El viernes fue un día memorable por la cantidad de trabajo que hubo y aproveché que tenía un par de horas de descanso para pasarme por "La casa del Libro". Mi cuerda interna volvió a dar un tirón en mi pecho y cogí carrerilla hasta la librería pensando que un pequeño capricho no me haría daño. Tenía claro la autora. Desde que leí algunos de sus libros me obsesioné por conseguir el resto de sus obras. Entre ellas la saga de "En los zapatos de Valeria” de Elisabeth Benavente.
Saqué cien euros del banco más cercano y cuando le pregunté al chico si podía llevarme los libros en edición de bolsillo, él asintió y lo fundí todo en literatura romántica y diferentes autores. Una cantidad desorbitada, un dinero que no tenía por estar ahorrando para mi independencia, pero en ese momento no fui consciente y solo sonreí mientras caminaba con una bolsa cargada de letras que motivarían mis ganas de seguir escribiendo.
El lunes me levanté a las nueve de la mañana con la intención de escribir y seguir con mis rutinas. La historia se estaba tambaleando y tras tres horas interminables en las que solo leía cosas sin mucho sentido, me dispuse a hacerme un pequeño snack que engullí en cinco minutos mientras revisaba el Facebook, descalza y apoyada sobre la encimera de la cocina. Me preparé también un envasado con verdura y pollo a la plancha y cuando lo tuve todo apañado, me fui corriendo directamente hacia la parada del bus.
La manada de lobos (mis compañeros) estuvieron más amigables que de costumbre y mi móvil estuvo durante gran parte de la jornada echando humo mientras notaba la vibración en el bolsillo de cada WhatsApp, mensaje de texto y llamada de María que no me atreví a descolgar ni contestar. Ya sabía cómo acabaría esa conversación de haberla tenido y no quería sentirme más estúpida por permitir cosas que no merecía, aunque las tolerara por un motivo más oculto que no me dejaba escoger lo que realmente deseaba. Y no se trataba de una simple tozudez por mi parte, que sí, que cabezona era un rato largo, pero había algo que no dejaba que actuase y procediera como antes. Como si un interruptor se hubiera encendido en mi interior o como cuando sientes que las cosas las has alargado tanto que ya ni los simples recuerdos ayudan a volver a encauzar la relación, donde todo lo que se experimenta te obliga a sonreír. Y aunque rechiné los dientes para mantenerme en mis trece, al final claudiqué porque deseaba escuchar su voz.
Ya estaba en la parada del autobús cuando me detuve a mirar de nuevo la pantalla y vi su nombre. Me mordí el labio, alcé la vista con desesperación y descolgué.
- ¿Qué quieres? –espeté.
- ¡Llevo toda la santa semana intentando contactar contigo! –me chilló descompuesta–. ¿Se puede saber qué te ocurre?
Estaba desquiciada y sonreí al percatarme que no era la única que sufría.
- No me chilles, por favor –pedí con aparente calma.
- Esto se nos está yendo de las manos, Saray.
- Llevo meses siendo paciente contigo; estoy harta –solté con rabia.
- ¿Este drama es por no poder vernos antes?
¿Qué podía decirle? ¿Qué me estaba empezando a cansar? ¿Qué dudaba de lo nuestro?
- Siempre que quiero hablar contigo me sale el buzón de voz.
- Me llamas a las doce de la noche –me dijo exasperada–. ¿No puedes entender que trabajo al día siguiente?
- ¿Crees qué si no lo aceptara, estaría todavía contigo?
- Estás conmigo porque no tienes donde caerte muerta...
Tosí, cerré los ojos y sentí que me faltaba el aire. Anduve un par de pasos, subí renqueando al autobús, que paró justo enfrente mía, y conseguí sentarme en uno de los asientos, justo detrás del conductor.
- Perdona, perdona Saray –se disculpó–. No quería decir eso.
Respiré con esfuerzo conteniendo las lágrimas que amenazaban con salir disparadas, pero en lugar de eso me mordí el carrillo y apreté tanto como pude para hacerme daño.
- No tienes derecho a decirme nada porque no te lo has ganado. Tu compromiso ha valido una mierda –dije con la voz temblorosa.
- Para, Saray, para sea lo que sea que estés pensando. No puedes seguir así porque al final te vas a hacer daño de una manera que ni quiero imaginarme. ¿Tanto te cuenta gestionar mejor las cosas? No puedes explotar o decepcionarte porque tus expectativas no sean válidas o acertadas.
- Apenas nos comunicamos, ¿qué solución hay para eso?
- Nos comunicamos con el sexo, nena. Es la única forma de conocernos bien porque eres muy...intensa...
Colgué de inmediato y cuando el autobús se detuve en la parada necesaria, agarré al bolso con fuerza y me dirigí en línea recta hasta la portería de mi amiga. No quería escuchar más…
Miriam estaba fumándose un cigarrillo frente a la ventana abierta cuando me senté de lado en el sofá y me quité las zapatillas sobre la alfombra. Crucé las piernas dejando el bolso sobre la mesita baja y la observé.
Ella llevaba unos vaqueros ceñidos y una camiseta básica, blanca y que le venía bastante ancha. Descalza sobre la alfombra me pareció aún más bonita. No como yo, que parecía un pato mareado con mis mallas, mis camisetas negras llenas de migas de pan y mis zapatillas de deporte. Echaba de menos vestirme como dios manda.
- ¿Cómo estás? –pregunté encendiendo un cigarrillo–. Parecías inquieta esta mañana cuando me has llamado.
- ¿Y tú? –me respondió con otra pregunta.
- Harta... –confesé con un mohín.
Miriam se dio la vuelta y se apoyó en la pared con las cejas arqueadas.
- ¿Trabajo? –me preguntó. Negué con la cabeza cuando ella suspiró y asintió–. María...
- Hemos vuelto a discutir...
- Bueno, es lo que hacéis últimamente, ¿no?
- Llevo una semana sin cogerle el teléfono. Me negaba a perder la poca dignidad que me queda.
- Estás cambiando.
- ¿Cómo?
- ¿No te das cuenta, Saray? –me preguntó con una sonrisa angelical.
- Pues… no –le dije arrugando la nariz.
- Antes hablabas de María con un poder –suspiró–. Siempre has dado mucho poder a los demás porque te afectaba mucho lo que te decían. En cambio, ahora estás empezando a coger seguridad, saber qué quieres en tu vida y apartar todo aquello que hace daño a tu espacio personal.
- ¿Tú crees? –pregunté incrédula con la ceja arqueada.
- Sigues estando con ella por las razones equivocadas…
- Eso no fue lo que me dijisteis la semana pasada.
- No quise decir nada delante de Sofía porque ella está convencida de que te has obsesionado, pero sólo hay que verte. Además, ¿por qué me preguntas? –apagó el cigarrillo y volvió a mirarme–. Sabes la respuesta. Después de meses de discordia y de aguantar actitudes de mierda, ha llegado ella y te ha dicho de nuevo que no podréis volver a veros y, ¿qué has hecho tú? Pues plantarte, estar una semana sin cogerle las llamadas y no ha tenido otra opción que defenderse con un ataque.
- Quizás tengas razón... –dije agachando la mirada hacia mis rodillas–. Sin embargo, no puedo reprimir el impulso cuando me pongo a la defensiva.
Se acomodó a mi lado, sentí un beso en mi melena y me cogió las manos para añadir:
- El pasado solo existe en tu mente y en los recuerdos. ¿Por qué no pruebas a escribir aquello que te atormenta? Escribe lo que te ocurrió y vomítalo sobre el teclado.
La miré extrañada. Cierto es que Miriam, aunque no se considerara espiritual, sí era una enamorada de la vida a la que le habían sucedido cosas muy duras. Un pasado, similar al mío, que la tuvo años sometida a una serie de imágenes que la arrastraban hacia la huida por miedo a llegar a la misma meta. Por eso, como habrás comprobado, más de una vez se atrevió a sacar esa parte coherente, madura y poeta que tenía escondida. En las últimas semanas se estaba volviendo una gran maestra de la vida, confusa, pero con grandes ideas para sus amigas.
Finalmente, escogimos una película, Lucía y el sexo, y preparamos un par de cubos con palomitas. Aquel día Miriam no había ido al trabajo poniendo la excusa de que estaba con gripe y mi jefe me había llamado para decirme que entraría más tarde asique me quedé y, tras un par de horas ensimismadas y después de los créditos finales, recogí mis cosas y volví al trabajo pensando en que, quizás, mi huerto estuviera empezando a dar sus frutos. Ella no me confesó nada de lo ocurrido con Jorge y solo me dijo antes de irme que estaba pasando por un proceso de cambio y que ya me pondría al día.
El sábado, después de una jornada intensa y un buen paseo hasta casa, la encontré vacía y sin un puto mensaje de mi madre o mi hermano donde explicaran su ausencia. La certeza de que dormiría sola de nuevo me agobió un poco porque después de dos semanas así, mi ansiedad iba en aumento. Estar sola me ponía histérica y el crujir de las paredes o el tosco sonido al teclear cuando escribía me hacía vulnerable ante la incertidumbre.
Tras comer y tomarme un té, me senté en la cama con un suspiro y vi que tenía diez llamadas perdidas de María. Me di una palmada en la mano para no caer en la tentación aun echándola de menos. Lo estaba haciendo bien, ¿no? Sin embargo… Pulsé llamada.
- Hola, Saray. No he querido molestarte. ¿Estás mejor?
- Perdóname –me disculpé.
- No pidas disculpas, yo tampoco fui muy cortés –parecía arrepentida.
Un silencio recorrió la línea telefónica. Quizás las palabras ya las habíamos gastado por no quedar hueco para expresar nada más que no fueran reproches. Aun así…
- María, ¿tú me sigues queriendo?
- Ya sabes que sí.
- Es que no le veo sentido a nada –me tumbé en la cama de lado dejando mi cabeza apoyada en mi mano–. Nos hemos distanciado tanto que ya no me siento bien con lo que tenemos.
- ¿Quieres dejarlo? –preguntó con un tono burlón.
- Me estoy planteando ciertas cosas, sí.
- ¿Qué es lo que te molesta exactamente?
- A veces pienso que no te gusta mi forma de ser y que te estás obligando a permanecer quieta, a mi lado. Y no lo entiendo porque nunca estás contenta con nada de lo que hago.
- A ver, Saray –suspiró –claro que me gustas. Eres fuerte, nena, pero también muy caprichosa. No te das cuenta muchas veces de que me pides cosas que no te puedo ofrecer hasta que madures. Tu pasado te ha dejado marcada y no consigues salir adelante porque constantemente estás deseando que te salven. ¿Por qué no eres valiente por una vez y pegas un puñetazo a tus miedos? Demuéstrate que puedes hacerlo.
- Siempre me dices lo mismo y no contestas a mis dudas –quise indagar.
- Qué dudas.
- Tu compañera de piso…
- ¿Ya estamos otra vez? –fui a contestar, pero me cortó–. ¿Sabes por qué soy tan dura contigo, Saray? Porque, aunque creas que te han hecho daño, siempre te han dado lo que has querido.
- He sufrido maltrato –dije tajante.
- Y te viene de puta madre para justificarte. Deja de hacerlo porque no te va a llevar a buen puerto. Deja de quejarte por cosas que tienen solución. Yo no te puedo ayudar y… – la escuché susurrar mientras se dirigía a otra persona y dejaba tapado el auricular por el sonido amortiguado de su voz –un segundo, Saray. Bueno, luego te llamo. Tengo que hacer algo. Ya hablaremos el fin de semana que viene cuando nos veamos.
Me colgó y me quedé mirando el móvil prometiéndome que, después de cortar una conversación que requería atención, no me dejaría humillar nunca más. La paciencia tiene un límite y yo ya había sido muy sensata esperando a que las cosas cambiaran. Sin embargo, ella tenía su razón y la mía quedaba colgada de la duda. Y es que nuestra trayectoria siempre fue una lucha constante de reproches, juicios y palabras mal sonantes. Sé que le di el poder suficiente hasta convencerme de que mis creencias no eran válidas. Algo normal en mí que siempre me preocupó la opinión de los demás. YO no me fiaba de mi propio criterio porque era consciente de que en mis esquemas los grises, los templados o los intermedios no existían y dejaba cabida solo a los extremos. Por eso, cuando no me decía que me amaba me deslizaba hasta el polo opuesto de mi personalidad, desgañitándome a gritos por la frustración, y después, al cabo de un rato, mendigaba amor. Tenía tanto miedo a perderla como tantas otras cosas.
Tengo que decir que desde mi confesión sobre mi pasado todo cambió y esas actitudes fueron quemándome cada vez más hasta que me propuse poner un apósito o tirita a esa herida que había provocado la distancia entre nosotras. La paciencia de la que hablaba fue reforzada por mi intención de entenderla y por pensar que la distancia nos estaba afectando. Por eso sugerí vernos por Skype…
Recuerdo que concretábamos con la expectación presente en el ambiente. Media hora antes, me sentaba delante del ordenador en tanga y sujetador como únicas prendas (tonta no soy...y yo quería fiesta) y, con una ilusión que rozaba la euforia, cogía la copa de vino y esperaba a que ella cogiera la video-llamada. María la aceptaba siempre tarde y aparecía en la pantalla con ese rostro moreno, tostadito y oriental que dios le había dado, vestida con una fina camisa, unos vaqueros y con una descarada sonrisa que hacía que mis piernas se juntarán por la excitación del momento.
- Hola, nena.
- Hola –saludaba mimosa–. ¿Qué tal el día?
- Como siempre. Mucho trabajo.
- Bueno...
- Estás preciosa –me decía con una sonrisa en los labios.
Me ruborizaba, sonreía y agachaba la vista sin darme cuenta de que ni se había molestado en preguntarme mi día.
- ¿Qué puedo esperar de esta llamada?
- No sé –yo movía los hombros–. ¿Qué te apetece que hagamos?
- Por apetecerme… –y se humedecía los labios con su lengua–. Empezaría por quitarse ese conjunto de ropa interior que llevas, metería una mano entre tus nalgas para rozarte y la otra la hundiría por debajo de la fina tela de encaje que llevas para masturbarte.
- Joder –boqueaba como un pececillo–. Qué directa eres...
- Soy honesta.
- ¿No podríamos ir más despacio? No sé, hablar de algo antes y tomarnos una copa de vino.
- Las palabras dejan de tener significado cuando tu imagen sale a través de la pantalla –me decía dramática dejándome con la palabra en la boca–. Prefiero comunicarme con el lenguaje que mejor conocemos.
- Mi día ha sido bueno –ella arqueaba una ceja y sonreía.
- Me alegro. Venga, nena, tengo mucho trabajo y quiero aprovechar el tiempo. Moja tus dedos con vino.
- ¿Cómo?
- Quiero que apartes a un lado el tanga y dejes al descubierto tus labios para mojártelos después con tus dedos y que los restriegues por los pliegues.
Sus peticiones eran sumamente tentadoras, sexuales y algo bruscas y aun intentando pararla para que fuéramos más despacio, no podía evitar hacer exactamente lo que ella me pedía. Por eso cogía la copa, metía los dedos en ella y, una vez humedecidos, los restregaba a lo largo de mis labios vaginales. La sensación era placentera y refrescante, en contraposición a la temperatura de mi piel.
- Eso nena, haz fricción –me pedía con una sonrisa–. Mastúrbate para mí.
Sentada sobre la silla, abría las piernas, apartaba del todo la fina tela del tanga y notaba como la carne cedía a la invasión de mis dedos. Después los sacaba, masajeaba mi clítoris y volvía a meterlos.
A pesar de mis dudas sobre encauzar un camino en común, la relación fue distendiéndose poco a poco con aquellos encuentros e hicieron que la confianza creciera entre ambas y me entendiera sin tantas objeciones. El sexo mejoró hasta no ser solo un rascar si picaba y conseguimos crear una intimidad insólita. De hecho, me propuso intentarlo. Sí, lo hizo. No sé qué la llevó a ceder ante tal petición, pero encontró un piso, miró la entraba, habló con la inmobiliaria y cuando estábamos a un mes de dar la respuesta…, reculó. No quiero recrearme mucho en este apartado por resultar doloroso para mí, pero la confianza que tanto nos había costado consolidar, desapareció ipso facto y…estallé.
- ¡Me prometiste que lo harías! –le reproché.
- Joder, Saray, es mucho dinero.
- Pues ahorremos hasta poder irnos.
- Sabes que haría cualquier cosa por ti, pero no me pidas eso.
Como consecuencia me saturé y la pulsión volvió a aparecer haciéndome cometer el error de serle infiel. Una noche, unas copas y un tío que me follé en el aseo sobre la taza del váter mientras él empujaba sus caderas. Un pasado que vuelve, que quema y que te obliga a flagelarte por no haber aprendido nada. María no me lo perdonó y aunque estuvo días sin hablarme, yo mendigué noche tras noche mientras ella rechazaba todas y cada una de las llamadas. A la semana volvió serena y con la promesa de hacerlo bien, pero, ¿qué quieres que te diga? No confiaba y la hacía culpable de que me hubiera saltado ya varios límites.
¿Eso era bueno para mí? ¿Ella era buena para mantenerme en los márgenes normales? Pues no y por eso me volví suspicaz viendo cómo se volvía una tirana mientras yo atendía a sus exigencias. Un paréntesis: Nunca dejéis de confiar en vosotros mismos. Cuando dejáis de hacerlo, termináis por ceder el control al otro.
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UN REFLEJO PARA CADA ESPEJO. Parte 1 de la trilogía "Los espejos de Saray"
ChickLitSaray aspira a ser una gran escritora de éxito. Ella desea con todas sus fuerzas vivir de lo que le apasiona, pero su entorno más cercano es tóxico y difícil de gestionar, tanto que se vuelve insostenible... Además, María, aquella que se considera s...