Aunque Seward se volvió para no verlo, no pudo sofocar los gritos. Se aferró a la cruz que llevaba al cuello; pero eso no le alivió. Su instinto le decía que corriera a salvar a la desdichada joven, aunque seguramente habría sido una decisión imprudente. Un anciano no era rival para aquellas tres mujeres.
Lo descuartizarían.
«No importa lo que vea o sienta, nada debe distraerle de su deber», habían sido las últimas palabras del Benefactor. Seward finalmente se armó de valor para mirar otra vez a través del cristal la depravada locura que estaba desencadenándose en la villa. Báthory mantenía un ritmo constante y el látigo con punta de metal silbaba en el aire. La fuerza de cada golpe provocaba que su joven víctima se balanceara como un péndulo. La
sangre manaba ahora a borbotones. Las mujeres de blanco, entre tanto, estaban tumbadas en el suelo debajo de ella, con las bocas abiertas para acoger las preciosas gotas escarlata que
caían como una suerte de lluvia infernal.
Seward sabía que estaba siendo testigo de una auténtica locura. Cuando saliera el sol, aquellas tres criaturas yacerían en sus ataúdes, dormidas y vulnerables, y sería su única oportunidad de liberar al mundo de su maldad. Clavaría la hoja chapada en plata en sus corazones, las decapitaría, llenaría sus bocas de ajos y quemaría sus restos.
Aun así, Seward se sentía atormentado por la culpa de permanecer impasible mientras torturaban a aquella chica inocente. Cerró el puño en torno al cuchillo, apretando hasta que res-
balaron gotas de sangre entre sus dedos. Si no podía salvar a la
joven de su dolor, al menos podía compartirlo. Los gritos de la chica se habían acallado por fin, pero el eco continuaba inquietantemente en su cabeza, evocando recuerdos dolorosos de
la segunda muerte de Lucy. Una muerte en la que Seward había participado. Una vez más, los recuerdos se agolparon en su
mente: la ira que había sentido en la profanación de la tumba de su amada; el asombro de descubrir su cuerpo aún caliente y sonrosado, aparentemente lleno de vida; la visión de Arthur
clavándole la estaca en el corazón, mientras la criatura con el
aspecto de Lucy gritaba de un modo espeluznante; y las lágri-
mas que había derramado al llenar de ajo la boca del monstruo y sellar la tumba de una vez por todas. Sin embargo, ninguna
de aquellas emociones le causaban tanta vergüenza como la
que había escondido todos esos años, incluso de sí mismo: la
satisfacción secreta de ver que Arthur perdía a Lucy. Si Seward
no podía tenerla, al menos nadie lo haría. Era un sentimiento
horrible; se decía a sí mismo que tenía bien merecido cada pedazo de oscuridad que había caído sobre su vida después de eso.
Aceptar aquella misión final era su acto de contrición.
El repentino silencio lo devolvió al presente. En el salón de
baile de abajo, la mujer joven se había desmayado por el dolor.
Su corazón aún latía, todavía no había muerto. Báthory dejó
caer el látigo, tan enojada como un gato cuando el ratón no quiere jugar más después de que le partan el cuello. Seward
sintió una humedad caliente en el rostro y se tocó la mejilla sólo para darse cuenta de que estaba llorando.
—¡Preparad el baño! —ordenó Báthory.
Las mujeres de blanco propulsaron a la joven por el riel
del sistema de poleas, y de este modo la transportaron a otra
sala. Báthory se volvió para seguirlas. Pisó a propósito la
cruz dorada, giró el pie y la aplastó bajo el tacón. Satisfecha,
pasó a la sala contigua, y se quitó la ropa prenda a prenda por el camino.
Seward se asomó por el balcón para averiguar si había otra
ventana que diera a la sala adyacente. La lluvia tamborileó hasta cesar. Su estruendo ya no ocultaría sus pisadas en las tejas de arcilla. Lentamente y con precaución pasó por el tejado hasta colocarse a la altura de la siguiente ventana y se asomó. El sis- tema de poleas terminaba justo encima de una bañera de esti-
lo romano. Decenas de velas iluminaban ahora la imagen de Báthory quitándose delicadamente las bragas. Seward tuvo por
primera vez una imagen nítida de ella, en su total desnudez.
