Capítulo 2

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Una de las cosas en las que los sombra no eran buenos era a nivel mental. Eran conocidos por su capacidad para teletransportarse entre dimensiones, por sus cuerpos fuertes y hábiles, por su agilidad, por su sigilo, y también porque no eran especialmente listos. La media de su cociente intelectual como población debía ser muy inferior a la media en la Tierra; eran poco avispados y, en general, bastante celosos de su privacidad cuando se trataba de seres de otros mundos. Solían creerse superiores a otras criaturas y no dejaban que cualquiera se acercara a su mundo, porque la capacidad de teletransportarse les daba también la soberbia suficiente como para creerse mejores y más poderosos que los demás.

Esa era la imagen que tenía de ellos cuando fui por segunda vez en mi vida a Ofiuco, esa misma tarde. No me molesté en pasar por casa a dejar mis cosas, así que llegué a aquel mundo cargando con mi mochila llena de libros, nervioso porque me daba miedo que me descubrieran y con unas décimas de fiebre por haber viajado tan lejos. Estaba tan acostumbrado a esa sensación desde que trabajaba para Régar que no esperé a que se me pasara, sino que caminé por las calles empedradas y oscuras tratando de no llamar la atención para que nadie pudiese verme los ojos. El pelo rubio no suponía un problema, pero los ojos verdes eran tan llamativos en ese mundo que cualquiera que me viera sabría al instante que era un mestizo y no un sombra de raza pura. En Ofiuco no sería raro encontrar unos ojos de color miel o amarronados, porque la gama que predominaba entre ellos variaba entre el rojo y el dorado, pasando entremedias por todos esos tonos que oscilaban entre el marrón, el miel o el pardo.

Me oculté en el primer callejón que encontré. Olía a una mezcla entre clavo, acre y algo ahumado. Los suelos de las calles eran de roca, oscuros e irregulares, igual que las paredes de los edificios, que eran altos y en su mayoría de color negro y gris. No había puertas porque no las necesitaban, aunque sí ventanas. Aunque en ese entonces desconocía que hubiese reglas, sí sabía que a cualquier sombra debía pasarle lo mismo que a mí si se teletransportaban demasiado, por lo que suponía que dispondrían de algún método que les permitiese sobrellevarlo y economizar su propia energía.

Caminar era difícil. La primera vez que fui, una de mis rodillas se clavó de golpe en el suelo de roca nada más apoyar las plantas de los pies en sus calles; la segunda vez no me pilló desprevenido y llegué al mundo con los músculos tensos. En aquel entonces, aquellas dos primeras veces que visité Ofiuco, tan solo tenía trece años, por lo que me costó algo más de tiempo comprender que se trataba de la propia gravedad del mundo, y que ese era el motivo por el que los sombra eran, genéticamente, más ágiles y fuertes que los humanos, porque las condiciones de Ofiuco los había llevado como especie a desarrollarse de esa forma.

Esto a priori puede parecer una suerte para un mestizo como yo, pero lo cierto es que en aquel entonces lo veía más como una condena, aunque nunca podré negar que siempre me gustó poder teletransportarme, curar heridas y ser tan hábil y fuerte. Aun así, a veces deseaba poder ser una persona corriente, sobre todo en los momentos críticos de mi relación con Ofiuco, Régar y otros sombra. Me costó años entender que el problema no era que yo fuera medio sombra, sino el cómo ellos entendían mi condición.

Hinqué una rodilla en el suelo y saqué mi capa y mi máscara negras de la mochila. Una vez puestas, con capucha incluida, atravesé el callejón estrecho. El suelo de roca se empinaba y me llevaba a un punto cada vez más elevado, hasta que me topé con una calle abierta a la que no me atreví a salir. Pegué mi cuerpo a una de las paredes para quedarme casi en completa penumbra y observar desde ahí el panorama. Los dos edificios que me custodiaban eran tan altos como podía serlo algún rascacielos; no contaban con escaleras que se pudieran usar para bajar y subir. Las calles frente a mí eran igual de empinadas, torcidas, irregulares, y tampoco tenían escaleras. En ese mundo nadie las necesitaba porque todos podían teletransportarse.

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