DIECIOCHO

69 16 5
                                    

DIECIOCHO

El chillido metálico de una puerta abriéndose desencadenó una respuesta inmediata en el hombre que descansaba sentado en el oscuro, mohoso y caluroso calabozo. Descubrió su rostro, sus orejas se echaron hacia atrás, sus pupilas se dilataron, su espalda se enderezó y sus gigantescas alas resintieron el frío y tensión de las cadenas que las envolvían.

A su derecha, en la esquina superior del calabozo, estaba el único colchón; era uno fino que apenas cumplía su función, pero al fin y al cabo era mejor que dormir sobre el suelo. Sobre el mismo, entre él y la pared, un delgado cuerpo de blanca cabellera dormía mientras que el alado se mantenía alerta, velando en todo momento.

Según sus metódicos cálculos, no llevaban más de seis días ahí dentro. Medía el tiempo según la cantidad de comida que les era depositaba y la regularidad con la que vaciaban el balde en la otra punta del calabozo. Siguiendo el sonido de las puertas, disuadió que más allá del calabozo había otro relevo de seguridad. Una medida para evitar que, en caso de fuga, no pudieran traspasarla. El primer chirrido de metal provino de la segunda celda, pero ésta vez sus alas se estremecieron, indicándole que no era hora de su alimento y tampoco del vaciado del balde.

Con sus irritados ojos fijos en la puerta de su prisión, deslizó con lentitud su trasero hasta dejarlo pegado al colchón, junto al hombre que descansaba, ajeno al peligro que se avecinaba. Sus alas, envueltas por anchas y pesadas cadenas, se mantenían tensas a pesar del dolor que le provocaban. No podía despegar ni una sola pluma con el metal rodeándolo, pero aun así no perdía las esperanzas.

Finalmente la puerta se abrió y una masa oscura arrojó a una chica dentro para próximamente volver a cerrarla de un portazo. Ante el estruendo, Dabi se levantó del colchón como si tuviera resortes por debajo mientras que Hawks se lanzó sobre la muchacha aterrorizada, siguiendo su entrenamiento como si su instinto se tratase.

—Oye, oye —la llamó, llevando sus sucias manos a las blanquecinas y empapadas mejillas. La chica debería tener alrededor de diecisiete años. Su cabello era rubio, sus ojos acaramelados y su nariz regordeta y colorada. Ríos de lágrimas se derraban del caramelo de sus ojos e hipidos nacían de sus mordisqueados labios. Un prominente hematoma ganaba terreno en uno de sus ojos.

—No debo estar aquí —sollozaba, escondiendo su rostro entre sus manos, rechazando los intentos de Hawks para consolarla—. D-Debo estar con mi mamá en el Templo de los Dones, ¡no aquí! ¡N-No hice nada, s-siempre fui bu-buena!

—Shhh. Tranquila. Verás que todo saldrá bien —la obligó a alzar la barbilla y mirarlo, y el cambio fue inmediato. Su llanto se detuvo y la desesperación desapareció para ser reemplazada por una fe ciega.

Hawks sintió que había tragado una piedra y la misma quedó estancada a medio camino en su garganta.

—Por los Dones... ¡El mismísimo Hawks vino a rescatarme! —Exclamó, irguiéndose para envolver el entrenado cuerpo entre sus flácidos brazos, dignos de una adolescente que no practicaba ningún deporte—. ¡Mi mamá notó mi ausencia y envió al número uno!

El adolorido corazón de Hawks se quebró a la mitad, quedándose mudo entre los débiles brazos, con sus magníficas alas atadas a su espalda. No tenía el estómago suficiente para romper el encantamiento, para decirle la mortífera verdad a la inocente muchachita. ¿Cómo podía decirle a la cara que él no estaba allí para salvarla, sino que era su compañero de celda? ¿Cómo...?

—Nadie vino a rescatarte —la seca voz de Dabi sonó por el calabozo, escupiendo la verdad que él nunca podría haber dicho. La aterrada adolescente deshizo el abrazo y los acaramelados orbes se anclaron en los dorados, rogando para que desmintiera lo dicho por el desconocido.

𝐉𝐔𝐃𝐀𝐒 [𝐀𝐢𝐳𝐚𝐰𝐚 𝐒𝐡𝐨𝐭𝐚]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora