MI PASADO

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  En el 2011, con 22 años, dejé el piso de mi madre y me instalé (sola) en un estudio pequeñito que mi padre tenía desde que se separó de ella. Quiero puntualizar que este cambio lo propició una necesidad urgente y personal más que un deseo trivial de experimentar cosas nuevas.
  En aquel entonces mi máxima prioridad eran los estudios y ante la insoportable desidia que se respiraba en el ambiente del que era mi hogar, tuve que pedir ayuda a mi padre para que los encuentros en mi casa no propiciaran una lucha de poder. Hasta que pude irme de allí, mis días resultaron ser desesperantes, angustiosos y lo peor fue lo inevitable que desembocó en la falta de concentración. Estudiar en silencio y con la atención que requiere memorizar un fajo de interminables apuntes, con sus respectos resúmenes y esquemas, es algo que se debe hacer en paz. Tarea ardua y complicada si tenía que escuchar chillidos, discusiones y golpes. Insultos con forma de palabras como gorda, esquizofrénica o loca cada mañana o cada tarde. Gritos con forma de reproches como eres una puta egoísta, nunca haces nada por los demás cuando mis acciones no encajaban con sus esquemas. O golpes que fueron melodías obsesivas sonando en mi cabeza durante un tiempo prudencial cuando los cristales estallaban en mil pedazos, dejando las manos de mi hermano cubiertas de sangre. Celos y envidias que crecieron en casa debido a la frustración que otros no sabían gestionar.
  La cuestión era que mi hermano no atendía a razones y se pasaba por el forro de los cojones los horarios que yo misma me había impuesto. Como, por ejemplo, pedirle que pusiera la música bajita cuando me ponía a estudiar después de haber llegado del instituto y haber comido deprisa y corriendo para que me diera tiempo a acabar todas mis tareas. Ya he dicho que soy autoexigente y me gustaba tenerlo todo al día para conseguir aprobar. También le supliqué que no me tratara como a una sumisa cuando sus peticiones machistas llegaron a crisparme: “haz la comida”, “tráeme el paquete de tabaco, venga gordita, mueve el culo”, “friega los cacharros”. Aquello empezó a hacer mella en mí sin entender tan siquiera los motivos que lo llevaban a hacerme tanto daño. Además, mi hermano no trabajaba ni hacía nada por su futuro y poco a poco la impotencia empezó a aparecer en mi pecho al ver lo difícil que se me hacía cada vez más el negarme a su forma tirana de tratarme. De hecho, nunca me achiqué, durante toda mi infancia y posteriores años de convivencia siempre dije que NO. Cierto es que, en un principio, al ser niños, no importó que me mostrara rebelde, pero conforme los años fueron pasando las humillaciones en las que se basaban las consecuencias de mi obstinación fueron cada vez peores hasta llegar a ser una realidad: maltrato. Diego, mi hermano, me cogía del cuello y me decía que quería matarme. Esa fue la primera de todas. Después vinieron las demás cuando, sentada y fumándome un cigarrillo, me agarraba del pelo para sostenerme la cabeza hacia atrás y me restregaba por la cara las colillas y la ceniza mientras exclamaba: ¡fuma, fuma! ¿No quieres fumar? Pues fuma. Incluso llegó a acercarse a mí con la caja desencajada para empujarme y acabar de espaldas contra la pared con un golpe en la cabeza. Eran pautas de comportamiento humillantes y lo peor de entre esas consecuencias estaba el hecho de que tampoco me respetase y me insultase cuando yo exigía lo que pensaba que tenía que ser sano para mí. Hablar un rato con mi madre, abrazarla y besar sus mejillas, cantar en la habitación o reír de alguna salida de tiesto de las mías. Sí, mi hermano era muy celoso de todo lo que quedara fuera de su alcance y por ello me anuló y lo hice culpable hasta que entendí que mi madre permitía todas esas atrocidades.
  No, mi madre nunca tuvo un buen ojo para ver lo que ocurría realmente como tampoco lo tuvo con los hombres con los que estuvo. Y no mejoró que se emparejará con uno que lo primero que hacía nada más levantarse era tomarse un chupito de tequila, después una cerveza mezclada con vino porque era la hora de comer y para finalizar una copita en la sobremesa...Ya te puedes imaginar el resto...Venía bebido, pesado y provocaba discusión con mi progenitora, la cual se sumó al carro y adoptó las mismas costumbres...
