Capítulo 3

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Solo fui consciente de que me había subido la fiebre cuando llegué al castillo. Lórman ya estaba reunido con Régar, Pyrus y un chico al que apenas había visto un par de veces antes, Prus. Lo que más recuerdo de él es el miedo que expresaban sus ojos rojos, y aquellos brazos y piernas delgados y temblorosos cuando Régar o alguno de los otros le dirigíamos la palabra. También era un sombra. No debía ser mucho mayor que yo; quizás tenía quince o dieciséis años. Por mucho que intenté comprender bien su conexión con Régar, nunca lo conseguí.

Los observé de lejos y en silencio durante casi un minuto. Quedaba poca luz en esa dimensión, y en Japón debía ser igual. Ese castillo se encontraba en un mundo que no había tenido la ocasión ni las ganas de explorar en profundidad. Solía haber vida en sus calles, pero estaban repletas de criaturas angustiadas por su propia existencia, como si respirar les doliera y alimentara su odio. Por eso no acostumbrábamos a salir del castillo. Estaba en ruinas y no era nuestro, evidentemente, pero las leyes en ese lugar se regían por las del más fuerte, y había pocos ahí que fueran más fuertes que nosotros.

Los hombres de Régar no se caracterizaban tampoco por ser valientes y honorables. Tenía entendido que solían buscar lugares en los que pudiesen hospedarse un tiempo —lugares de los que podían aprovecharse sin tener que enfrentarse a criaturas demasiado poderosas o desconocidas— y que después se marchaban. Pero yo llevaba trabajando para ellos desde que tenía seis años, y siempre habían habitado ese castillo. Imaginaba que las comodidades y la tranquilidad que encontraban ahí no eran fáciles de encontrar en otros lados, y que a ellos, como sombra criados en Ofiuco, debía resultarles agradable un lugar tan oscuro como lo era aquel, donde apenas había luz solar durante nueve horas cada tres días terrestres. Además, a Régar le venía bien estar en el trono para sentir que era dueño de su propio imperio, aunque todo lo hubiese conseguido a base de fuerza bruta y manipulaciones.

La piedra de la que estaban construidas las paredes era fría y gruesa, de un gris tan oscuro que se confundía con la noche. No había lujos entre ellas, pero el castillo era lo bastante grande como para que, a pesar de estar derruido, tuviera una buena cantidad de habitaciones espaciosas y despejadas. Los sombra podían usarlas para lo que les diera la gana, y la mayoría de las veces sin que yo pudiera enterarme de la mitad de lo que hacían aunque me encontrase cerca.

La sala en la que estábamos era amplia, probablemente la más luminosa de todo el castillo. Régar la había bautizado como su Sala Principal de Reuniones y Encuentros con las Visitas. Palabras suyas.

Él era quien reinaba en aquella banda de maleantes. Era un tipo bruto, tosco, de músculos sobradamente hinchados, piel morena y barba perfectamente recortada. Por otro lado, Pyrus era uno de sus perritos falderos, y el que más ventajas y problemas me acarreó a lo largo del tiempo. Estaba justo a su lado, de pie y de brazos cruzados, como si con su presencia pudiese asustar a cualquier enemigo que se acercara. Era probable que fuera de nuestro grupo lo consiguiera, pero entre nosotros era tan débil que no infundía ningún respeto. Sus ojos rojos solían estar siempre llenos de una rabia contenida que, en general, tenía que aguantar yo cuando explotaba, principalmente en caras largas, expresiones de odio y un bruxismo importante para no soltarme cualquier barbaridad. No por respeto hacia mí, sino porque, como decía, era el más débil del grupo. A pesar de lo corpulento que era, yo y todos los sombra que trabajaban para Régar sabíamos que bajo esa fachada de musculatura definida y algo hinchada no había más que aire. Era torpe en las peleas cuerpo a cuerpo, débil, y lo bastante tonto como para no poder convertirse en un buen estratega. No obstante, Régar necesitaba su habilidad con las manos.

Empezaron a hablar en aquel japonés precario en cuanto me vieron. Conocer otros idiomas eran habilidades propias de los sombra, que se movían entre dimensiones de forma tan habitual que era necesario aprender a comunicarse. Muchos no lo entendían, pero su propio idioma debía de haber sufrido modificaciones con el pasar de los años y la influencia de tantas culturas distintas.

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