Capítulo 11

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Esa misma tarde fui al castillo. Lo cierto era que Régar me estaba dando mucha libertad, y empezaba a sospechar que se debía a que estaba demasiado ocupado con ese nuevo «Proyecto Oscuridad» y que, por algún motivo, todavía no me necesitaba. Puede llegar a parecer contraproducente que intentase librarme de ellos por todos los medios y que no aguantase más de tres días sin ir a verlos, pero me preocupaba el estado en el que podían tener a Takaishi y lo que estarían tramando. No era habitual que me dieran tantos días de paz.

—¿Nos echabas de menos, mestizo?

La sonrisa socarrona de Régar al verme me recordó lo bien que había estado hasta entonces.

—Me pareció raro que no me llamaras. Vine por si acaso.

Aunque más raro me pareció que en ese momento no volviese a meterse conmigo de alguna forma.

—Estamos ocupados con asuntos importantes y no te hemos necesitado.

—¿Puedo verlo?

—¿A quién?

—A tus asuntos importantes.

Volvió la sonrisa socarrona.

—Tengo entendido que conoces a ese chico, ¿no? Personalmente, quiero decir.

No sabía qué, pero sí suponía que estaba tramando algo, por lo que, durante un momento, no supe si debía responderle.

—Es el capitán del equipo de baloncesto de mi instituto. Apenas hemos hablado un par de veces —respondí. No quería que intentase usar a Takaishi para chantajearme.

Hizo una pausa. Me analizó hasta detenerse en mis ojos y se quedó ahí el tiempo suficiente como para que la soberbia en su rostro disminuyera. No bajé la mirada, aunque en otras ocasiones me hubiera costado algún golpe en el estómago, porque estaba convencido de que, de alguna forma, esa vez no era una lucha de poder. El plateado de sus iris titiló en medio de la oscuridad.

Régar era el único sombra que conocía con los ojos plateados.

—Será mejor que no lo veas, de momento. Tu presencia puede interferir en lo que estamos haciendo —dijo, templado.

Entonces fui yo el que hizo una pausa. Conocía bien a Régar y sabía que no me ocultaría nada para protegerme, sino al contrario; para manipularme y utilizarme de alguna forma. Por eso no estaba seguro sobre si confiar en su palabra, a pesar de que solía ser terriblemente sincero.

Creo que en ese momento pesaba más mi miedo, imaginando lo peor, que mi parte racional, así que obedecí a ese cosquilleo incesante que me revolvía las tripas y me picoteaba en la punta de los dedos.

—¿Sigue vivo? —pregunté.

Sus cejas se arquearon y, una vez más, elevó las comisuras de los labios.

—Me ofendes, mestizo. ¿Qué clase de imagen tienes de mí? ¿Crees que se me ocurriría matarlo sin darte a ti la oportunidad de hacerlo en mi lugar?

No dije nada. Esa vez sí bajé la mirada, y él rio.

—Si esto no sale como quiero, dejaré que seas tú quien se manche las manos —continuó—. Será la prueba definitiva que me demostrará si eres un sombra digno o un humano acojonado. Y además me dará la seguridad de que no harás tonterías en estos ciclos. Perdón; meses.

—¿Cuánto tiempo va a durar esto?

—Menos de cinco ciclos.

—¿Puedo conocer el plan?

—No. De momento no. Lo conocerás cuando te necesite.

Asentí sin mirarlo.

—¿Quieres algo más, mestizo?

Negué con la cabeza.

Se puso en pie de pronto, y se acercó a mí. No me atreví a mirarlo a los ojos.

Cuando su pecho entró en mi campo de visión, me dio un empujón tan suave que ni siquiera me hizo perder el equilibrio, y se puso en posición de guardia, con una pierna detrás de la otra y las rodillas flexionadas. Elevó las manos y me indicó con ellas que me acercara. Quería entrenar.