  Ante ese panorama la única persona que me vino a la cabeza fue mi padre. Un hombre que me escuchó en las incontables veces que llegué a su casa llorando con los ojos hinchados porque había tenido una bronca monumental con mi hermano. Él tenía la extraña costumbre de mirarme con lástima por dejar que mi tendencia a ser una víctima, dentro de un mundo hostil, no me permitiera avanzar. Sin embargo, también es cierto que terminaba abrazándome y aconsejándome con ciertos matices que hacían de mí una erudita nata. Me solía decir que cambiara mis esquemas, que no me diera contra el muro que ellos habían formado y que me hiciera responsable de mi situación. También que no luchara contra lo inevitable y aunque intenté aplicarlo a mis rutinas, no pude liberarme y él me dio la opción de vivir sola en un estudio del centro, que tenía pagado y con la condición de que me sacase segundo de Bachillerato y el Grado de Psicología. Yo aprobaba y el me mantenía, así de simple. Y acepté sabiendo que nadie denunciaría a mi hermano.
  Lo peor no fue sentirme sola, sino que los demás tuvieran una imagen de mí equivocada. Como la incomprendida, que se miraba el ombligo, que estaba pasando por una mala etapa y que era inestable emocionalmente. Nunca nadie dio luz o defensa a lo que ocurría en mi casa. Parece ser que era algo de lo más normal (ironía).
  Cuando le comuniqué a mi madre que me mudaba y le expuse las razones por las que lo hacía, vi reflejado en su rostro tristeza e impotencia ante la incapacidad de solucionar el problema por verse agarrada de pies y manos. Y entendí que, al igual que yo, también arrastraba sus propios fantasmas sin poder afrontar los miedos que la atenazaban. Sabiendo que no era nada fácil para ninguna de las dos, quiso compensar la ausencia de valentía y la falta de reconocimiento hacia su hija con llamadas diarias para preguntarme cómo me encontraba, dinero que metía en sobres para entregármelo cuando comíamos juntas, bonitos regalos que consideraba significativos y visitas esporádicas en las que comprábamos envases de comida precocinada, dos botellas de vino y nos sumergíamos en una conversación trivial y distendida que se alargaba hasta el anochecer. Aquellos encuentros fueron muy especiales, pero duraron poco porque cuando ella salía por la puerta, yo quedaba con una tristeza que terminó derivando hacia una rabia incontenida. Una que fue creciendo en mi interior al entender que me había tirado de casa, pero de una forma implícita. Y aunque sabía que estar en la postura que había decidido tomar no era nada justa, también entendí que no era la única que lo estaba pasando mal y quise aceptarla con todo lo que ello implicaba. Me hubiera gustado tanto que hubiese hecho un hueco en su vida para mí. Un hueco único e indiscutible donde Saray es y será siempre la hija que siempre quiso tener. Sé que no tuvo alternativa y la perdoné años después, pero no antes de odiarla con todo mi ser durante mucho tiempo.
  Una vez instalada en mi nuevo hogar, en aquel estudio ubicado en el centro, disfruté los mejores momentos que mi memoria es capaz de recordar. Por primera vez me sentí muy bien y sobre todo querida por mi padre, valorada, apreciada y vista desde todos los ángulos. Era libre. Como un ave sobrevolando el crepúsculo y embriagándose de la hermosa rotundidad que el sentido de la vista es capaz de mostrar, cuando los últimos destellos del sol se disparan como fogonazos anaranjados. Sí, viví “el ahora” gracias a las numerosas veces que me leí el libro de Eckhart Tolle. Me ayudó a discernir entre los pensamientos del ego y la propia esencia habida en el “yo”, además de experimentar cada momento como si fuera el último mientras una brisa fresca entraba por las pequeñas ventanas correderas y recorrían aquel espacio para que mi inquietud, que era un gurullo en medio de una tempestad de pensamientos, fuera eliminada con el viento. Todos los sentidos se agudizaron, los sabores nunca fueron los mismos, sino más intensos, los olores más dulces y no tan amargos, las visiones esperanzadoras y con un futuro brillante. Sensaciones que me dieron la paz que necesitaba, instalándose en ese soporte sólido, que ahora estaba dañado, y que me permitió aprobar la selectividad con una nota más que merecida; dando lugar a mi inscripción en la universidad (UNED).
   Orgullosa es la palabra. Orgullosa de saber que el cariño de aquellos que no supieron valorarme se encontraba cada vez más cerca. ¡Qué ingenua! A ver, me explico. El hecho de estar en la universidad, ser independiente (en cierta medida) y llevar acabo las metas que había decidido alcanzar, me hizo acercarme a mi padre y ser aceptada en su casa. Sin embargo, después entendí que yo no tenía hueco en la que creía que era mi otra familia. La mujer de mi padre, Inma, siempre fue especial y nunca le caí en gracia, pero los años nos hacen fuertes y aceptamos a las personas por generosidad a otras, como yo hice con la mujer de mi progenitor. No quería que tuvieran problemas por mi culpa y por eso cerré los ojos o miré para otro lado, no lo tengo claro. Lo que sí es cierto es que después de mi primer cuatrimestre de universidad, Inma empezó a distanciarse de mí y a tener gestos que me hicieron sentir pequeñita. No me miraba y si lo hacía era con asco, no atendía cuando le hablaba, me juzgaba de malas maneras y prohibió que fuera a visitarlos imponiendo ver a mi hermana en mi estudio y por tan solo unas horas. Aquello terminó de catapultarme porque, aunque yo gestionaba más o menos lo sucedido con mi madre y mi hermano, siempre pensé que tendría el amor de la otra cara de la moneda, mi otra familia. Es lo que tiene tener padres separados... que tienes que repartir tu tiempo en dos y que las decisiones no se toman en conjunto, sino por separado, teniendo que atender ambas partes.
  La conclusión a la que llegué fue que mi padre quiso ayudarme, pero jamás me acogió por miedo a que desestabilizara su zona de confort. Él evitaba el conflicto entre nosotras y además mantenía su unidad familiar mientras me daba un techo donde vivir, eso sí, siempre y cuando aprobara. ¿Qué puedo decir? Fue la gota que colmó el vaso y dejé los estudios de lado tras pensar que no les importaba un carajo por ser la oveja negra de la familia. Nadie me llamaba, nadie preguntaba cómo estaba…La compasión hacia una misma es una mierda y yo la sentí con mucho ahínco. Me dejé llevar por las olas del mar y mi padre nunca más me miró con orgullo. 
El rechazo de Inma, los maltratos de mi hermano, la ausencia de valentía de mi madre y la indecisión de mi padre provocó en mí una soledad fría y densa que me sumió en un letargo algo amargo y que me obligó a boicotearme para sentirme viva y conseguir que me vieran. Como una manera de llamar la atención y al mismo tiempo recibirla de otros lugares para olvidar mi realidad. Ese fue el desencadenante: la soledad y el sentirme abandonada una vez más.
Todo empezó a principios del 2012. Un año duro en el que aprendí muchas cosas. En un principio, durante el primer trimestre, me esforcé por mi padre y estuve estudiando mucho hasta aprobarlo todo sin problemas. Sin embargo, poco después la mochila de mierda empezó a pesar y actué en consecuencia con mi herida porque mi nivel de tolerancia estaba bajo mínimos como también mi valentía para resarcirme y empezar de nuevo. Y aunque parezca una tontería, empecé a sentir la casa extraña por diferentes motivos. Se escuchaban las cañerías cuando llovía, el viento soplaba más fuerte de lo normal y el silencio, que me puso los nervios a flor de piel, no fue de gran ayuda para regularme. Además, las llamadas eran escasas, mi mente una licuadora y la gestión de sentimientos menos controlables. Así fue como el fumar en exceso y las infusiones dejaron de tener su función y empecé a beber los sábados. Compraba una botella de vino y me la bebía de un tirón en casa mientras cantaba a pleno pulmón, con un palo de escoba como micrófono y la música a todo volumen. Los dos primeros meses me bastó con una buena marca, pero no fue suficiente porque no me producía los mismos efectos y en lugar de una botella de vino a la semana fueron siete, una por día. 
Realmente esas rutinas no tenían nada de relevante; yo seguía cumpliendo con las condiciones que mi padre me había impuesto. Memorizaba, bebía por las tardes y lloraba en mi cama cuando el sol se escondía. El problema vino cuando "el principio del fin" comenzó y me animé a salir con mi primo los jueves. Él traía ginebra y nos la bebíamos predispuestos a ir entonados. Después, sobre las doce de la noche, recorríamos el barrio y el puerto y pedíamos cubatas y algún que otro chupito como si fuéramos los más chulos y esas acciones nos dejaran ser más nosotros mismos, dejando la vergüenza a un lado. Al rato, aburridos y por el placer de pasarlo bien, seguíamos haciendo los estúpidos y nos íbamos a algún pub de ambiente para acabar aceptando bebidas que nos invitaban los desconocidos con los que intercambiábamos fluidos de boca. Nos separábamos por el local, él coqueteaba con algún "maromo" (si, es gay) y yo me acercaba a algún chico guapo (heterosexual o gay liberal, me daba igual) al que le dedicaba una sonrisa. De hecho, le mostraba mi aleteo de pestañas y empleaba el coqueteo previo al sexo que tendría en mi casa poco antes del amanecer. Me halagaban, me cogían de la cintura, me invitaban a las copas que yo pedía, susurrándome cosas bonitas. Y me encantaba sentirme así de deseada y atendida por unas horas y más cuando resultaba complaciente y follaba sin preservativo algunas veces para hacer pensar al tío en cuestión que era una moderna de mierda. O cuando les chupaba la polla hasta acabar con un orgasmo en mi boca, queriendo resultar una tía diez. Sin embargo, no parecía tan divertido cuando me acercaba a sus pechos y solo recibía una superficial sonrisa y un adiós antes de verlos desaparecer por la puerta. La sensación de soledad se acentuaba en esos casos y solía acurrucarme debajo de las sábanas para llorar cuando el silencio se cernía sobre las paredes.
A los meses mi primo entendió que no era muy saludable el ritmo que habíamos cogido y dejó de llamarme. Quizás se dio cuenta que yo no ponía límites a nuestras salidas y consideró demasiado arriesgado estar al lado de alguien como yo… La cuestión es que, ante su decisión, me sentí más sola que nunca y me planteé la posibilidad de acudir a los locales de ambiente liberal, intercambio de parejas, ambiente swinger o como lo queráis llamar porque para mí siguen significando lo mismo: vicio. Recuerdo que la primera noche fue un desastre y no conseguí entender las indicaciones de la camarera. Además, me sentía cohibida y no me atrevía a quitarme las prendas necesarias para integrarme en el grupo aglomerado de personas que andaban desnudas por allí. Al día siguiente me encargué de ir lo suficientemente ida, a base de alcohol, para dejarme llevar y a partir de entonces fue como depilarse las ingles. Algo muy normal y cotidiano. Llegaba sobre las diez y regresaba a casa al amanecer después de muchas horas consumiendo y manteniendo relaciones sexuales con hombres que desconocía y que además me pagaban las copas para conseguir metérmela a pelo. Algunas veces me costaba introducir las llaves en la cerradura al llegar a mi rellano porque la vista desenfocada me molestaba. Otras veces, cuando mi cuerpo estampaba contra el colchón y me tumbada, un mareo supino me hacía incorporarme apresuradamente para irme al aseo y vomitar como la niña del exorcista. Vergonzoso...
  Recuerdo que aquello duró unos tres meses con sus días y sus horas, con sus resacas, sus dolores de cabeza y una inestabilidad emocional que me embargaba por las mañanas cuando la lucidez hacia acto de presencia y los remordimientos me hacían llorar. Me gasté el dinero que mi padre me daba para pagar la luz y el agua en alcohol y mantuve ese ritmo de vida en secreto hasta que sucumbí a mi lado más neurótico.
  Sabiendo que mi móvil ya no sonaba como antes y teniendo la necesidad de huir hacia delante, comencé a dejar los estudios de lado y trasnochar más a menudo. Lo hacía porque no tenía nada que perder ni nada por lo que luchar. Para mí era como una forma de flagelarme y ver hasta dónde podía llegar mi culpabilidad porque ciertos sentimientos empezaron a ahogarme. La soledad era insoportable, la lástima por mí misma peor todavía y la ausencia de comprensión por parte de mi familia, hizo que tirara de la cuerda hasta romperla. Tanto es así que no miré las consecuencias en ningún momento. Me avergonzaba ver en lo que me había convertido. Causa más que suficiente para seguir haciéndome más daño hasta tal punto de tener relaciones sexuales con más de dos hombres, bailar sin dar muestras de contención o control, cortarme por las mañanas cuando intentaba flagelarme para que el dolor de mi pasado se desviara hacia otros sentidos y…caí en picado. Supe la manera de mantenerme activa sin necesidad de meterme los dedos y devolver para seguir bebiendo. Fue entonces cuando todo mi mundo quedó reducido a negro.
  Fue un chico muy guapo, junto a sus amigos y de los que todavía tenía los números de teléfono, quien me invitó al primer pollo de coca y con quién coincidí cuando empecé a ir con mayor asiduidad a esos locales. Un hombre de treinta y cinco años, que se llamaba Paco y que me invitaba a una tirita cuando me veía muy pasada de vuelta. Era atento, me invitaba a desayunar, a dormir en hoteles y a cenar. Me susurraba cosas que yo esperaba escuchar y entendía mis carencias con respecto a mi situación familiar, pues le conté todo sin remordimientos. De hecho, me sentí tan bien a su lado que lo terminé idealizando y cree una dependencia, como hice con mi padre y con María, que me hizo crear mis propias expectativas. Que me acogiera y fuera mi salvador en esos momentos. Que me amara, se casara conmigo y después pudiéramos tener hijos correteando por el campo. Todas esas imaginaciones fueron el motor que me impulsaron a hacerlo y que representó la decepción más grande que tuve en mis largos años de vivencias.
El sexo fue el principal encuentro entre nosotros. Sexo apasionado y con un toque de posesión que yo entendía como amor. Estaba desestabilizada, no intentes entenderme. Poco después la cosa fue caldeándose cada vez más hasta terminar siendo un poco tormentoso y mis sospechas fueron confirmadas cuando vi el cambio de él para conmigo. Normalmente, cuando nos acabábamos de esnifar la coca, Paco me invitaba a una habitación de hotel y manteníamos relaciones sexuales enfermizas donde incluíamos técnicas algo arriesgadas entre las que destaco los látigos y las pinzas para los pezones. Más de una vez me resistí, quise irme y olvidar lo que acababa de hacer, pero cuando me levantaba indignada, él me cogía dulcemente de las mejillas y me dejaba claro que la vida era para vivirla y que había una línea muy fina entre el placer y el dolor. Después me besaba, me decía lo importante que yo era para él y me penetraba antes de aplicar todas esas herramientas sobre mi cuerpo. Al final me convenció y me enamoré tanto de ese hombre que le cedí todo el poder.
  Aquello duró casi tres meses hasta que junio llegó y terminé por sentirme quebrada. Lo peor fue ver el estado en el que me despertaba por las mañanas cuando amanecía sola en la cama del hotel, pero no rectifiqué. No merecía la pena retomar nada. Ni viejas costumbres ni estudios ni vida social porque nadie se molestó en preguntarme: ¿cómo estás? Mi padre tenía su vida, ya no veía a mi hermana y a mi madre no le cogía el teléfono porque el odio fue creciendo y los hice culpables de todos mis males. Así, con la mente a cien por hora, me perdí y me metí cada vez más en ese mundo hostil hasta que me lo propuso.
  Sí, Paco me propuso un negocio. Dudé sobre las consecuencias que tendría aquello o la veracidad de llevarlo a cabo, pero cuando me comunicó que teníamos un cliente, me lo creí.
- Cuando te entren dudas sobre lo que estás haciendo, mira tu monedero y observa todo el dinero que estás ganando –me dijo después de que el chico en cuestión saliera del coche.
  Primer billete hacia el mismo infierno. ¿Los motivos? Creo que son obvios. Necesitaba una independencia y eso suponía dinero para irme lejos de Alicante y olvidarme de todos. Amaba a Paco y lo quería en mi vida por encima de todo. Por eso accedí, miré hacia otro lado y empecé a ejercer como "puta". Él llevaba los contactos, venía conmigo a todos los hoteles donde nos citaban y me obligaba a ponerme guapa. También acordamos que las ganancias serían repartidas al cincuenta por ciento y que nunca dejaría que me hicieran daño. Y si bien es cierto que al principio hubo parejas con las que compartimos fluidos, chicas con mucha curiosidad que querían saber eso de restregarse con una mujer, poco después la cosa empezó a ser muy individual y los encuentros fueron solo con hombres que me obligaban a ponerme a cuatro patas (postura del perrito como ellos decían) y me penetraban por detrás. Yo sufría mucho esos encuentros sexuales porque no me lubricaban lo suficiente y me hacían daño. Sin embargo, cuando sucedía algo así, Paco se levantaba y le decía al tío en cuestión:
- Venga, tío, lubrícala un poco, hay que tratarlas con cariño para que se dilaten.
  Después se ponía enfrente mía, me incitaba a hacerle una mamada y me recordaba que pensará en el dinero cuando sintiera dolor.
   Aguanté un tiempo prudencial hasta que entendí que la persona que había a mi lado me había manipulado. Lo que antes era algo novedoso, un trabajo que podría darme unos beneficios a corto plazo para poder volar, se convirtió en un suplicio porque Paco se volvió un tirano. Ya no me avisaba dos días antes de la cita, sino que ahora se presentaba en mi casa una hora antes de la quedada con el cliente y me obligaba, deprisa y corriendo, a depilarme entera y ponerme ropa decente porque, según él, estaba muy gorda y tenía que ofrecer mis mejores atributos. Me criticaba por mis cejas, por el vello de mis muslos, por no llevar medias y por ser tan estirada en los encuentros sexuales. Tanto es así que me ofrecía dos tiritas de coca antes de salir de casa y me instaba a que me bebiera unos cubatas para ir receptiva y desinhibida. Además de penetrarme por ambos lados, asiéndome del pelo, para que hiciera un buen trabajo. Paco odiaba que lo rechazaran y por ello enfatizaba en mi perfección como mujer. De hecho, si algún cliente se negaba a intimar conmigo, porque yo no le resultaba atractiva, él se mosqueaba y con cara desencajada por haber perdido el porcentaje de aquella tarde, me obligaba a que le diera todo lo que había ganado hasta que volviéramos a tener otro pez gordo que le hiciera recuperar las pérdidas de esa tarde.
El amor es así de ciego y cuando la cosa empezó a ponerse fea, mis instintos de supervivencia actuaron y mis recuerdos hicieron que me moviera. La rebeldía que me caracterizó durante tantos años con mi hermano y mi obstinación decidieron por mí y comencé a negarme ante ciertas peticiones sin poder apartarme de ese mundo. A lo que Paco reaccionaba de la siguiente manera...
- ¿Perdona? –y se empezaba a reír como un tarado.
Él se abalanzaba sobre mí, me cogía del cuello y me decía que me merecía una ostia, pero que nunca me la daría porque entonces no podríamos trabajar. Después agarraba mi falda, me la levantaba de golpe mientras me ponía de espaldas a él y, acercándose a mi oído para decirme que haría lo que me mandara, me penetraba de forma brusca hasta encontrar mi propio orgasmo. Como un premio de consolación, como un caramelito porque cuando nos dejábamos caer en la cama, terminaba confesando que no debía ser tan obstinada, que debía confiar en él porque sería el único que me ayudaría a seguir hacia delante.
- Tu familia no te quiere, ¿no lo ves? ¿Acaso has recibido alguna llamada?
  Negaba con la cabeza, entristecida, y él me cogía con suavidad de la barbilla para acercarme y besarme. Después dejaba su mano sobre mi cabeza y me obligaba a agacharme hasta su glande para dejar escapar sus ganas con una felación en la que me entraban arcadas, pues muchas veces no me dejaba respirar y era un tormento. 
   Evidentemente conseguí encontrarme tan mal que cedí a la evidencia cuando me topé de frente con las consecuencias, pues mi estado era deplorable. No dormía bien por las mañanas porque parte de las noches la pasábamos en un hotel a la espera de que los clientes vinieran a verme mientras nos metíamos esa mierda por la nariz. Dejé de tener conciencia sobre mí misma y sobre mis actos hasta dejarme llevar del todo por el que creía que me había enamorado. Sufría temblores, las ojeras ya eran visibles y me estaba quedando muy delgada; pesaba 50 kilos y mido 1,63. Ya te puedes hacer una idea. Además, no comía bien, tenía ataques de ansiedad y me picaba con asiduidad mis partes bajas. Tanto es así que Paco me mandó más de una vez a la farmacia a por óvulos.
Todo terminó dos meses después…
  Recuerdo que mi hermana me había llamado. Me dijo que me echaba de menos y me aguanté las lágrimas como pude. También recuerdo que llevaba un vestido negro entallado, la espalda al aire y un escote. Unos tacones de cuña y el pelo recogido en un moño. También me pinté los labios de rojo, la raya del ojo, rímel y algo de colorete. Como en los años cincuenta. Habíamos quedado con un hombre de mediana edad, en su casa y cerca del centro. La cuestión es que nos presentamos como pareja y conforme se fue caldeando el ambiente me atreví a dar el primer paso, pero se me olvido ponerle el preservativo. Paco se enfureció bastante y me cogió en volandas, obligándome a salir por la puerta e insultándome por lo descarado del gesto. Después condujo durante un buen rato sin saber hacia a dónde nos dirigíamos y cuando entendí que habíamos llegado al Árbol, un pub de intercambio de parejas, me giré y le espeté que no estaba de humor.
- Pues no te queda otra opción –me dijo sin mirarme.
- Es que no quiero –me quejé–. Quiero dejarlo, no, no quiero seguir con esto...
Aquella noche me obligó a hacerlo fuerte y al día siguiente, nada más levantarme y después de conseguir que me dejara sola por unas horas con la excusa de que tenía una gripe, me puse en contacto con una amiga de mi padre y la que sería mi terapeuta desde mediados del 2014 a mediados del 2015: Marina. Hablamos, agarró mi móvil para dejarle a Paco bien claro que yo no estaba sola y que iríamos a la policía si no dejaba de acosarme. Después pusimos la denuncia pertinente y a partir de entonces las cosas se calmaron, pero las secuelas de aquella experiencia se quedaron marcadas en mi estado por no volver a ser la misma que se sentía bien en su piel. Tardé en recuperarme, mi padre me dejó estar en el estudio para retomar los estudios, pero ya no volvió a ser mi héroe, y mi madre se puso frenética, implorándome que volviera a casa y colmándome de atenciones. Yo decidí quedarme como estaba y empecé al año y medio más o menos con la terapia.
  La terapia fue dura en algunos momentos, incluso me atrevería a decir que dolieron muchas de las cosas que se cocieron y dijeron dentro de aquel habitáculo, pero Marina jamás dejo de hacerme sentir bien. De hecho, cuando me dijo que estaba embarazada y que lo había perdido tras lo sucedido, me quise castigar mucho porque el sentimiento de culpabilidad que tenía me quemaba por dentro por pensar que la responsable había sido yo al someterla a tanto estrés ante mí situación. Si ella lo piensa así o no nunca lo supe, no dio indicios de nada, pero de lo que sí fui consciente fue de su cariño y del trato tan afectuoso que recibí. Me sentí una más de su familia hasta llegar a convertirse en la persona más importante de mi vida al ayudarme a superar mis traumas y al entender las razones que me habían llevado a ese punto. Sin embargo…yo seguía pensando que había algo que no funcionaba en mi cabeza, quitando la sugestión de por medio… El resto ya lo sabes.

UN REFLEJO PARA CADA ESPEJO. Parte 1 de la trilogía "Los espejos de Saray"Donde viven las historias. Descúbrelo ahora