografías inmortalizadas en la memoria que, según la imagen creada, te hacen explotar de emoción o sumirte en catarsis. A mí me dejaban un sabor amargo en el paladar cuando la soledad me invadía y fotogramas empezaban a desfilar a través de mi retina. Solía sentirme bastante desdichada y me flagelaba hasta que mi nivel de tolerancia llegaba a su límite para después provocarme un llanto que duraba horas. Eso ayudaba bastante a controlar la pulsión de arañarme. Según mi terapeuta, ansiedad se le llama. Al menos eso me dijo en un primer momento. Según me explicó, es un estado de miedo profundo a un acontecimiento que ni siquiera se ha materializado pero que recrea la mente para evitar el daño. Y yo tenía muchas heridas abiertas que temía… y…escocían.
  Como ya habrás intuido, fui a un terapeuta durante un año para averiguar lo que me ocurría y no me arrepentí en absoluto de esa decisión. Me ayudó a utilizar técnicas cuando entraba en crisis y me hizo entender otras historias de mi personalidad. De hecho, tuvimos tanta complicidad que me convencí de que me curaría gracias a esa mujer. Pensé que todo volvería a la normalidad, incluida mi forma de entender y reaccionar ante ciertas situaciones. ¿Qué paso? Pues es evidente… La ansiedad apareció con más fuerza que nunca dejando mis ganas de recuperarme por los suelos.
  Creedme cuando os digo que es agotador aceptar algo que te hace tanto daño y más si se va a contracorriente.
  Cuando abrí los ojos aquella mañana de domingo sentí el calor del sol inundando la habitación y escuché a algunos pájaros piar a los lejos, cosa que me hizo sonreír. Me estiré y un horrible dolor de cabeza hizo que me frotara la frente varias veces hasta levantarme y tomarme un paracetamol. Fue cuando me senté a observarla.
  Mi chica estaba recostada sobre la cama con una de las manos por encima de su cabeza. Era tan bonita, tan especial, tan... lancé un suspiro al aire. Lo tenía todo; una vida perfecta y un cuerpo perfecto. Y yo… ¿qué tenía? Mejor no pensar en ello por el momento. Fuera sentir lástima por mí misma.
  Intenté acariciarla para hacerme a la idea de que los meses difíciles eran ya cosa del pasado y recordé la cantidad de veces que me masajeó el pelo susurrándome aquella frase escueta: somos reales. Esas palabras que me hacían sentir viva y me daban esperanzas para creer que podríamos encauzar lo nuestro por un buen camino.
Finalmente me incorporé para abrazarla y susurrarle al oído cosas bonitas. Ella parpadeó despacio, somnolienta, y se quejó, pero yo insistí y la besé, susurrándole otra vez que era mi vida.
- ¿Qué haces, Saray?
La respuesta me dejó pestañeando al ver como alzaba la ceja, sorprendida.
- Solo quería aprovechar el tiempo que nos queda hasta coger el tren –contesté con cautela.
- Deberíamos levantarnos ya y preparar las cosas. No hay tiempo para esto.
Interpreté aquel gesto como ofensivo y tras un suspiro demasiado largo, me levanté de un salto dispuesta a hacer la maleta, pero un pequeño mareo hizo que aterrizara con la cabeza en el váter.
- Vaya, ya estabas tardando en montar el numerito –me dijo con cierta acidez en el tono.
- ¿Qué quieres decir? –pregunté con el ceño fruncido mientras me mojaba la nuca.
- Que siempre necesitas llamar la atención de alguna manera, nena.
  Apreté las manos sobre el borde del lavabo y cerré los ojos para controlar aquello que pugnaba por salir de mi garganta. Esas palabras no dichas que se quedaban enquistadas en la punta de mi lengua y me invitaban a pensar que el romanticismo no estaba desde luego entre sus virtudes, lo que suponía una decepción en mi manera de entender nuestra relación.
   Me apreté con ahínco el labio hasta hacerme sangre y fue cuando mi cuerpo se templó y me serené. Una manera poco lógica de gestionar esa emoción que me desbordaba.
   El resto de la mañana, mientras ella hacía el desayuno y yo preparaba mi maleta de nuevo, estuve preguntándome el motivo por el cual las náuseas y la sensación de vacío en el pecho no desaparecían. Quizás fuera su forma de tratarme o puede que no aceptara el hecho de que, una vez separadas, sus llamadas no serían tan frecuentes como antes. Incluso valoré la posibilidad de que mi malestar fuera por "el mal de amores" típico de cuando tienes que separarte de tu pareja… Ambas opciones quedaron relegadas por unas palabras que me vinieron en tropel a la mente. “La "separación" te provoca tristeza, Saray, y tu inconsciente lo interpreta como "un abandono". Palabras que mi terapeuta dejó selladas en mi memoria. Un sentimiento que solía somatizar porque nunca acepté que las personas se alejaran de mi vida. Un conflicto profundo que terminé solucionando con los años y que descubrí en el período de un año. 
- ¿No te gustaría que me quedara un par de días más? –le pregunté mientras atravesábamos la entrada acristalada de la estación.
Ella me miró de reojo, volvió la vista al frente y contestó:
- Claro, pero debemos seguir con nuestras vidas. Tengo mucho que hacer aquí y tú aún tienes historias que solucionar.
Paramos al lado de la vía desde donde saldría mi tren y sentí su mano acariciar mi mejilla cuando mis brazos quisieron deslizarse alrededor de su cuello para, al menos, llevarme parte de su olor a casa. Un olor a primavera, flores y a limpio que dejaba la marca de Florissima de DEVOTA Y LOMBA. Lo único que hice fue mirarla como una tonta enamorada.
- Recuerda lo que hemos hablado –me escudriño–. Déjate de fiestas y trabaja duro.
- Ya lo hago, María –musité mirándome las manos.
- No, no lo haces, nena. Solo te dedicas a salir con tus amigas, escribir cuando los astros se alinean y quejarte sobre las cosas que no te gustan. Espabila, por favor. Solo así las cosas cambiarán.
  Arrugué el ceño sin entender la razón de su insistencia. ¿Cómo podía ser tan fría y distante? ¿Vosotros lo entendéis? Yo no, porque después de haber pasado dos días increíbles disfrutando cada minuto a su lado y sintiendo que el amor podía existir, aunque fuera follando con los labios, no me entraba en la cabeza que no dejara de lado todo aquello que nos separaba.
- "Somos Reales", nunca lo olvides –me dijo apoyándose en mis hombros –y ahora vete sin mirar atrás, ¿vale? No me gustan las despedidas –se acercó a mi nariz–. Lo sabes.
  Asentí como un muñequito y la vi perderse entre el gentío. Quise ir detrás, de hecho, estuve a nada de no pensar en las consecuencias y seguirla, pero me mantuve abrazándome a mí misma mientras una nebulosa de pajarillos, serpentina y confeti caía a plomo en el suelo, dejando polvo en el camino. A eso se le llama decepción. Otra más en nuestra larga lista de reproches y quejas por no hacer todas aquellas cosas que ella esperaba de mí. Y es que María era experta en hacerme entender aquello que yo ignoraba por mi falta de madurez y yo, quizás, no lograba aceptar que mi postura me había llevado a ese lugar. Uno donde mi inseguridad y mi victimismo encajan a la perfección con el que manipula... Dios...que deprimente suena, ¿no? En fin, la cuestión es que, tras quince minutos de espera, me monté en el tren llorando y con una presión en el estómago.
   Hice un aspaviento con la cabeza para desviar esos pensamientos y decidí tomarme la pastilla mágica que me recetó mi médico de cabecera para momentos como esos. Después recogí mi larga melena en una coleta, me puse de lado y crucé las piernas para dejarme llevar por las imágenes al otro lado del cristal. Al cabo de diez minutos anunciaron la parada de Alicante y agarré bien mi maleta de viaje, dejando la mochila en uno de mis hombros.
