EPÍLOGO

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Fuera, en la calle, nevaba. Nueva York estaba preciosa en esa época del año. Habían montado la pista de patinaje sobre hielo del Rockefeller Center, junto a uno de los árboles de navidad más grandes de la ciudad, iluminado con miles de millones de lucecitas.

Las calles estaban igual, repletas de luces y parecía que todo el mundo era feliz. Los jefes daban vacaciones a sus empleados, estos recibían una cesta de parte de la empresa por navidad, por las calles solo veías a gente sonriendo, dando limosnas a los Papás Noeles que tocaban la campanita.

Miré mi mano izquierda y lo vi ahí, un anillo resplandeciente. No, todavía no nos habíamos casado.

Paige corría feliz por el apartamento, con el juguete que le había traído Papá Noel. Le estaba siendo difícil hacerse a la idea de que su madre ya no estaba, pero parecía haberme tomado de ejemplo para ello, yo era lo más parecido a un modelo femenino que tenía. Mientras, él le daba el biberón al bebé, que apenas había nacido hacía cuatro meses.

Era diciembre, una de mis épocas favoritas. Navidad me hacía sentir como si estuviese plena, me hacía olvidar el vacío que tenía en mi interior, que poco a poco se había estado haciendo más pequeño.

Al volver a Nueva York, le dije que necesitaba mi espacio, que necesitaba estar sola un tiempo y pensar. Lo entendió y lo llevó de la mejor forma posible. Él me cedió el apartamento y se alquiló otro para él y los dos niños. Muchas veces le ayudaba con Paige y Noah, como quiso que lo llamásemos su madre antes de fallecer.

Decidí continuar mi camino de descubrimiento y tener objetivos diferentes para mi vida. Olivia continuaba con su trabajo fijo en su propia consulta de psicología, pero su pasión siempre había sido cualquier tipo de arte así que, con sus ahorros y un poco de los míos, decidimos ser independientes y montar una galería. Yo estaba bastante desaparecida de esa puesta escena, pero hacía mi aparición en alguna que otra exposición.

Él decidió acompañarme, no me negué. No es que no siguiésemos juntos, simplemente éramos dos amigos que habían decidido posponer sus vidas y ayudarse mutuamente.

Ya había empezado a llegar gente cuando, con una copa de frizzante en la mano, me dediqué a mirar las obras. No había tenido tiempo de revisar los cuadros, eso era una tarea que siempre hacía Olivia.

Era una mezcla de diferentes artistas. Había de todo, retratos de paisajes, de personas, de dibujos abstractos, de dibujos geométricos...

Giré a la derecha y abrí los ojos de par en par, lo vi. Era yo, ¿cómo que era yo? Me acerqué a ella. Era preciosa.

Me quedé sin aliento, ¿quién me había pintado? Creía saber quién, pero no quería aceptarlo.

Admitir que Marco me había pintado significaba tirar por la borda meses de contacto cero. No lo había olvidado, era difícil. Eso que me dijeron de que cada día que pasa lo piensas un poco menos no es verdad. Llevaba seis meses sin saber nada de él y lo pensaba como el primer día. Había días que estaba muy ocupada y se hacían más fáciles, pero no podía no pensar en los días en los que lo único que pasaba por mi mente era nuestra historia, cada noche, cada esquina donde nos besamos, cada viaje, cada día compartidos. Tampoco dejaba de pensar en nuestro último encuentro en la boda de mi madre, cuando me dejó. Me dijo que era libre, pero para nada me sentía así. Me sentía atada a él. Aunque intentara escapar, lo encontraba en mis pensamientos, en cada uno de mis sueños.

Las primeras semanas dejé de dormir, no podía soportar que su cara apareciese cuando cerraba los ojos. Su rostro aparecía como si estuviese grabado a fuego en mis pensamientos. Cada noche se convertía en una lucha interminable entre el deseo de volver a verlo y el dolor de su ausencia.

El vacío en mi pecho no había disminuido desde aquel día, simplemente había aprendido a convivir con él. Los ataques de ansiedad se habían convertido en un constante, hasta tal punto de no poder salir a la calle.

Las semanas posteriores tampoco fueron mejor, pero al menos ya me permitía asistir a algunos actos con un pequeño número de asistentes, como la exposición de esa noche.

Leí el rótulo de una de las obras en las que aparecía yo: "del día en el que supe que te quería para siempre".

Verme retratada en esos lienzos me hizo revivir cada sentimiento en mi interior. Me había pintado, ¿por qué no me había dicho nada? Se creía con el derecho de pintarme sin mi permiso y, para colmo, exponerla.

Me había costado mucho sudor y lágrimas intentar entender que hay amores que son pasajeros y que solo los viven para que te enseñen algo, pero al final no se acaba juntos.

Avisé a Oli de que necesitaba un momento. Cogí mi gabardina, mi bufanda y mi gorro y salí a la fría ciudad de Nueva York, con la intención de poder respirar algo de aire, todo el necesario para que mi corazón dejase de ir a mil por hora.

Paseé bajo las luces navideñas de la ciudad que nunca duerme. ¿Qué derecho se creía que tenía para exponerme? Y, sobre todo, ¿que me quería para siempre? Claro, por eso me había dejado ir tan fácilmente.

Cuando llegué a Times Square, estaba llena de gente. Ya habían colocado la mítica bola gigante para Nochevieja. Estaba todo precioso, pero el ambiente se había empezado a volver pesado, me costaba coger aire. Otra vez.

Elevé la mirada y, tras poco más de medio año, lo avisté a lo lejos. Parecía una ilusión óptica: Marco.

Pude volver a respirar.

Un verano para renacerDonde viven las historias. Descúbrelo ahora