capítulo 13

104 5 2
                                    

La alta figura del conde Drácula, vestido con un esmoquin raído y una capa negra forrada en seda roja, llenaba amenazadoramente el salón inglés. Sus ojos oscuros miraban desde debajo de su arrugado entrecejo. Aquella expresión adusta dejó paso lentamente a una sonrisa siniestra cuando preguntó
con un marcado acento continental:
—¿Puede repetir lo que acaba de decir, profesor?
El hombre mayor suspiró.
—He dicho: «Conde, ¿quiere saber lo que he prescrito a nuestra enferma señorita Westenra?».
—Cualquier cosa que haga en relación con mi querida Lucy es del máximo interés para mí, profesor.
El profesor Van Helsing sacó una enorme cruz de madera y se volvió para enfrentarse al conde. Drácula silbó y
retrocedió, protegiéndose con la capa.
Al pisarse una punta de la tela, tropezó en el mueble y derribó una mesita con
una lámpara. Una explosión de humo sorprendió a ambos hombres.
El conde tosió de manera
incontrolada. —Ahora que usted…, usted y su abogado, Jonathan Harker…, han
aprendido lo que creen que… han aprendido, profesor Van Helstock… Van Helsing puso los ojos en blanco.
—Es hora de que zarpe de estas costas hacia… —continuó el conde Drácula. Se quedó momentáneamente sin palabras— la tierra de sus zuecos.
—Mi nombre es ¡Van Helsing! —
gritó el hombre—. ¿Y quiere hacer el favor de llamar a mi país «Holanda», idiota?
—¡Insecto insolente! —gritó el conde Drácula, ya sin rastro de acento
—. ¿Tiene idea del talento impresionante que tiene ante usted? —Lo único que veo ante mí es a un borracho sin ningún talento que no es
capaz de recordar el guion.
Ofendido, el conde Drácula se volvió hacia las luces.
—¡Stoker! ¡Despida a este imbécil inmediatamente!
Van Helsing agarró la capa de Drácula y le tapó la cabeza con ella.
Drácula, a su vez, agarró a Van Helsing del cuello de la camisa. Los hombres
lucharon hasta que al conde le dio un segundo acceso de tos.
—¡Me he tragado un colmillo! — bramó. Se desembarazó de la capa y golpeó a Van Helsing con un gancho de derecha.
La nariz de Van Helsing explotó en un manantial de sangre. En un arrebato
de ira, bajó la cabeza y cargó contra el conde Drácula.
—¡Apártese, imbécil! ¡Me está manchando la chaqueta de sangre! En la parte posterior del suntuoso
Lyceum Theatre, de inspiración griega, Quincey Harker negó con la cabeza. Así que ése era el gran actor estadounidense John Barrymore, dando tumbos en el escenario con una capa de mago barata. Esperaba más decoro incluso de Tom
Reynolds, el hombre que interpretaba a Van Helsing y al que Quincey había
visto en una ocasión en Madame Sans-Gêne, en el papel de Vinaigre. Ahora,
muy dolorido, el señor Reynolds había perdido el respeto por su colega actor e intercambiaba puñetazos con el tambaleante Barrymore.
Era una visión sumamente impropia.
El teatro no era un cuadrilátero de boxeo. Había que seguir unas reglas de decoro muy específicas. Ver a actores comportándose de un modo tan zafio daba validez a todas las opiniones
negativas que el público tenía de ellos. Aun así, Quincey sabía que había
tomado la decisión correcta al seguir el consejo de Basarab. Basarab era
elegante y profesional: justo lo que Quincey quería ser. Ahora bien, la triste imagen del escenario convertido en un circo no era la única cosa que inquietaba a Quincey.
Bram Stoker, un viejo irlandés grandote, con barba y el cabello pelirrojo salpicado de gris, estaba
sentado en primera fila. Golpeaba el suelo con el bastón mientras gritaba:
—¡Caballeros! ¡Son ustedes
profesionales! Un hombre más joven que estaba sentado junto a él saltó al escenario para interrumpir la pelea.
—¡Basta ya! —gritó—. ¡Se están comportando como unos chiquillos!
—¡Ha empezado él! —rugió
Reynolds, con las manos manchadas de sangre ahuecadas bajo la nariz.
Barrymore trató de mantenerse en pie.
—Señor Stoker, ¡no toleraré la insubordinación de semejante zopenco
insignificante! Exijo que lo despidan de inmediato.
—Señor Barrymore, por favor, sea razonable.
—¿Razonable? Es una cuestión de honor.
—No olvidemos que el productor de esta obra soy yo —le interrumpió
Hamilton Deane—. Yo decido a quién se despide y a quién no. Volver a asignar un
papel sería un gasto innecesario. El señor Reynolds se queda.
—Entonces, señor Hamilton Deane, productor de basura, ¡ha perdido a su estrella!
Y dicho esto, Barrymore bajó del escenario.
Stoker se levantó apoyándose pesadamente en su bastón.
—Le he traído aquí desde América por la alta admiración que sentía por su padre, que Dios dé descanso a su alma torturada. Él hizo su debut teatral en este
mismo escenario. Basta de tratar esta obra como una de sus comedias estúpidas. Tiene usted potencial para ser un gran actor dramático, aquí, en Londres. Más grande incluso que Henry
Irving. Él se arruinó con los males del alcohol después de asegurarse la fama,
pero usted va camino de destruirse antes de que el público tenga ocasión de ver todo su potencial.
—¿Va a despedir a este imbécil o no?
—Desde luego que no. El señor Reynolds ha sido un miembro leal de la compañía del Lyceum durante más de
treinta años.
—Entonces regresaré a América en la primera chalana —sentenció
Barrymore. Se volvió y se fue dando tumbos por el pasillo.
—Señor Barrymore, piense en lo que está haciendo —dijo Stoker en voz
alta tras él—. Se fue de Nueva York porque allí nadie contrataría a un
protagonista borracho.
John Barrymore se detuvo, se desequilibró ligeramente y se volvió hacia Stoker.
—¿Cree que la suya es la única oferta que se le ha presentado a un hombre de mi talento? —dijo—. Iré a
California. Me han ofrecido un papel en una película de cine. No olvide mis
palabras; lamentará este momento durante el resto de su vida.
Quincey había visto algunas de esas películas en París. Era un entretenimiento barato y le resultaba
sumamente extraño que un actor serio pusiera interés en ello. Puesto que no
había sonido, los actores tenían que sobreactuar para expresar su intención.
De camino a la puerta, Barrymore chocó con Quincey.
—Mira por dónde vas, chico —dijo arrastrando las palabras. —Señor Barrymore, le pido
disculpas.
La puerta del teatro se cerró de golpe. El gran John Barrymore se había
ido. Quincey se quedó anonadado.
Deane y Stoker lo miraron.
—¿Quién diantre es usted? —
preguntó Deane—. Esto es un ensayo privado.
—Siento llegar temprano, pero tengo una cita con el señor Hamilton Deane —
dijo Quincey.
—Ah, sí. Usted es el tipo que viene por la beca. ¿Cómo se llama?
—Quincey Harker.
Stoker reaccionó como si se hubiera tragado una mosca.
—¿He oído bien? —continuó
Quincey—. ¿Uno de los personajes de su obra es un abogado llamado Jonathan
Harker?
—Sí. ¿Qué pasa? —bramó Stoker.
—Mi padre se llama Jonathan Harker… y es abogado.
Al cabo de unos minutos, Stoker, Deane y Quincey se apiñaban en la minúscula oficina de Stoker. Había
carteles enmarcados que dejaban clara la hegemonía de Henry Irving en el
Lyceum Theatre. Stoker parecía preocupado cuando Deane le pasó a Quincey un libro con una brillante
cubierta amarilla y letras rojas.
Drácula, de Bram Stoker
—¡Un personaje en una novela! Mi padre ni siquiera me lo había dicho — dijo Quincey pasando las páginas.
Al final tenía en sus manos una prueba de la hipocresía de su padre hacia las artes. ¡Qué fascinante! Había
muchas preguntas que acudían a la mente de Quincey. Y sin embargo…, se mordió la lengua. No quería empezar con el pie
izquierdo y mostrar la misma falta de respeto por las reglas del decoro teatral
que Barrymore. Un humilde aprendiz teatral nunca cuestiona al productor o al
director de una obra, al menos si quiere conservar el puesto…, y a él todavía ni
siquiera lo habían contratado.
Stoker le cogió el libro a Quincey.
—¡Esto es ridículo! —bramó—.
Basé el nombre en Joseph Harker, un director de escena con el que trabajé en
los años ochenta. Cualquier relación con su padre es mera coincidencia.
—Una coincidencia bastante notoria, ¿no le parece, Bram? —intervino Deane.
—Drácula es mi novela y es
completamente ficticia.
—Nadie ha dicho lo contrario — dijo Deane—. Aunque creo recordar que insistió en hacer una lectura en escena para demostrar su copyright. Todavía no
entiendo el motivo.
—Lo único que ha de entender es que el copyright es exclusivamente mío
—gruñó Stoker, que entonces concentró su ira en Quincey—. Lo siento, joven,
pero el Lyceum no necesita contratar a un aprendiz en este momento. Gracias.
—Pero, señor Stoker…
El hombre se volvió para irse. Deane le puso la mano en el brazo y susurró.
—Bram, estamos atrasados.
Cualquier ayuda a esta producción sería muy beneficiosa. Hemos superado el presupuesto y nos falta personal. Y además, acabamos de perder a nuestro protagonista.
Quincey se animó cuando se le ocurrió una idea.
—Quizá pueda ayudarlos con su problema.
Los dos hombres miraron a Quincey. Era su momento.
—¿Y si pudiera conseguirles al mejor actor de nuestra época? Un hombre del cual los críticos han dicho:
«Cuando representa a Shakespeare es casi como si en realidad estuviera
viviendo el papel, caminando entre sangre, librando las batallas». —¿Está hablando de Basarab? — preguntó Deane.
—Es amigo mío. Y estoy seguro de que su nombre en los carteles incrementaría la potencial taquilla, y
justificaría cualquier gasto extra en el que puedan incurrir.
Deane levantó la ceja, sopesando la idea. Stoker golpeó el suelo con su
bastón.
—John Barrymore es la estrella de esta obra. Volverá. —Salió del
despacho, gruñendo—. Esas películas nunca llegarán a nada.
Cuando Stoker estuvo lo bastante lejos para que no pudiera oírlo, Deane dijo:
—Lo que olvida el señor Stoker es que el señor Barrymore tardará tres
semanas sólo en llegar a California.
Aunque descubra que ha cometido un terrible error y vuelva con el rabo entre
las piernas, para entonces ya estaremos en bancarrota.
—Basarab está en París, a un día de distancia. En mi opinión, su elección es
clara. Deane examinó los ojos de Quincey durante un momento incómodo.
—¿Es usted un hombre de palabra, señor Harker? ¿Un hombre de confianza? —Sin duda que lo soy, señor Deane.
—Bien. Entonces quizá debería cenar conmigo —dijo Deane—. Creo que tenemos muchas cosas que discutir.

dracula el no muertoDonde viven las historias. Descúbrelo ahora