Eran las nueve menos veinte. Sólo habían pasado dos minutos desde que Quincey había mirado por última vez la hora en
su reloj de bolsillo. El telón tenía que alzarse a las ocho en punto, y el público se estaba impacientando. Quincey, que había
estado trabajando en un teatro, era consciente de todas las posibles complicaciones que podían retrasar la subida del telón.Pensamientos terroríficos se abrieran paso en su mente. ¿Y si
Basarab no podía actuar? Tal vez estaban adecuando la ropa
de Basarab para que se la pusiera algún pobre actor suplente.
En circunstancias normales, supondría un golpe de suerte para
el suplente, pero esa noche la gente había pagado para ver a Basarab. Un sustituto sería muy mal recibido. Si el actor no podíaactuar, todo habría sido en vano.
Un caballero se quejó a su esposa en francés, el idioma queQuincey ya dominaba:
-Este Basarab es tan malo como esa mujer inglesa, Sarah
Bernhardt. Asistí a una actuación suya en la que empezó casiuna hora tarde. Un francés nunca...
Quincey estaba a punto de salir en defensa de los actoresbritánicos cuando las luces se apagaron sección a sección y el
teatro quedó sumido en la oscuridad. Quincey esperaba que se
iluminara un foco, pero no ocurrió nada. El público estaba nervioso en sus asientos. Siguió sin ocurrir nada. Quincey aguzóla vista con la esperanza de ver en la oscuridad.
Sin ninguna advertencia, una voz suave de barítono reverberó por aquel teatro con aspecto de Coliseo:
-Ya el invierno de nuestro descontento es verano radiante con este sol de York. Se encendió una única luz, que iluminó el pálido rostro deBasarab desde abajo con un brillo fantasmagórico. Sus penetrantes ojos negros miraban al público desde debajo de unas
cejas oscuras. Quincey estaba asombrado por la impresionante
transformación del atractivo actor en el espantoso Ricardo III.
Por supuesto, iba completamente vestido de negro, con el brazo izquierdo atrofiado y una joroba en la espalda. A pesar delpesado vestuario, sus gestos y su tono no dejaban lugar a dudas de que la figura que estaba sobre las tablas era la de un
aristócrata.
-Mas yo, que para los juegos galantes no estoy hecho, ni para cortejar a un espejo amoroso...
La luz del escenario poco a poco fue ganando brillo. Quincey veía el dolor en los ojos de Basarab. No estaba simplemente recitando las palabras de Shakespeare, sino más bien presentando la idea y el significado que había tras ellas.
-No tengo más fruición que el pasatiempo de ver mi propia sombra bajo el sol y disertar sobre mis deformidades.
Basarab se detuvo, centrando su atención en uno de losasientos. Quincey miró, reconociendo inmediatamente a la
mujer de esmoquin del vestíbulo.