  Ya estaba llegando a mi calle cuando le mandé un mensaje a Sofía que contestó al momento. Mi sonrisa se ensanchó al ver cómo vibrara segundos después con su nombre en la pantalla
- Hola gua…
- !!!Qué cabezona eres!!! –me cortó Miriam con un tono insolente haciendo amago de sus habilidades sociales–. Me acaba de decir Sofía que ya estás en Alicante. Después de todo un fin de semana que seguro has dedicado al fornicio... ¿No podrías haber llamado para ponernos al día?
Puse los ojos en blanco y pensé que la confianza daba asco...
- Miriam, cariño, acabo de llegar...
- Da igual. El protocolo decía que debías llamar a tus amigas cuanto tu culo tocara tierra y vernos. Así que vente cagando leches a mi "suite junior".
- ¿Protocolo? ¿Me lo estás diciendo en serio? –moví la cabeza–. Te recuerdo que mañana trabajo.
- Saray, no me vengas con esas tonterías –y empezó a quejarse como una niña–. Estamos esperándote desde las cinco de la tarde con una caja llena de cervezas. Además –hizo una pausa para tirar el humo –al enviarle el mensaje a Sofía pensé que...
- Supones demasiadas cosas...
- Hemos hecho sushi –soltó a bocajarro.
- En veinte minutos estoy allí –dije tajante.
   La jodía conocía mis gustos y mis puntos débiles tanto como para hacerme chantaje. Así era Miriam, tenaz y obstinada hasta decir basta, aunque en realidad las tres lo éramos.
Me dediqué un momento a revisar mi vestimenta (pantalón vaquero, camisa de manga corta y pelo recogido) y di media vuelta de nuevo hasta llegar a la parada de taxis donde, una vez dentro, me recosté en el asiento y pensé en esconder la cabeza como los avestruces. Sentía la imperiosa necesidad de llamar a María y decirle que lo intentará conmigo, que mi situación podría mejorar con los meses, mendigando así un poquito de amor. ¿Qué hice? Pues sumergirme en la "Auto-compasión". Sentir lástima por una misma no es bueno ni sano. Ojo al dato.
   Antes de empezar esta historia me gustaría hacer un paréntesis. Quizás conozcas la palabra “amistad". Yo nunca supe de su existencia hasta que las encontré a ellas: mis niñas. Las chicas más reales y auténticas que he conocido. ¿Qué puedo decir que no sean palabras de agradecimiento? Miriam y Sofía dieron ese toque de luz, color y purpurina a mi forma de interpretar las cosas que me sucedían. Las conocí a finales de diciembre en un momento complicado en el que no quería hacer otra cosa que trabajar y no pensar en mis errores, y se convirtieron en mis confidentes sin preguntarnos qué pasaría con el futuro. A pesar de ser dos personitas muy distintas, que han mantenido una bonita amistad, supieron conectar conmigo y compartieron a mi lado toda una noche de algarabía. Después de que el tiempo se dilatara, me contarán sus secretos más inconfesables y nos convirtiéramos en uña y carne, surgió la confianza para afianzar una relación amigable que, bien sé yo, sería duradera. Hasta aquí puedo leer. Sólo adelantaré que hemos vivido momentos de risa pura, ataques de verborrea auténtica por parte de Sofía cuando el cambio aún no se había efectuado y sonidos de chapoteo en la boca de Miriam cuando comía con un plátano entre sus labios. Es más, diré que sus historias van en paralelo con la mía porque, conforme vayas leyendo, te darás cuenta de que todo está unido, que nada es lo que parece y que, de vez en cuando, es importante verse ante un espejo para saber el reflejo que desprendes.








UN REFLEJO PARA CADA ESPEJO. Parte 1 de la trilogía "Los espejos de Saray"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora