Sofía seguía igual de encoñada. Tanto es así que, después de un par de restregones en el cuartillo del gabinete, habían quedado como siempre en casa de ella a la salida del trabajo para darse una alegría. Subieron a trompicones las escaleras, se dieron besos desesperados y David terminó acorralándola en el recodo de uno de los rellanos para profundizar en el precalentamiento. Ella, siendo aún fiel a sus creencias, le dio un par de manotazos para que se estuviera quieto, pero él le tapó la boca con sus labios mientras sus dedos descendían tortuosamente por el perfil de sus piernas. Después, una vez dentro de casa y habiéndose despojado de todas sus prendas, terminaron en un amasijo de brazos, salivas y dos orgasmos liberadores. Lo cierto es que no había sido un polvo rápido sino suave, dulce y con besos y mordisquitos que tapaban la verdad que no veían por voltear la vista hacia otro lado.
Sofía se fue deshaciendo poco a poco ante esa mirada profunda de la que su amante presumía. David era muy guapo y también atractivo. Queriendo poner un ejemplo, tenía cierto parecido al protagonista de A tres metros sobre el cielo o a Jacob, el licántropo de la saga de Crepúsculo. Sus ojos eran de un oscuro opaco como la noche y sus pestañas largas y espesas. Llevaba puesto solo los pantalones vaqueros, los cuales se ajustaban a su cuerpo como un guante dándole una apariencia muy sexy a su trasero con el que, estoy segura de que alguna vez en su vida, rompió algunas nueces a “nalgazos”. Sus músculos, hinchados y marcados, dejaban ver pequeñas venas que quitaban el sentido y que se hacían más visibles apoyado con los antebrazos en el alfeizar, mientras flexionaba el codo para acercarse el cigarro a la boca. Un chico alto que siempre supo cuidarse y que en ese momento Sofía observaba con descaro, mientras su pecho torneado se contraía y se relajaba con cada respiración.
Después de unos minutos admirándolo en la distancia, Sofía se levantó dando un saltito con la sábana enrollada y se dirigió a la cocina con la intención de saciar la gula que crecía en su interior por momentos. Una gula ansiosa de esas que te dejan un agujero justo en el estómago. Por increíble que pareciera seguía teniendo hambre. Y a pesar del atracón que se había dado con David, saciándose mutuamente a través del cuerpo, él seguía mostrándose indiferente a las necesidades de ella. Cariño, amor, reconocimiento, ternura. Alimento emocional.
No tendría por qué sucumbir a esa tortura de sentirse mal después, pero las encontró al momento. Esas bombas sabrosas con ese delicioso chocolate que explotaría en su boca al morderlas. Lo único que mordió fue su labio. La duda de hacerlo o de seguir o no comiendo con la consiguiente consecuencia de un arrepentimiento que la llevaría de nuevo al aseo. Un día es un día, se dijo a sí misma.
Volvió sobre sus pasos, se acomodó en la cama con las piernas cruzadas y la sábana enrollada alrededor de su cuerpo y se lo metió en la boca de golpe, dejando dos chorretones de chocolate a la vista que caían por la comisura de sus labios.
- Cómo te pones ¿no? –insinuó David de forma despectiva.
- Fumas de una forma compulsiva porque tiene ansiedad. Yo hago lo mismo, pero con la comida.
- Muy espiritual te estás volviendo –se jactó él tirando el humo por la boca.
- Soy la misma.
- No, no eres la misma, rubia, porque si sigues comiendo así tendremos que llevarte al trabajo en grúa –soltó con desdén mientras sonreía.
- Eres un poco tirano cuando quieres.
David se metió la mano libre en el bolsillo vaquero, movió la cabeza de un lado a otro con desaprobación y volvió a preguntar:
- ¿No has pensado en hacer algo de ejercicio?
- Ya lo hago –dijo Sofía coqueta –contigo...
- Reina –David formó una sonrisa superficial –el ejercicio lo hago yo, tú sólo abres las piernas.
