El inspector Colin Cotford recorrió Fenchurch Street, dirigiéndose hacia el corazón de Whitechapel. Era el lugar más despreciable de la Tierra. Después de treinta años de servicio
en Scotland Yard, Cotford había visto lo peor del género humano. Ya no creía en las nociones del Cielo y el Infierno que le
habían enseñado de niño. Había visto el Infierno en la Tierra,
y Whitechapel, uno de los barrios más pobres del East End de Londres, lo era. Sus fábricas atraían a los desposeídos, que llegaban con la esperanza de encontrar trabajo, pero había más
gente que empleos, lo cual daba como resultado pobreza extre-
ma y superpoblación. Todo el barrio emanaba un olor característico, una mezcla de excrementos, suciedad y carne podrida.
Cotford trató de no respirar por la nariz mientras caminaba por Commercial Street, en un intento de evitar ese hedor nauseabundo. Era temprano; estaba amaneciendo, y los vendedores comenzaban a mover sus carros de fruta, leche y agua
hacia Covent Garden. Un carro de cerrajero pasó repicando a su lado por la calle adoquinada. Cotford continuó, simulando no ver a las «desarrapadas»: mujeres ancianas reducidas por la pobreza y el vicio a las profundidades de la desdicha. Ya no tenían fuerzas para mendigar comida. Se limitaban a apiñarse para darse calor mientras esperaban que la inanición acabara
con su miserable existencia.
Cotford había recibido una llamada del superintendente jefe a primera hora de la mañana; en ella le «pedía» que, lo antes
posible, investigara la muerte de un vagabundo que había muerto en París. Cotford había hablado con el teniente Jourdan, el agente de Policía francés asignado al caso, aunque no veía el sentido de esa investigación. Hombres enloquecidos por
el azote de la pobreza eran pisoteados por caballos y carros al
menos una docena de veces al día en Londres. Suponía que la
estadística sería similar en París.
Sin embargo, Jourdan al parecer pensaba que había algo más en el caso. La víctima llevaba una espada bañada en plata y, según les constaba, en cierta ocasión había recibido becas de Francia para desarrollar estudios científicos. A diferencia de la Policía metropolitana de Londres, la Sûreté Nationale de París
no estaba gobernada municipalmente, sino que era una agencia del Gobierno de Francia, y querían asegurarse de que la muerte del doctor Jack Seward no había sido un homicidio.
Cotford había puesto los ojos en blanco al oír a Jourdan cotorreando en un inglés macarrónico. El hombre insinuó la
existencia de una extraña conspiración, y cuando Cotford le
mostró su desdén ante tal sinsentido, amenazó con acudir directamente a sus superiores.
Cotford se detuvo en Wentworth Street, delante de la casa
de inquilinos que se hallaba frente al inmenso almacén. Echó un trago de su petaca de plata para entrar en calor antes de adentrarse en aquel desvencijado edificio.
Al ingresar en Scotland Yard, se consideraba a sí mismo un sabueso irlandés. En años recientes, no obstante, se había sentido más como un perro cobrador. En ese punto de su carrera, tendría que haber sido superintendente, como mínimo. Al fin y al cabo, había sido el hombre más joven nombrado agente detective: elegido personalmente veinticinco años antes por el gran inspector Frederick Abberline. Pero Cotford seguía siendo sólo un inspector y continuaba varado
en la división H. En lugar de sentarse en una oficina caliente y espaciosa en el edificio Norman Shaw del Nuevo Scotland Yard, estaba buscando información para casos inútiles
y sin salida.
Entró en la pestilente planta superior. No había luz eléctrica y las ventanas estaban cegadas con tablones desde dentro.
Cotford sacó una linterna del bolsillo del abrigo. El haz de luz iluminó, a través del aire polvoriento, varios libros esparcidos por la estancia. Revisó los títulos: todos eran sobre ocultismo. Había dientes de ajos secos y hojas de muérdago en torno a ca-
da puerta y cada ventana. Del techo colgaban artefactos y símbolos de decenas de religiones. Había recortes amarillentos sacados de la prensa de Londres apilados en los bordes de un espejo, con la tinta tan desvaída que Cotford, sin sus gafas de lectura, no lograba discernir los titulares. Un repugnante insecto alargado se escabulló para huir del haz de la linterna.
Al cabo de unos minutos, llegaron el sargento Lee y dos agentes para ayudarle a empaquetarlo todo y enviarlo a la Sûreté Nationale, el equivalente francés de Scotland Yard.
-¡Qué horror! -protestó Lee cuando echó su primer vis-
tazo. Cotford no estaba seguro de si el comentario se refería al
estado de la estancia o a la desalentadora tarea que les esperaba. Como resultado de su extraordinaria altura, Lee no paraba
de golpearse la cabeza con los diversos artefactos, haciendo que
éstos oscilaran como en una parodia espectral del espumillón de Navidad.
