-¿Cuánto tiempo pensabas
esconderte en estos ridículos matorrales, amor mío? -dijo Mina. Lo miró directamente, como si pudiera ver a través de la espesura. Tratando de no engancharse en un cardo, Quincey emergió lentamente de
entre los setos. -He visto el automóvil de mi padre. Estaba esperando a que se fuera
-replicó, sacudiéndose el polvo del abrigo-. ¿Cómo sabías que estaba aquí? -Soy tu madre, tonto -dijo Mina, riendo. Le dio un gran abrazo y luego lo separó para volver a mirarlo-. Ha pasado mucho tiempo. Deja que te vea bien. Te he echado de menos. -Yo también te he echado de menos, madre... -Quincey hizo una pausa. Ella vio que había estado llorando-. ¿Qué pasa? ¿Qué ha ocurrido?
-No has de preocuparte por mí. - Se quitó unas hojas del pelo.
-¿Es papá? ¿Ha estado bebiendo otra vez? -Por favor, Quincey, esto es muy irrespetuoso.
-Lo siento, mamá.
-Entra. Me alegro de verte, mi atractivo jovencito. Tienes pinta de no haber probado una comida decente en semanas.
En los tres años que Quincey llevaba fuera, había viajado por todo el Reino Unido e Irlanda con su espectáculo itinerante hasta que el último años se había quedado atrapado en París. Había experimentado mundos completamente opuestos. Entrar en la casa en la que había crecido fue una experiencia surrealista.
El familiar vestíbulo le hizo sentirse como si el tiempo se hubiera detenido.
Veía la barandilla de la gran escalinata por la que tanto le gustaba deslizarse de niño, pese a las advertencias de su
padre de que se haría daño. Quincey se asomó a la sala. Todo estaba exactamente como la última vez que lo había visto, era casi como si nunca se hubiera ido. Allí estaba el juego de té favorito de su madre, con los periódicos matinales apilados cerca. Quincey reconoció el decantador de cristal de su padre medio lleno con su whisky escocés preferido. De niño, Quincey recordaba la bronca que había recibido cuando rompió el decantador original.
Se preguntó si su padre estaba más disgustado por la pérdida de una cara pieza de cristal o por el whisky que contenía.
Mientras él estaba contemplando la sala, Mina se acercó a la mesa y recogió
uno de los periódicos que estaban abiertos. Quincey creyó ver que a su madre le temblaba la mano al doblar el periódico y metérselo bajo el brazo.
-Madre, ¿estás segura de que estás bien? -Estoy bien, Quincey -dijo Mina, exhibiendo una débil sonrisa-. ¿Por qué no vas a lavarte? Pediré a la cocinera que te prepare un plato.
Después de los rigores de viajar sin parar desde París, Quincey se sintió renovado al vestirse con ropa limpia.
Examinó su vieja habitación. Era la habitación de un muchacho. Ahora se sentía fuera de lugar en ella.
Cruzó el estudio y vio a su madre sumida en sus pensamientos, mirando la
vieja fotografía de ella misma y de Lucy, su amiga de la infancia que había muerto de una enfermedad cuando tenía aproximadamente la misma edad que él en ese momento. Qué espantoso tenía que ser perder la vida justo cuando está empezando. Quincey siempre sabía cuándo su madre estaba inquieta, porque siempre se consolaba con esa fotografía.
Era como si todavía recurriera a su vieja amiga en busca de orientación. Al mirar a su madre, Quincey se quedó impresionado al darse cuenta de que, igual que la casa apenas había cambiado, su madre parecía exactamente igual que tres años antes. No creía que
los años hubieran sido tan amables con su amargo y avinagrado padre. Recordó
un episodio ocurrido años atrás, cuando se enteró de que algunos compañeros de escuela habían hecho observaciones
inapropiadas en relación con la apariencia juvenil de su madre; él se sintió tan ultrajado que había ido a buscar a los tres chicos y les había dado una paliza. A pesar de ganarse una expulsión temporal de la escuela, Quincey se sintió orgulloso de su caballerosidad. Recordó que él y su madre solían engañar a los extraños para que creyeran que eran hermano y hermana. Suponía que algún día ella envejecería como su padre, pero le alegraba que ese día aún no hubiera llegado. Después de pasar tanto tiempo fuera, si hubiera encontrado a su madre envejecida y enferma, la culpa habría resultado demasiado insoportable y la rabia hacia su padre por mantenerlo alejado los últimos años habría sido volcánica.
Quincey no se dio cuenta del hambre que tenía hasta que empezó a comer. No había probado un buen arenque desde que se había ido de casa. En cuanto limpió el plato, Mary, la sirvienta, apareció para retirar el servicio.
-Ahora que has comido como Dios manda -dijo Mina-, ¿tendrás la amabilidad de explicarme por qué después de todo este tiempo has elegido
venir ahora, en medio de un trimestre universitario?
-¿Me prometes que no te
enfadarás?
-Sabes que nunca haría semejante promesa.
-Muy bien. Supongo que no hay una forma más fácil de decirlo. -Respiró hondo y espetó-: He conocido a una persona. A una persona maravillosa.
Mina abrió la boca para hablar, pero parecía anonadada. Quincey estaba a punto de continuar cuando Mary volvió
con el té recién hecho y galletas Garibaldi, las favoritas de Quincey.
En el instante en que Mary salió, Mina dijo: -Bueno, dime, ¿quién es la joven dama afortunada? -¿Joven dama?
-Has dicho que has conocido a una persona maravillosa.
-Sí, pero... -dijo-. Madre, prepárate. He conocido a Basarab.
-¿A quién?
-¿No has oído hablar de él? Es un hombre brillante, madre. París entero lo aclama. Es el mejor actor de Shakespeare del mundo.
-Oh, Quincey, otra vez no.
-Basarab me aconsejó apartarme de los sueños rotos de mi padre y seguir los míos antes de que sea demasiado tarde.
-Es un poco presuntuoso suponer que sabe mejor que tus padres lo que te conviene.
-Creo que ha visto mi potencial.
-Igual que tu padre y yo. ¿Qué hay de tu licenciatura de Derecho?
-El ánimo de Basarab me ha
convencido de dejar la Sorbona y conseguir una beca de aprendizaje de interpretación en el Lyceum.
-No sé qué decir, Quincey.
Llegaste a un acuerdo con tu padre.
Como habrás aprendido si has estado en la Sorbona, un acuerdo verbal es tan
vinculante como un contrato escrito. -Por favor, madre, a ese acuerdo se llegó bajo presión. No había ahorrado dinero. Él sobornó a ese director de teatro para que me echara en el acto y
me dejó en la calle. Era aceptar las condiciones de mi padre o quedarme sin casa y morir de hambre.
-Intervine en tu ayuda. Te di mi palabra. Tu padre quería que fueras a Cambridge, y yo, con la promesa de que te licenciarías e ingresarías en el colegio de abogados, le convencí de que te permitiera ir a París...
-Así al menos podría estar cerca del mundo del arte, lo sé -le interrumpió él-. Habría estado mejor en Cambridge. ¿Tienes idea de qué es querer algo tan desesperadamente, verlo
a tu alrededor a todas horas y saber que es fruta prohibida? Es para volverse loco.
-Entiendo cómo te sientes más de lo que crees, pero nada de eso cambia el hecho de que prometiste terminar tu licenciatura.
-Si tengo tanto talento como
Basarab cree -proclamó Quincey-, me concederán la beca. Entonces tendré mis propios medios... y el viejo loco puede irse al Infierno.
Mina se levantó de un salto y
abofeteó a Quincey en la mejilla. Fue un impacto para los dos. Nunca antes ninguno de sus padres le había levantado la mano.
-¡Quincey Arthur Abraham Harker!
-Mina hizo todo lo posible por controlar sus emociones-. Jonathan sigue siendo tu padre y te quiere mucho.
-Entonces ¿por qué no lo
demuestra?
-Eres todavía demasiado joven e ingenuo para entenderlo, pero lo demuestra todos los días. Conozco sus verdaderos sentimientos, y todo lo que
hace tiene un sentido. Hay en juego algo más que tus deseos egoístas. No puedo darte mi bendición en esto, Quincey. Has de confiar en nosotros y en que sabemos qué es lo mejor para ti. Quincey estaba desconsolado. Él y su madre siempre habían tenido una estrecha relación. Era ella quien escuchaba sus esperanzas y sus sueños y
quien lo animaba. Ahora, estaba tratando de sofocar esos mismos sueños, igual
que había hecho su padre. Daba la sensación de que algunas cosas realmente habían cambiado, después de todo. Siempre había sabido que sus padres tenían muchos secretos que habían decidido no compartir con él. Ya no importaba de qué se tratara.
-Ego sum qui sum: soy lo que soy, y es hora de serlo.
Las lágrimas se agolparon en los ojos de Mina, su rostro se distorsionó con lo que Quincey sólo podía ver como miedo irracional. Imploró a su hijo una última vez.
-Por favor, Quincey, no hagas esto.
El reloj dio las once.
-He de tomar un tren. Me alojaré en Londres. No te molestaré más -dijo el chico con frialdad.
Sin querer mirarla a los ojos,
Quincey se volvió y, por primera vez en su vida, se fue sin darle un beso a su madre