Sofía lo observó con el morrito apretado y agachó la cabeza con remordimientos mientras dejaba el resto del bollito a un lado. Después de dos años tormentosos sin apenas conocerse como personas, salvo cuando se acostaban, y sin querer implicarse en los sentimientos y miedos que la atenazaban, y ahora pretendía cuidarla... La verdad era que lo que ella ignoraba, es que él estaba muy quemado con esa relación que mantenían. Después de lo sucedido tiempo atrás se había vuelto un hombre rencoroso y vengativo que odiaba las mentiras y que nunca perdonó a Sofía la suya.
- Todo lo que te digo es por tu bien –insistió David–. Siempre cuido de ti, aunque entiendo que mi credibilidad sea nula en estos momentos.
- Me parece que te inquieta más lo que puedan decirte de mí estando a tu lado...
- Sofía, déjalo, ¿vale? –la cortó–. Ya sabes que el sobrepeso conlleva muchos problemas.
- Eres injusto –se quejó ella–. Estoy llevando una dieta que pocas veces me salto.
- Es que no te la tendrías que saltar nunca. Debes ser constante y comprometerte.
- Habló el que no sabe mantener una relación cerrada... Da que pensar, ¿sabes?
Otra vez un comentario ofensivo y sincero sin poder mantener la bocaza callada. Sofía no se daba cuenta de que había una parte de ella que estaba empezando a despertar tras haberse visto adormecida años atrás por unas causas enjauladas en su caja de pandora. Solía ser precavida, incluso con nosotras, para evitar herir con esa sinceridad aplastante que tanto la caracterizó en su pasado, cuando todavía era una niña y podía permitirse el lujo de ser rebelde y a la vez disculpada por su falta de madurez. Aunque ahora salía todo a borbotones de nuevo...
- Somos dueños de nuestros silencios y esclavos de nuestras palabras. “Mahatma Gandhi”. Creo que te debería sonar a algo.
- La espiritual es Saray. Hazme el favor de concretar –dijo con una actitud victoriana.
- No me acuses de falta de compromiso porque no tengo intención de volver a discutir por lo mismo. Piensa detenidamente en qué has errado.
- Te he pedido disculpas muchas veces –musitó ella dándose cuenta hacia donde estaba dirigiendo la conversación.
David se frotó la cara, cogió una buena bocanada de aire y se dio la vuelta para apagar el cigarrillo.
- Lo sé, pero no se trata solo de eso. Es... complicado... Mi vida en general es complicada.
Sofía se acercó desnuda hasta él y le rodeó con sus brazos. Cerró los ojos y David quiso deshacerse de su abrazo, pero lo mantuvo agarrado.
- Venga, cariño, nunca hablamos de nosotros. Vamos a hacer dos años y...
- Sabes que solo es un rollo –dijo apartándola amablemente –y lo sabes. Sólo sexo esporádico sin implicaciones de ningún tipo.
- ¿Es porque estoy rellenita? ¿Es por eso? –quiso indagar ella a la desesperada.
- Me voy, Sofía. No aguanto cuando te pones con esta actitud. No te quieres una mierda.
Mi querida amiga se sintió desnuda en todos los sentidos y se obligó a ponerse los pantalones del pijama que estaban tirados por el suelo. También se puso la camiseta y lo observó removerse el pelo antes de recoger sus cosas.
- Lo siento.
- Déjalo estar, Sofía.
Ella, temblando, aguantó unos minutos de pie. No, no quería acabar así. Le daba pavor dejar a David irse cuando discutían y por eso se abalanzó sobre él y lo abrazó, mientras sentía una punzada de ansiedad.
- Por favor, no te vayas así, no debí decirte nada.
- No te preocupes –dijo besándola en el cabello–. Nos vemos mañana en la oficina.
Se fue sin darle un beso en los labios, sin un te quiero y sin promesas que ella anhelaba que cumpliera. Como el de jurar amor eterno, ese amor que debemos tener hacía nosotros mismos y que nos convierte en naranja enteras sin necesidad de buscar a nuestra media mitad fuera. Los besos, suaves y cálidos, que sería bueno dejar sobre nuestra piel o el compromiso, aquel que cumplimos con cada meta que nos proponemos. Pues Sofía no se quería nada, apenas se besaba con la mirada y no se implicaba en su decisión de seguir una dieta sana porque los resultados no eran los que esperaba, dejándose llevar al final por el camino más fácil. Lo único en lo que pensaba era en tener en su vida a David como dictaban sus principios victorianos. Una conquista, un anillo, una boda y unos niños correteando por el campo y, ante todo, una persona que la amara por los dos. Pero, como todos sabemos, antes de los deseos están las necesidades y David era un gran espejo donde poder mirarse y descubrir lo que ella requería para sanarse.
Ella quedó plantada en medio de la estancia con la mirada fija en la puerta de madera. Hambre...tenía… hambre. Se dirigió a la cocina, agarró las bombas de chocolate y las engulló con ansiedad dejando miguitas a su paso que salían disparadas de su boca por masticar con tanto ahínco. Después tiró el envoltorio en la basura y se quedó plantada en medio de la cocina con las manos en su cintura sin saber qué hacer. Finalmente, sabiendo que el hambre no desaparecería, continuó con los yogures, la tableta de chocolate y dos porciones de pizza antes de ir al aseo para sentirse mejor.
El teléfono empezó a vibrar en mi cuarto. Conseguí salir envuelta en una toalla, pero resbalé en el pasillo y casi me quedo sin piños. La recogí del suelo y me envolví de nuevo con ella haciendo una mueca; me escocía el culo horrores. Después, renqueando, llegué a la cama y me cagué en quién fuera que estuviera llamando.
- ¡¿Sí?! –respondí con un gruñido sin mirar quién era.
- ¿Qué te pasa?
- Sofía, me pillas en mal momento.
- Necesito hablar –dijo tajante.
Arrugué el ceño. Sofía no solía llamar en ningún caso que no fuera quedar con nosotras para reunirnos. Me preocupó que lo hiciera por el simple placer de mantener una conversación. Ella era orgullosa y obstinada como ya dije. Algo así como Miriam y como yo que nos guardábamos secretos por miedo a compartirlos con las demás por si éramos juzgadas. Sin embargo, no nos rendíamos y nos seguíamos llamando con la valentía propia de quién quiere decir algo, pero con miedo a hacerlo. ¿Y para qué estamos las amigas?
- ¿Recuerdas que me aconsejaste que hablara con David? –asentí–. Pues creo que lo he terminado agobiando...
- Vaya, cariño. Lo siento. Mira –dije mientras me subía una pernera con esfuerzo –me visto y en diez minutos estoy en tu casa. No quiero hablar por teléfono de esto.
Tarde diez minutos en bajar a su piso. Sofía vivía relativamente cerca de mí y en cierta manera envidiaba que tuviera esa independencia que yo no aproveche en su momento. Seis años llevaba viviendo sola. Con 22 años salió como alma que lleva al diablo de casa de sus padres y se vino desde Madrid con lo puesto para empezar desde cero en Alicante. Miriam, que llevaba instalada aquí hacía ya cuatro años, la acogió en su casa y después de un par de meses trabajando, Sofía logró alquilar un pequeño estudio ubicado en la Plaza San Antonio con una farmacia a mano derecha, un surtidor de gasolina frente al portal y un maravilloso parque más adelante.
Entré cargada de helado de chocolate y café y me quedé embobada mirando a mi alrededor. Era precioso, luminoso y reformado. Nada había cambiado. La cocina americana, el salón y el dormitorio formaban un único espacio partido por un gran armario de madera antiguo. El cuarto de baño, que se situaba cerca de la cocina, era minúsculo y con una pequeña bañera. Unos pasos más adelante se encontraba una gran terraza donde Sofía tendía la ropa y en la que se pasaba los inviernos calentita con la estufa de leña encendida. Un hogar pequeño, sin habitaciones, pero acogedor, íntimo y donde dejó parte de sus vivencias plasmadas en cada recoveco. Un espacio en el que tuvimos las conversaciones más absurdas del mundo cada cual más pintoresca.
- Hola, cielo –la abracé.
- Gracias por venir.
- No seas tan protocolaría, leñes.
Nos sentamos, abrimos el helado y comenzó a hablar. No soy mala amiga, pero me costó prestarle atención porque el móvil empezó a pesarme en el pantalón. Bueno, me empezó a cosquillear por la vibración, pero no fue uno placentero sino uno que decía: Si sigues llamando, te comes el móvil.
