Después de que el aeroplano rodara hasta detenerse en el
prado de una granja de caballos, Seward se desató, bajó tambaleándose y besó el suelo.
-No voy a volver a volar mientras viva -dijo temblorosamente al tiempo que el motor se silenciaba.
Levantó la mirada para ver a Henri Salmet bailando sobreel fuselaje como un niño en la mañana de Navidad.
-Calculo que hemos volado cuatrocientos kilómetros desde
que hemos repostado -gritó-. ¡Lo hemos conseguido! -Henri empezó a calcular en voz alta-. A ver, ¿hasta dónde se puede
llegar desde París con cuatrocientos kilómetros de recorrido?
-Creo que a Londres -dijo sombríamente Seward, pensando en su hogar al tiempo que recogía su maletín de médico.
-Ahora que sé a ciencia cierta que mi Blériot puede recorrer
esa distancia, volaré a Londres y pediré a la prensa que me reciba allí para documentar que seré el primer hombre que cruza el
canal de la Mancha y vuela desde Londres a París. ¡Seré très fameux! He de darme prisa para ir a la ciudad y comprar muchopetróleo. Por cierto, ¿cómo diablos voy a traerlo hasta aquí?
-Muchas gracias por todo, Henri -dijo Seward, forzandouna sonrisa.
-Bon chance, mon ami.
Henri besó a Seward en ambas mejillas y le estrechó la mano.
Seward se quedó mirando a Henri, que corría hacia el camino. Sabía que bien podría ser la última vez que viera el rostroalegre de su amigo. No se le ocurrieron palabras más elocuentes, así que se conformó con una despedida simple y gritó
mientras le decía adiós con la mano: -Adiós, viejo amigo.
Seward se volvió hacia el lado contrario y miró su reloj de
bolsillo. Apenas le quedaba tiempo para regresar a su habitación, recoger su arsenal y dar media vuelta para dirigirse alteatro. Se encontraría con Báthory y sus arpías completamente armado. El sol continuaba poniéndose, y Seward se detuvo a
mirar el color magnífico del cielo. Durante mucho tiempo no
había sabido valorar ese espectáculo de la naturaleza, y había
vivido solo en la oscuridad. Esa noche estaba contento, de un
modo u otro, por fin disfrutaría junto a Dios en su luz.
Quincey llegó temprano al Odéon para comprar su entrada
y se tomó su tiempo paseando por el vestíbulo del viejo teatro.
Todas las paredes estaban adornadas con bustos, medallones yretratos de actores. Se embebió de todos ellos. Reconoció un
gran retrato de Sarah Bernhardt montado en un marco de hojas doradas. Debajo de la foto estaba su nombre y el título: La
reine de l'Odéon. Quincey se detuvo ante la fotografía de sir
Henry Irving, tomada durante su producción itinerante de
Hamlet. La mayoría de los críticos consideraban que Irving era