Íncubo

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La chica corría desesperada, dando trompicones y cayendo cada tanto al suelo de tierra; se ponía de pie y volvía a correr, volteando para buscar con la vista a su perseguidor en la oscura noche. Tenía los ojos desorbitados, con una mirada de terror que helaría la sangre del más valiente; gritaba hasta quedarse ronca, esperando que alguien viniera a salvarla, pero en aquel solitario lugar aquello parecía imposible.

Era ella una mujer bellísima, una verdadera diosa; era alta y esbelta, tenía un cuerpo voluptuoso y escultural. Sus tetas eran muy grandes, duras y bien formadas (el bisturí tenía bastante que ver en ello); su culo era grande y apetitoso, con enormes nalgas duras como rocas. Sus piernas eran largas y esbeltas, bellísimas; manos y pies eran delicados y hermosos. Muslos y caderas sensuales, un vientre plano de nadadora y ni una gota de grasa en todo su cuerpo abundante en curvas divinas. Su piel era blanca y suave como la de un bebe, y su cabello rubio, largo y sedoso. Su rostro era hermoso como el de una niña, con preciosos ojos claros y brillantes; y una boca tentadora de labios gruesos y sensuales. No aparentaba más de 25 años de edad.

En aquel momento vestía un vaporoso vestido semitransparente estampado, corto como una micro minifalda y con un generoso escote que permitía apreciar bastante de sus ricas y hermosas tetas. Había llevado puestas unas sandalias con tacón stiletto (alto y en forma de aguja); pero ahora corría descalza, indiferente al dolor que le causaban las pequeñas heridas producidas en sus pies por las piedritas y algunos trocitos de vidrios esparcidos por el suelo de tierra marrón que ahora parecía negro en la oscuridad nocturna.

Sus gritos de terror eran cada vez más altos y desgarradores, en una voz normalmente hermosa y sexy pero ahora deformada por el pánico; pero sólo respondían los ecos de sus mismos gritos. A lo lejos se divisaban unas luces, en unos montes demasiado distantes; pero aún así corría hacia ellas como quien se aferra a una esperanza remota de salvación. Su vestido estaba sucio de tierra, de tantas veces que se había caído y levantado; y en sus brazos tenía raspones producidos por las caídas, e incluso una ligera cortada en una mejilla. Sus tetas subían y bajaban al ritmo de su frenética carrera.

Y de pronto, sin ninguna señal que lo delatara, una ráfaga se precipitó sobre ella y en milésimas de segundo la mujer estaba tirada en el suelo; y un hombre estaba encima de ella.

Todo ocurrió tan rápido que parecía irreal; en un segundo la chica estaba corriendo y al segundo siguiente estaba tirada boca arriba en el piso de tierra, con un hombre que se había "materializado" de la nada. En realidad aquel hombre se había lanzado sobre ella a una velocidad tan increíblemente rápida, que casi se había vuelto invisible al correr hacia su presa; una velocidad que sólo podía ser sobrenatural. La mujer había caído al suelo con un golpe fuerte, que pudo haber sido peor sí el hombre no hubiera amortiguado a medias su caída. Pero ahora él estaba en cuatro patas encima de ella, contemplándola con una mirada lasciva. Y la joven profirió un espantoso grito de terror, un alarido espantoso...

La noche había comenzado normal para Dayana, como cualquier otra noche de viernes cuando no estaba trabajando de promotora (las chicas que son contratadas para vestir uniformes demasiado sexys y promover un producto, generalmente una bebida alcohólica, en sitios nocturnos); había salido con unas amigas y escogieron el Little Rock Café de Caracas para su noche de juerga. El Little Rock es uno de los sitios nocturnos donde va la gente joven de clase media alta y clase alta de la ciudad de Caracas; una discoteca ubicada en el exclusivo sector residencial y comercial de Altamira, en una edificación de estilo gótico por fuera y victoriano en el interior de su planta baja. A pesar de su nombre, en el sonaba más el reggaeton que el rock.

Y allí estaba ella, gozando como siempre con las miradas lujuriosas que le lanzaban los hombres; esas miradas que la desnudaban y delataban los pensamientos morbosos de todos los varones que estaban en el local. Vanidosa como era, Dayana disfrutaba sabiéndose el centro de atención y el objeto del deseo de todos los hombres; sabiendo que era la mujer más "buenota" que estaba en esa discoteca, y que todas las otras mujeres la envidiaban. Pero no permitía que se dieran cuenta de su placer, ya que ponía la cara seria para espantar a los hombres atrevidos que no le interesaban; sólo los que no le interesaban, porque los que sí, eran otro asunto.

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