Colgué con disimulo, apagué el teléfono y la seguí escuchando antes de meter mi dedo índice en el helado para después chupármelo con gusto.
- Me confunde y me lo repite convencido para que no se me olvide. Sin embargo, todas las tardes me pide que nos veamos. ¿Es normal? –me seguía diciendo.
Asentí antes de contestar y la observé. Sofía estaba muy bonita, aunque algo desmejorada. Llevaba una camiseta de tirantes y unos pantalones de pijama con dibujitos de ositos. El pelo recogido en una coleta tirante y no había rastro de maquillaje, dejando a la luz las manchas que oscurecían sus ojos. Aquella película ya me sonaba
- Sofía...escúchame –hice una pausa para aclarar aquello que quería preguntarle–. ¿Por qué estás con David? No quiero que me contestes a mí, quiero que te hagas la pregunta y reflexiones sobre la respuesta.
Sin hacerme caso contestó de inmediato.
- Lo amo.
- ¿Estás segura de esa afirmación? Porque a mí me suena a una mentira que te has creado para justificar algo que no me quieres contar.
Se quedó callada unos segundos y yo me mantuve impasible a la espera de que me confesase lo que ya intuíamos las tres.
- A ver, sé que todavía no habéis tenido el placer de conocerlo en persona, pero es un hombre increíble, el típico chico que sale en una portada de revista.
- Y supongo que tu no entiendes qué hace contigo –finalicé la frase por ella.
- Qué intuitiva que eres, cari –se puso sobre sus talones y se miró sus manitas gorditas.
- Se ve a simple vista. Te conocemos lo suficiente como para saber que no te encuentras bien, aunque me parece a mí que lo más preocupante es la creencia que tienes de pensar que no te mereces a un tío como David.
- Es normal que no me quiera como compañera de viaje. ¿Quién querría a una tía gordita como yo? –me preguntó con un puchero.
Le palmee la pierna para reprenderla y me miró con esos ojitos azules, luceros que me decían lo mucho que aprendería de aquí a unos meses.
- Deja de pensar en eso. Medita si de verdad se merece tu paciencia y comprensión. Si no te quieres tú, ¿cómo te van a amar los demás? Quitando que no me gusta nada el trato que te da y tú eres peor por consentirlo.
- No lo culpo –confesó–. Le hice daño cuando nos conocimos. Le mentí y no puede olvidar.
- Eso no justifica la forma que tiene de tratarte. Mira, cielo –carraspeé y me acomodé en el sofá –si realmente le importaras, te perdonaría y se arriesgaría. ¿O acaso David no ha cometido errores en el pasado y se lo han perdonado? Todo el mundo merece una segunda oportunidad y si no pude dártela ni olvidar, lo más sensato es que te dejé libre.
- No sé qué hacer.
- Mi niña, lo único que te puedo decir es que mires dentro de ti misma y encuentres las respuestas.
Cuando me despedí de ella con dos besos y un abrazo, se dio media vuelta, agarró la agenda que había sobre la mesa de madera y anotó: ¿Si no te amas a ti misma, quien va hacerlo por ti?
Sonrió, se deshizo de la faja, se puso los mismos pantalones y se tumbó de lado en la cama. Olvidó que tenía que cenar antes, pero se atiborró comiendo los restos de helado que llevé para nuestra reunión y cediendo al canto de sirenas, se removió por dentro terminando en el mismo sitio de siempre. Después se tumbó y quedó dormida en menos de dos minutos.
A la mañana siguiente bajé hasta la playa andando bien temprano. Recuerdo que había llamado a Miriam de camino a casa para decirle que Sofía me preocupaba y que teníamos que hacer una quedada de chicas. Al no cogerme el teléfono decidí intentarlo con María, pero ella era orgullosa y sabía que no hablaríamos hasta que su ego bajara del pódium y nos viéramos. Esas dos llamadas no atendidas me sirvieron de excusa para bajar hasta la explanada y ponerme a leer un rato ante el maravilloso paisaje después de estar meses sin pisarla.
El mar se extendía ante mí y permanecía en calma haciendo remolinos de espuma justo en la orilla. No hacía viento y los rayos del sol daban perpendicularmente sobre el agua formando pequeñas hileras brillantes que se expandían hasta formar una fina línea. También vi algunos pajarillos sobrevolar sus aguas y algunos niños que, sonriendo, se dedicaban a hacer castillos. Debía volver allí en mis descansos del trabajo para encontrarme conmigo misma porque la echaba de menos, echaba de menos la arenilla bajo mis pies descalzos y respirar la energía que las olas del mar daban con cada salto. Era revitalizante y el pintoresco paisaje un lugar hermoso donde poder meditar sobre aquello que andaba mal en la propia vida. Y en la mía...había muchas cosas fuera de lugar.
Aquella conexión me inspiró hasta tal punto de crear una nueva idea, una nueva forma de dar a mi novela y cambiar la trama, pero manteniendo a los mismos personajes para contar algo que fuera de verdad.
Con una sonrisa de oreja a oreja, llegué las nueve a casa y decidí tumbarme para descansar un rato.
Me desperté de sopetón, asustada, cuando la puerta fue abierta de golpe por mi hermano.
- ¿Qué coño haces durmiendo?
- Diego… –dije mientras miraba la hora del móvil–. ¿Por qué me despiertas? ¿Pasa algo? Lleváis muchos días sin aparecer por casa.
- Necesito el ordenador.
- Sabes que no se lo dejo a nadie. Tengo muchas cosas personales dentro.
Diego soltó un bufido y giró la cabeza cuando escuché la voz de mi madre aproximarse.
- Deja a tu hermana, hazme el favor –dijo entornándome la puerta.
- Solo le estoy pidiendo el ordenador –empezó a decir tenso.
- Vete a un ciber... –contestó ella tajante.
- ¿Se puede saber por qué tengo que salir de casa cuando la gorda esta tiene el ordenador todo el día?
- Porque trabaja, Diego, por eso y porque...
- !!¿Por qué la defiendes?!! –bramó de repente, enloquecido, mientras abría de un portazo y estampaba la puerta contra la pared–. ¿No ves que es una egoísta?
- Me acaba de pedir el ordenador y le he dicho que no, mamá –dije para defenderme.
- Diego –empezó a decir mi madre con desgana –tu hermana trabaja todos los días muchísimo y muy duro. Deja ya de quejarte por todo y ocúpate de ti.
- Es injusto –empezó a agitarse con las manos –es injusto, joder.
Di un brinco en la cama asustada por el puñetazo que acababa de propinarle a la pared... Me tapé con la manta hasta los sobacos y el corazón lo sentí latir en mi garganta. El miedo, el temor que había tenido desde que volví se había materializado y mi hermano no hacía más que insultarme y golpear. Esa era su forma de abordarme. Me asustaba cuando bramaba, me vapuleaba tratándome a su imagen y semejanza y se creía el rey de la casa. Además, aquella mañana algo debía haberse fumado porque tenía los ojos rojos, se reía y se enfadaba en cuestión de segundo y su pose era de dejadez absoluta. Muy contradictorio con su forma de comportarse.
- !!!Ya está bien!!! –exclamó nerviosa mi madre–. Sal de la habitación.
- !!!No me da la gana!!!
- ¿Tú ves normal esto? ¿Qué te ocurre, hijo? –preguntó de repente mi madre, preocupada. Mi hermano enarcó una ceja y empezó a reírse cuando mi progenitora volvió a preguntarle mientras lo agarraba del brazo–. ¿Has tomado algo?
- No me toques, loca –le espetó al tiempo que se giraba para decirme en un tono que me puso la piel de gallina–. Estás loca…
Finalmente se fue hacía la entrada y desapareció dando un portazo. Mi madre suspiró, se tocó la frente agotada y la animé a que se sentara conmigo.
- No lo entiendo, hija –me dijo una vez a mi lado–. ¿Qué he hecho mal?
- Tranquila, mamá.
- ¿Acaso no os he dado una buena educación? –se preguntó, lamentándose de nuevo.
- Mamá... –me pensé muy bien qué decir –no podemos seguir así.
La vi cómo se ponía a la defensiva y su modo de sentir lástima por sí misma y fue entonces cuando entendí el gran espejo que ella significaba para mí. Yo también lo hacía a con María a menudo...
- ¿Y qué hago? –me dijo levantándose como si quemara la cama–. ¿Lo hecho de casa? ¿Eso es lo que quieres? –me mordí el labio y suspiré mientras ella asentía repetidas veces–. Ya veo hija, ya veo, por lo visto soy una madre de mierda y todo lo hago mal, ¿no?
- No te pongas así. Sólo digo que –moví los hombros –sería propicio llamar a un psicólogo.
- Es mi hijo, Saray. Mira, da igual. Cuando seas madre, sabrás de qué hablo.
PUTA FRASE DE LOS COJONES. Disculpadme. Es que las madres a veces son muy tóxicas sin ser conscientes de ello.
Después de soltar por su boca la famosa frase, se dio media vuelta y salió dando un portazo, dejándome ver el tipo de relación que manteníamos y dónde quedaba yo. Cada uno de nosotros desempeñábamos nuestro rol.
Mi madre y mi hermano fueron el punto central de partida desde el cual fui huyendo a toda velocidad. Una huida hacia adelante que no me ayudó a afrontar mis miedos porque desee, durante mucho tiempo, evitar que me salpicara la mierda engendrada en esa relación. Una bien grande en forma de zurullo y con unas adicciones nada saludables. Dicen que ciertas emociones como la autocompasión y la agresividad crean adicción y que muchas personas se enganchan a ellas moviéndose por el mundo con esos esquemas, como si desarrollaran un papel en sus vidas. Pues es verdad. Cada cuál, incluida yo misma, lo desarrollaba a la perfección.
Por una parte, mi hermano Diego no tenía horarios ni límites y carecía de la madurez necesaria para darse cuenta de que debía hacer algo más que ir dando tumbos de un lado a otro hacia la zona de confort más cómoda y conveniente. Al menos, si quería aspirar a ser alguien en la vida. Tampoco se esforzaba en conseguir sus sueños por sus propios medios porque ya estaba mi madre para salvarlo. Ese vínculo que mantenían era enorme y el cordón umbilical que les unía seguía intacto y su grosor cada día se ensanchaba unos milímetros más. También es cierto que Diego hablaba de jugosos proyectos que el recreaba en su mente con la intención de que cuando salieran en forma de sonidos a través de sus labios, fueran algo más real o tangible. No, no eran más que ideas absurdas. Las palabras que se susurran con descripciones carentes de un contenido sólido (realista) sobre unos planes de futuro tienden a disolverse. Las de Diego se evaporaron en el interior de su egoísmo.
Por otra parte, mi madre Piedad aportaba bastante en su ingenua existencia. Es experta en salvar a todo el mundo y como con mi hermano Diego, tampoco pude hacerla culpable de mis quejas. Vivió su infancia a su manera sin poder elegir y las carencias que tuvo cuando era niña las reflejo en nosotros, creyendo que de esa forma se sanaría y no cometería los mismos errores que sus padres. Nos dio una buena educación, pero con una impuesta protección y aquello tuvo el fatídico desenlace de convertir a Diego en un tirano infeliz y dependiente.
¿Parece duro lo que digo verdad? Pero más horrible fue lo que mis ojos presenciaron durante mucho tiempo haciendo de mi personalidad algo voluble por no tener en mi vida los referentes que me merecía, mientras daba bandazos desubicada como una niña sin saber dónde poner el huevo. Tardé muchos años en recuperarme, quererme y verme reflejada en esos espejos. Me costó horrores aceptarlo y muchas noches en vela. Y es que llega un momento en el que te rompes y luego cuesta mucho recomponer las piezas que quedaron desperdigadas por el camino. Parece ser que no me quise lo suficiente.
ESTÁS LEYENDO
UN REFLEJO PARA CADA ESPEJO. Parte 1 de la trilogía "Los espejos de Saray"
ChickLitSaray aspira a ser una gran escritora de éxito. Ella desea con todas sus fuerzas vivir de lo que le apasiona, pero su entorno más cercano es tóxico y difícil de gestionar, tanto que se vuelve insostenible... Además, María, aquella que se considera s...