No se parecía en nada a las prostitutas que había encontrado en las habitaciones de citas de los burdeles del distrito de Camden.
Las curvas libertinas de su cuerpo, blanco y suave como la porcelana habrían distraído a la mayoría de los observadores de
tal forma que no se hubieran fijado en la crueldad calculadora
de su mirada, pero no a Seward. Él ya había visto antes una mirada como esa. Ahora bien, nada en el funesto pasado del doctor podía haberlo preparado para la macabra escena que presenció a continuación. La joven mujer, de cuya garganta surgían conmovedores gritos ahogados estaba suspendida sobre el borde de la bañera de mosaico vacía. Báthory estaba de pie en el suelo de la bañera; con los brazos estirados, el cuello arqueado hacia atrás magníficamente desnuda. Colocó las palmas hacia arriba.
Era una señal. En ese instante, la mujer de blanco de cabello os-
curo rajó con la uña la garganta de la joven y la empujó hasta el
extremo del riel, justo encima de donde esperaba Báthory. Se-
ward vio los colmillos en la boca abierta de par en par de Báthory
cuando ésta se bañó orgásmicamente en una lluvia de sangre.
«Al Infierno.» Los pensamientos de Seward se encendieron
al buscar en el doble fondo de su bolsa de médico una pequeña
ballesta y cargarla con una flecha de punta plateada. Si esa decisión impetuosa tenía que costarle la vida, que así fuera. Mejor estar muerto que permitir que esa maldad perversa continuara un segundo más.
Seward colocó la ballesta entre los barrotes de hierro forjado, apuntó y se preparó para disparar a Báthory. Fue entonces cuando divisó algo. Sus ojos se abrieron desmesuradamente.
Había un gran cartel sobre el escritorio, junto a la ventana. El cartel parecía brillar de un modo inquietante, como si estuviera pintado por la luz de la luna. Las grandes letras en relieve
rezaban:WILLIAM SHAKESPEARE
VIDA Y MUERTE DEL REY RICARDO III
7 DE MARZO DE 1912
THÉÂTRE DE L’ODÉON
RUE DE VAUGIRARD, 18
TEL. 811.42
8 HORAS
PARÍS, FRANCIA
PROTAGONIZADO POR EL ACTOR RUMANO BASARABSeward retrocedió involuntariamente un paso, olvidando la
pendiente del tejado. La teja que tenía bajo sus pies se quebró, resbaló y se hizo añicos en el pasillo adoquinado. Se quedó paralizado.
En el gran salón de baile, la rubia mujer de blanco se volvió al oír el sonido del exterior. Voló a la ventana para examinar el horizonte con ojos desalmados en busca de algún signo de vida. No vio ninguno. Amparada por las sombras, fue hacia el la-
do exterior de la casa donde se había producido el sonido. Tampoco esta vez vio nada. Estaba a punto de regresar a la villa
cuando se fijó en la teja rota en el suelo, manchada con una gota de sangre fresca. Sangre humana. Su aroma acre era inconfundible. La probó ansiosamente y la escupió de inmediato. La sangre estaba contaminada de sustancias químicas.
Con agilidad de reptil escaló el alto muro para seguir inspeccionando los balcones y techumbres. En el tejado del porche, localizó un cuchillo de plata bajo una de las ventanas. Sólo un cazador de vampiros inexperto sería lo bastante ingenuo
para llevar un arma con filo de plata.
Pero la mujer de blanco sabía que su ama ya no estaba a salvo. Tenían que huir de Marsella esa noche. Rápidamente se precipitó hacia la casa.Seward sabía que Báthory y sus banshees no se quedarían en Marsella esa noche. Sin duda, huirían a París y, por el aire, los muertos viajan deprisa. Sin embargo, gracias al anuncio que había visto, Seward comprendió una vez más que contaba con ventaja. Conocía los planes de las mujeres. La noche siguiente, la condesa Báthory y sus compañeras estarían en el teatro. Se concedió una sonrisa triste. «Allí será donde se librará la batalla.»