capitulo 9

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Antoine llevó apresuradamente a Quincey a la salida del

teatro, donde el joven se quedó pasmado al ver el cuerpo destrozado de un hombre que yacía sobre los adoquines en medio

de un charco de sangre. Los peatones corrían, llamando a la Policía y a un médico.


-Dios mío -dijo Quincey-, ¿qué ha ocurrido?


Sonaban silbatos desde todas las direcciones cuando los policías se dirigieron hacia el escenario de la tragedia. Antoine

empujó a Quincey por los escalones, tratando de hacerle salir


lo más rápidamente posible.


-Al parecer, un hombre enloquecido atacó a dos mujeres


en el teatro.


Quincey vio a un vagabundo que se agachaba a hablar con

el hombre herido en la calle y se alarmó al ver que cogía el reloj de la víctima y echaba a correr.


-¡Al ladrón! -gritó sin pensar, y cargó tras el hombre,

apartando a Antoine.


Era demasiado tarde. El ladrón había huido calle arriba y


estaba lejos del alcance del joven. Quincey, nervioso tras perder la ocasión de completar aquel acto de heroísmo, se vio obligado a unirse a otros peatones que, afables, señalaban al ladrón


a los policías que llegaban. Poco después, dos policías habían


dado caza y aprehendido al vagabundo, y habían recuperado el

reloj de plata.


Antoine agarró a Quincey del brazo, apartándolo.


-El señor Basarab me encargó que le llevara sano y salvo


a la Sorbona. Venga conmigo ahora mismo, joven; éste no es


sitio para usted. Como Antoine, Quincey no se atrevería a desobedecer los

deseos de Basarab. Mientras corrían entre la multitud, susurró.


-¿Y el señor Basarab?


-Sin duda no puede esperar que un famoso hombre público como Basarab sea visto cerca de semejante tragedia. Piense

en su reputación.


Quincey asintió con la cabeza, pero no pudo evitar preguntarse lo que había ocurrido realmente entre bastidores y por

qué el gran actor se había quedado atrás cuando aún podía haber peligro. Los gendarmes ya estaban despejando la zona, intentando dejar espacio para respirar al hombre herido. Quincey miró atrás y finalmente logró atisbar el rostro de la


víctima. El hombre le parecía extrañamente familiar.


Levantando la mirada al cielo, Seward se dio cuenta de que


ya no sentía más dolor. Con su último aliento, murmuró una


única palabra:


-Lucy.


El carruaje negro sin cochero corría junto al Sena por el

puente del Boulevard du Palais. La Ciudad de las Luces destellaba en la noche. Los poetas habían escrito que cuando esas luces brillaban: «París es la ciudad de los amantes». Pero Báthory


había vivido lo suficiente para saber que aquel destello era sólo una ilusión, como el amor mismo.


La condesa Erzsébet Báthory se había convertido en la servicial estudiante de su tía Karla, haciendo cualquier cosa que


Karla le pedía por miedo a que la instrucción pudiera terminar.


Sin embargo, cuando la condesa admitió quién era y se sintió


feliz al fin, a salvo y satisfecha, se dio cuenta de que podía encontrar más placer con alguien de su propia edad, en particular

Ilka, la cocinera. Ilka era joven, hermosa, inocente y dulce. Y lo

que era más importante, Ilka siempre hablaba del futuro, a diferencia de Karla, que solía morar en el pasado. Con Ilka, Bathory tenía a alguien con quien compartir su energía juvenil,


con quien correr por el campo y buscar aventuras. Báthory no le deseaba ningún daño a su tía y justificaba la aventura por su


fe en la recién hallada filosofía de que el amor nunca podía

equivocarse.


La tía Karla empezó a sospechar de ella y se enfrentó a Ilka.


Cegada por los celos y la rabia, acusó a la cocinera de ladrona y


se ocupó de que fuera ahorcada por sus crímenes. Cuando Báthory se vengó vetando a Karla de su cama, su tía delató el paradero de Báthory a su familia.


Días después llegó una escolta armada. Cuando Báthory se


resistió, la ataron y la amordazaron; encapuchada la subieron a

lomos de un caballo. Le dijeron que su familia la enviaba de

nuevo con su marido para que cumpliera con los votos de su


matrimonio y diera un heredero al conde Nádasdy.


Fue entonces cuando Báthory llegó a creer que el amor era

sólo una ilusión temporal creada por Dios para acumular más


sufrimiento sobre sus hijos.


Al contemplar ahora la llamada Ciudad de los Amantes


desde el carruaje sin cochero que se alejaba del Théâtre de l'Odéon, Báthory juró que algún día quemaría todo París y pisotearía las cenizas con sus botas.


Apartó la mirada del pequeño resquicio que había en las

cortinas que cubrían las ventanas del carruaje.


-Hemos de acelerar nuestro plan.


-Su trampa fue ingeniosa, señora -dijo su compañera de


cabello claro con un atisbo de preocupación en la voz.


-Ahora, el cazador de vampiros está muerto y nunca podrá revelar lo que vio en Marsella -añadió la mujer de blanco

de cabello oscuro, frunciendo su bello entrecejo.


-Lo conocía -replicó Báthory-. Sólo era uno de ellos.


Ahora, vendrán los demás. Hemos de golpear primero.

dracula el no muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora