ESCENA EXTRA

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Nueva Orleans,
16 de abril 2011


Aferrándose a la enorme mano de su fuerte marido, como si la vida le fuera en ello, mientras estaban rodeados por sus amigos más cercanos y familia en el dormitorio de su casa, Pakor Parthenopaeus apoyó la cabeza en las almohadas apiladas detrás de él y empujó con todo lo que tenía.

Ah, Gah, esto dolía.

Esto realmente, ¡realmente dolía!

Y no había parado durante horas ¿O habían sido días o semanas? Lo más gracioso del parto, era que hacía que el tiempo fuera más lento, que un minuto en tiempo humano fuera igual a tres horas pariendo. Tal vez más.

Sí, definitivamente mucho más.

Volvió a las técnicas de respiración que sus tres (porque la paranoia de su marido le hacía temer que una no fuera lo suficientemente buena) parteras le habían enseñado, pero era tan útiles como todos los empujones que había estado dando.

Y la respiración lo hacia sentirse como un perro híperventilando después de una larga carrera. Por no hablar del mareo. Miró a su marido, que estaba cubierto de tanto sudor como él. No se había apartado de su lado ni un solo segundo desde que empezó. Su largo pelo negro estaba recogido en una elegante cola de caballo y sus ojos como remolinos de plata lo miraban con orgullo y amor.

Admiraba, amaba, y adoraba a ese increíble hombre, se arrastraría desnudo sobre vidrio roto sólo para verle sonreír, pero en este momento, tras la agonía de diez horas de dolores de un difícil parto, realmente quería agarrar la parte más tierna de su cuerpo con un juego de alicates y apretar sus partes hasta que entendiera por completo cuánto apestaba esto del parto.

—Juro que si eso que está cavando en mi vientre y apuñalándome en este momento es un par de cuernos de demonio, Mew, voy a golpearte después de que nazca.

«Porque afróntalo, los cuernos en la cabeza no vienen de mi familia ni de mi código genético».

Él en realidad tuvo la audacia de reírse de su amenaza. ¿Acaso estaba fuera de sí? Solo porque fuera un dios atlante, de once mil años, con poderes omnipotentes, no significaba que no pudiera hacerlo sufrir. No es que Tul lo fuera a hacer alguna vez, pero aún así. Lo menos que podía hacer era fingir que le tenía miedo.

Lo besó en la mejilla y le apartó el pelo de la cara.

—Todo está bien, Tul. Te tengo.

—Apostolos, ajusta las almohadas más alto —replicó su suegra a su marido—. No se ve cómodo. No quiero que mi hijo sufra más dolor del necesario. Los no fértiles no tienen idea de lo que nos hacen pasar.

Aunque Apollymi físicamente no podía salir de su de reino prisión, su proyección astral podía viajar por ella. Y había estado caminando cerca de Jan, la hija mayor de Mew, desde que el parto había comenzado.

Jan giraba y giraba en el sillón con ruedas del escritorio de Mew. Vestida con una bata de laboratorio de neón, color rosa y pantalón a rayas blancas y negras, con botas de plataforma alta atadas hasta el muslo, que subían hasta la minifalda de encaje negro, era adorable. Su cara estaba cubierta en su mayor parte por una máscara quirúrgica negra con una calavera y tibias cruzadas de color rosa a juego, en el lado derecho de la misma. Sus ojos de color rojo brillante combinaban a la perfección con sus coletas negras y el delineador de ojos de púrpura oscuro. Había estado tan entusiasmada con el inminente nacimiento del bebé, que llevaba vistiéndose de esa manera durante un mes y había sido la sombra de cada paso que daba Tul. Si Tul hubiese tenido hipo, Jan habría sacado un guante de béisbol negro y preguntado:

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