. . O11 ; ¿me quieres, yeon-ye?

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La lluvia caía pesada sobre su cuerpo frío y tembloroso, manchando sus ropas de tierra húmeda y congelando su piel. Se encontraba tirada sobre una lápida grisácea en posición fetal y su mente no le permitía razonar más allá de sus propias emociones.

Su corazón estaba destrozado como una muñeca de porcelana, con la única diferencia de que al primero no lo puedes reparar tan solo con gotitas de pegamento.

Haneul por un momento sintió como si su cuerpo se quebrara, como si pequeñas grietas se dibujaran alrededor de su piel, resultándole imposible levantarse. En otras circunstancias, quizá habría escuchado aquella vocecita interna reprendiéndola por ese comportamiento suyo e incitándola a ponerse de pie, pero no fue el caso. Solo había silencio. Sus ojos estaban fundidos en las crueles palabras que decoraban la tumba de Yeon-ye y pudo sentir una risita agria quemar su garganta al notar las flores coloridas luchar por no caerse con la lluvia.

Yeonjun odiaba las flores. Las destrozaba. Quebraba sus ramitas y deshojaba sus pétalos por diversión. Porque aborrecía su aroma y sus significados rebuscados, su fragilidad y el hecho de que pretendieran ser tratadas con delicadeza en un mundo cargado de crueldad. Y detestaba mucho más el hecho de que Haneul le expresara cuanto amaba las flores y la ilusión que le haría recibir alguna vez un ramo suyo en el sentido más romántico, cuando el romanticismo ya no existía. Llevaba décadas muerto.

En el fondo, Haneul sabía que la odiaba también cuando le recordaba lo ridícula que se veía con esos vestidos coloridos y acampanados y ese maquillaje de princesa. Porque se veía como una flor. Una flor que había terminado en las manos equivocadas. Ahora sus pétalos yacían regados alrededor de su lápida, de sus ramas habían crecido espinas y se estaba marchitando por dentro.

Allá a lo lejos, un auto frenó bruscamente frente al cementerio, estacionándose con torpeza. Minho bajó del carro rápidamente, corriendo hacia el interior del camposanto al distinguir una silueta tirada en el suelo. Las nubes grisáceas volvían más sombría aquella escena y pronto caería la noche.

—¿Haneul? —preguntó, antes de tirarse de rodillas sobre el suelo para tocarle suavemente el hombro. Lucía tan pequeña y frágil que incluso temía rozarle con demasiada fuerza la piel. La mujer no dijo nada, sus ojos estaban enterrados en la lápida, como si en cualquier momento esta fuera a hablarle. —Haneul vamos...tenemos que ir a casa.

—¿Qué es una «casa»? —divagó inocentemente. Minho suspiró.

—Es el lugar al que corres cuando las cosas se ponen feas para mantenerte a salvo —explicó pacientemente.

—Yo no tengo una —arrastró bajito las palabras, sin detenerse a mirarlo.

—Todos tenemos una, muñeca —respondió él. —Mira, si tú no tienes una casa, yo mismo me comprometo a construirte una con mis propias manos, ¿de acuerdo?

La chica no dijo nada, solo parpadeó, como si le costara enormemente procesar la información. Minho suspiró, tocando su frente suavemente para comprobar su temperatura y notó que algo andaba mal. Debía estar enferma.

—Hay que irnos, ¿puedes moverte? —al no recibir respuesta, alargó sus manos hacia sus hombros, recibiendo un manotazo en respuesta. —Haneul... —insistió, pero la chica siguió golpeando al aire débilmente, a la defensiva.

Hiedra venenosa. Una rosa que se esconde tras sus espinas para evitar ser destrozada de nuevo.

Pero a esas alturas de su vida, a Minho ya no le importaba espinarse. Incluso quizá se había vuelto inmune al dolor. Así que le importó poco la resistencia de Haneul, la cargó entre sus brazos intentando ser lo más cuidadoso posible y la llevó a casa. A «su» casa.

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