El sargento Lee admiraba a Cotford y sentía por él una especie de veneración al héroe, pues no en vano el viejo inspector había trabajado en cierta ocasión en el caso más famoso de la historia de Scotland Yard. La publicidad que rodeó la investigación le había dado cierta notoriedad a Cotford. Desgraciadamente, como el caso nunca se resolvió, fue también la mayor
decepción de Cotford, y había manchado su reputación en su
profesión y ante la opinión pública. Sentía que la admiración
de Lee por él era injustificada. Veía al sargento como un policía prometedor, y esperaba que Lee obtuviera el éxito que él no había logrado. A diferencia de él, Lee era un hombre de familia. Aparte de eso, el inspector sabía muy poco de la vida perso-
nal de Lee, y lo prefería así.
El haz de la linterna de Cotford iluminó las paredes empapeladas con páginas arrancadas de la Biblia. La luz captó un atisbo de rojo en la pared de enfrente. Cotford se acercó. Garabateado con lo que parecía ser sangre se leían las palabras: «Vivus est!».
-Más loco que una cabra -sentenció Lee, agitando la cabeza en ademán de incredulidad-. ¿Qué significa eso? -No estoy seguro, muchacho -replicó Cotford-. Creo
que es latín.
Cotford cogió un libro encuadernado en piel, sacudió el polvo y lo abrió. Cayó una fotografía de debajo de la cubierta.
Lee la recogió mientras Cotford pasaba las páginas escritas a
mano. Al dar la vuelta a la foto, Lee mostró la inscripción a Cotford: «Lucy Westenra, mi amor, junio de 1887». Cotford negó con la cabeza. Nada de interés. Arrojó la foto a una caja
que uno de los agentes había empezado a empaquetar para enviar a París.
Cotford cerró el libro y estaba a punto de seguir adelante, pero algo antiguo y conocido alertó sus sentidos. No podía
creer lo que había visto en el interior de las páginas del libro.
Se preguntó si el hecho de volver a estar en Whitechapel le estaba jugando una mala pasada.
-¿Qué ocurre, señor? -preguntó Lee.
Cotford reabrió el libro, encontró de nuevo la página y releyó el pasaje. Allí estaba en negro sobre blanco. ¿Podía ser
verdad? Tocó la página con el dedo, y sin mirar recitó las palabras que ya tenía grabadas en su memoria: «Fue el profesor quien levantó su sierra quirúrgica y empezó a cortar los miembros de Lucy para separarlos de su cuerpo».
Cotford volvió a la caja y sacó la foto de Lucy Westenra. Se permitió un momento de pausa para llorar a una chica a la que ni siquiera había conocido. Incluso después de transcurrido
tanto tiempo, seguía culpándose:
-El pasado flota como una pesadilla sobre el presente.
Al cabo de un segundo estaba corriendo hacia la puerta.
-Termine de empaquetar el resto de estos diarios y sígame con esa caja de inmediato, sargento Lee.
Al cabo de una hora, Cotford y Lee estaban de nuevo en Victoria Embankment. Llegaron al edificio gótico de ladrillos rojos y blancos del Nuevo Scotland Yard. Sin decir una palabra, bajaron a la Sala de Registros, también conocida como «la
otra morgue», para buscar en los archivos.
Horas después, estaban perdiendo fuelle. -¿Dónde demonios están esos archivos? -maldijo Cotford.
-Parece que algunos han desaparecido, señor. -¡Eso ya lo veo! ¿Por qué han desaparecido? Todo el caso debería ser exhibido en el vestíbulo para recordarnos a todos nuestra locura.
-Le pido perdón, señor. Pero ese caso estaba en la comisaría de Whitehall.
-Sé que estaba en la comisaría de Whitehall. Trabajé en ese condenado caso.
-Bueno, cuando nos trasladamos de Scotland Yard a este edificio, los archivos... No todos los archivos se trasladaron.
Algunos no aparecieron.
Cotford gruñó.
-Ese caso fue una tacha en esta institución, y me ha perseguido como la peste. Si alguien oye que hemos archivado
mal el expediente, se van a burlar de nosotros toda la vida.
-Aquí hay algo, señor.
Lee sacó una gran caja de cartón negra. Tenía los bordes raídos y la tapa se aguantaba con una cinta roja. Cotford la reconoció de inmediato. Le cogió la caja a Lee como si fuera una antigüedad de valor incalculable. La etiqueta, ahora amarillenta
por el paso del tiempo, todavía estaba firmemente pegada. En
letra de imprenta rezaba: «Asesinatos de Whitechapel, 1888».
Debajo, en la propia caligrafía de Cotford, se hallaba el número de archivo: 57825.
Y más abajo: «Jack el Destripador».