Yo no tenía ganas de entrenar, pero estaba acostumbrado a hacerlo sin rechistar, y eso hice.

Llevé una pierna hacia delante y relajé las rodillas para sostener todo el peso con los músculos de las piernas. Mantuve la cadera alineada con los hombros e inspiré hondo para obligarme a estar presente. Los entrenamientos con Régar eran peores que las misiones a las que me enviaba, así que no podía permitirme tener la mente puesta en Takaishi mientras intentaba esquivar sus puños.

Lo miré a los ojos. Él sonreía, divertido.

Desaparecí y aparecí a sus pies, con las manos apoyadas en el suelo dispuesto a hacerle un barrido con las piernas. Él dio un salto para esquivarme y, cuando volvió al suelo, estiró un brazo para agarrarme. Lo sorteé con otro teletransporte, pero volví a aparecer detrás de él y él desapareció de vuelta. Me dio en la cabeza desde atrás y me tiró al piso. Luego me pisó una muñeca con el pie para retenerme ahí.

—La cabeza fría y la sangre caliente, mestizo —dijo. Era algo que decía a menudo durante los entrenamientos—. ¿Dónde se supone que tienes la cabeza ahora?

Golpeé su tobillo con la mano que aún tenía libre, con la parte donde se unía con la muñeca, para apartar su pie y volver a teletransportarme detrás de él.

El entrenamiento continuó.

Intenté seguir sus instrucciones, responder como quería, en parte porque, en el fondo, me gustaba entrenar, y en parte porque quería terminar cuanto antes. Ese día no me sentía con fuerzas. Puñetazo por la derecha, salto, patada con el empeine, teletransporte a su espalda, codazo. Él lo paraba todo; yo esquivaba una parte de los golpes y recibía la otra.

—No pierdas velocidad. ¡Cuidado con ese brazo, Nilal! ¿Es que quieres perderlo? —Me dio una patada en los oblicuos que casi me desestabiliza. Intenté teletransportarme, pero me agarró antes del brazo, dio vueltas sobre sí mismo y me estampó contra la pared de roca—. Los músculos firmes, mestizo, a menos que busques que te maten. ¡Levántate!

Obedecí. Estaba jadeando, me dolía todo el cuerpo y ya acumulaba moratones y heridas abiertas sobre las cicatrices cerradas.

Régar apareció a mi espalda y volvió a darme una patada en los oblicuos. Aproveché para agarrarle la pierna con los brazos, lo tiré al piso de roca y le devolví la patada, esta vez en la cabeza, pero recibí de lleno su talón en mi barbilla y me mordí la lengua.

Esa fue la primera vez que acerté a darle.

Entonces me alejé con las manos en la boca mientras notaba el sabor metálico de la sangre. Él se puso en pie y se acercó a mí con lentitud.

Lo miré con la cabeza gacha y aguardé, porque intuía que el entrenamiento había terminado. No supe si esperar un halago o una bronca por haber logrado darle.

Cuando llegó a mi lado, me agarró de la nuca con una de sus manazas, y apretó con tanta fuerza que encogí los hombros hasta hacerme daño en las cervicales.

—Muy bien, Nilal —masculló—. Casi pareces un hombre. Pero la próxima vez procura no darme en la cabeza, o te arrancaré los huevos y te los pondré de corbata. ¿Me entiendes?

Tragué saliva y sangre. Asentí.

Me soltó con brusquedad y yo caí al piso, aún tratando de recuperar el aire. Supuse que aquello había sido, al mismo tiempo, un halago y una bronca.

—Disfruta de tus vacaciones —añadió— y prepárate para volver con más ganas que nunca, porque las vas a necesitar.

No le pregunté cuándo sería eso porque imaginé que la respuesta no era de mi incumbencia. Presté atención a las líneas desdibujadas, oscuras e irregulares del suelo, y escuché sus pasos alejándose por uno de los pasillos.








Sombra&Luz

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