VEINTIDOS

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VEINTIDOS

Recuperó la conciencia de repente, sin pasos previos o estaciones. De un momento a otro, cesó de hallarse en la nada para quedarse con sus ojos abiertos de par en par y un inconfundible rumor en la base de su cabeza. Le recordó a la sensación de salir del agua de la pileta después de haber creído que se quedaría sin oxígeno: una tan cruda, repentina y abrumadora que terminaba por sorprenderte a la par que te aliviaba.

Tardó en comprender en dónde se hallaba, con quién y en qué parte del tiempo. Por unos instantes que se sintieron eternos pensó estar en su hogar, oyendo la voz de su madre clamando su nombre una y otra vez, angustiada y desesperada después de que su marido hubiera hecho de las suyas con su rebelde hija menor. Creyó haber recibido una paliza más de su temido y cobarde padre, Boris Elenio, pues al menos se sentía como tal.

Cada músculo suyo se retorcía del dolor, su piel le ardía, sus ojos lloraban, le costaba respirar ya que cada bocanada de aire se sentía como una de ácido y, por más de esforzarse, no podía razonar en dónde estaba.

Tibias tiras de sangre se deslizaban por sus oídos hasta resbalar por su cuello, algunas encontrándose con sus clavículas. Sus brazos palpitaban, sobrecargados por la tensión, mientras que en sus piernas apenas sentía un delicado hormigueo, como pequeños alfileres que no llegaban a penetrar su piel, pero sí punzarla.

¿Volvió a llegar tarde a su casa? ¿Apareció con un nuevo tatuaje? ¿Su padre oyó a sus compañeros de trabajo hablar de ella y su aspecto? ¿Regresó a su hogar después de semanas desaparecida? ¿Boris conoció la pinta de sus amigos? ¿Su hermano se fue y ella fue castigada por no detenerlo?

Los gritos de su madre no se detenían, le martillaban la cabeza y le reventaban los oídos. Cecily tenía pulmones de acero, inquebrantables e inacabables. Sus gritos eran constantes, repetitivos. Sonaban, se detenían por unos breves instantes, y volvían a empezar.

—Para, mamá —balbuceó, retorciéndose en su sitio. Su garganta estaba tan seca y afónica que no reconoció su voz por más de oírse—. Me estás lastimando. Deja de gritar. Papá no me mató. Cálmate, por favor. Lamentablemente estoy viva.

Pero Cecily estaba imparable, perdida en su temor por verla tan malherida, y sus gritos continuaban a pesar de sus súplicas y reafirmaciones. Beth, cada vez más adolorida e impaciente, se esforzó por enfocar su visión. Tal vez, si hacía contacto visual con ella, le creería cuando dijera que no estaba muerta. Sin embargo, al concentrarse en su alrededor, reconoció que no estaba en su hogar.

De hecho, no estaba en ninguno. Se encontraba una carretera en medio de la jodida nada, rodeada de pasto verde y algunos faroles de luz, apagados pese a que el sol comenzaba a ocultarse y gruesas nubes los alcanzaban a la distancia.

Más confundida que antes, y aun luchando contra el rumor que sólo se intensificaba en su nuca, intentó erguirse, más una descarga cruda de dolor se inyectó en su columna vertebral. Soltó un aullido desde el fondo de su pecho, expulsando una enésima parte del abrumador dolor que la dejó viendo las estrellas, y de inmediato se dejó caer.

No quería volver a moverse, volver a sentir aquél dolor desconocido pero voraz. La sola idea de mover un único dedo y arriesgarse a pasar por aquella tortura de nuevo la aterraba hasta la médula, la hacía temblar.

No estaba recostada en el suelo de su hogar, tampoco en el pavimento, sino que sobre el capó del auto de la agencia que Shinso Hitoshi quitó en algún momento del día. Su cuerpo atravesaba el parabrisas estallado, sus piernas reacias en la parte interior mientras que su torso sobre el metal, desparramado como un animal atropellado.

𝐉𝐔𝐃𝐀𝐒 [𝐀𝐢𝐳𝐚𝐰𝐚 𝐒𝐡𝐨𝐭𝐚]Donde viven las historias. Descúbrelo ahora