Desde el 31 de agosto de 1888 al 9 de noviembre del mismo año, Londres había vivido aterrorizada por el brutal asesinato de cinco mujeres en el distrito de Whitechapel por parte de un agresor desconocido. El asesino nunca fue atrapado.
Golpeaba de noche y desaparecía sin dejar rastro. Ése fue el
infausto caso en el que Abberline, quien dirigía la investigación, ascendió a su prometedor joven agente Cotford para
que éste pudiera unirse a la investigación. Cotford patrullaba en el distrito H (Whitechapel) y, dados los numerosos elogios
que había recibido, era la elección obvia. El mayor reproche que Cotford se hacía en la vida era que en una noche aciaga el asesino se le había escapado por centímetros. El 30 de septiembre, Cotford estaba en Dutfield's Yard, donde había sido asesinada la tercera víctima, Elizabeth Stride. Cotford había visto a una figura oscura huyendo de la escena, dejando un rastro de sangre que podía seguir. Él había hecho sonar el silbato
para convocar a otros agentes de Policía y dar caza al asesino.
Pero cuando se estaba acercando al sospechoso, Cotford tropezó con un bordillo que no había visto por la niebla que cada noche se levantaba del río. Cuando se levantó, había perdido de vista a su sospechoso, y no podía ver nada más allá de su nariz. Incluso se había perdido en las calles, incapaz de en-
contrar el camino de vuelta al lugar donde habían asesinado a
Stride.
La noche terminó con otro asesinato. Encontraron a la
cuarta víctima en Mitre Square, a tiro de piedra de donde Cotford había tropezado. Cuando el joven policía cayó, también lo hizo su carrera. Si hubiera prestado más atención, podría haber sido el hombre que había capturado a Jack el Destripador. ¡Qué
diferente hubiera sido su vida! Nunca reconoció ante Abberline que había tropezado. Cotford idolatraba al gran detective y temía perder su respeto. Algo le decía que Abberline lo sabía, o
que al menos sospechaba que le ocultaba algo, pero eso no le impidió respaldar a Cotford y al resto de los investigadores
cuando la opinión pública quería lincharlos a todos por su aparente incompetencia. Este acto desinteresado de Abberline no significaba nada para la opinión pública, y probablemente incluso aceleró la caída del gran hombre en el cuerpo, pero lo significaba todo para sus hombres.
Cotford se sentía como si estuviera retrocediendo en el tiempo al sacar los expedientes que contenían las transcripciones de interrogatorios a sospechosos. El doctor Alexander Pedachenko, un doctor ruso que también usaba el alias de conde Luiskovo. En el momento del asesinato de la quinta víctima,
Mary Jane Kelly, el doctor Pedachenko era un paciente en el
manicomio Whitby, así que Abberline lo había descartado como sospechoso.
Cotford abrió otro expediente marcado como «confidencial». Después de abrirlo recordó por qué estaba marcado de ese modo; el sospechoso era el doctor William Gull. -¿El doctor Gull? ¿El médico personal de la Reina? -preguntó Lee, leyendo por encima del hombro.
-Exactamente -dijo Cotford-. Estábamos investigando
secretamente una pista que no llevó a ninguna parte. En 1888, el doctor Gull tenía setenta años y había sufrido una apoplejía.
Estaba casi paralizado del lado izquierdo. Decididamente no era
la persona a la que estaba persiguiendo esa noche.
-¿Qué noche?
Cotford no hizo caso de la pregunta. Sacó otro expediente.
¡Aquél era! Su oportunidad de una redención. El destino le había echado una mano. Estaba tan emocionado que se echó a reír.
Lee se mostró prudente ante el comportamiento inhabitualmente vivaz de Cotford.
-No lo entiendo, señor.
Cotford no necesitaba que Lee lo entendiera. El sueño de revelar la identidad de Jack el Destripador y llevarlo ante la justicia estaba finalmente a su alcance. El profesor del que Seward escribía en su diario era de hecho el mismo hombre que
había sido uno de los principales sospechosos de Abberline.
Aunque el inspector jefe nunca había encontrado pruebas que situaran a ese sospechoso en ninguna de las escenas de los crímenes, su truculenta biografía no permitía descartarlo. El sospechoso en cuestión era un desacreditado profesor y doctor. Poseía grandes dotes quirúrgicas y había perdido tanto su licencia
médica como su puesto en la universidad por haber llevado a
cabo procedimientos médicos experimentales con sus pacientes y por robar cadáveres de la universidad para realizar abyectas mutilaciones inspiradas en rituales.
Cotford pasó triunfalmente la carpeta de aquel sospechoso
desquiciado a su segundo.
-Recuerde esto: a cada cerdo le llega su San Martín.
El sargento Lee miró a Cotford, perplejo, antes de leer en voz alta el nombre del sospechoso en la carpeta:
-Doctor Abraham van Helsing.