A finales del caluroso mes de septiembre los padres de Pablo habían alquilado una semana en una vivienda en las afueras de un pequeño pueblo de la sierra y hacia allí fueron en automóvil con su único hijo.
El edificio de construcción antigua tenía una única planta, viviendo los dueños en el piso bajo y habían alquilado la vivienda de arriba.
Aparcaron a pocos metros del edificio y, mientras el padre iba a por las llaves de la vivienda, tanto la madre como el hijo salieron del coche para estirarse después del viaje.
No tardó mucho en regresar el padre con las llaves, acompañado de un hombre de unos cuarenta y tantos años y de aspecto rudo, y de un muchacho que no tendría más de dieciocho. Eran el dueño de la vivienda y su hijo. Nada más ver a Marga, que así se llamaba la madre de Pablo, en el rostro de los dos se reflejó auténtica sorpresa y luego lujuria.
¡Cómo era posible que un hombre tan vulgar y corriente tuviera una mujer tan buenorra, con unas buenas tetas y culo!
Pensaron padre e hijo, mientras recorrían ávidos con sus ojos las amplias curvas de la mujer que tenía unos treinta años. Recorrieron sus turgentes pechos que se marcaban bajo el fino y ajustado vestido de color rosa claro, y se metían entre sus abultados senos tan expuestos por el generoso escote de la prenda. Bajaron la mirada por sus amplias caderas hasta el sugerente triángulo entre sus piernas y hasta sus torneados y prácticamente desnudos muslos, ya que apenas les cubría la minúscula minifalda de su vestido.
Acostumbrados a las miradas lascivas que los machos dirigían a la sabrosa hembra de la familia, tanto el padre como el hijo no se dieron ni cuenta, ni siquiera cuando, a modo de saludo, tanto el hombre como el muchacho besaron a Marga en la mejilla, aprovechando el primero para tocarla indisimuladamente el culo.
Se presentaron como Francesc el hombre y Quino el hijo. Lo primero que pensó desdeñosa la mujer es que eran un par de catetos que no habían salido en la vida de su pueblo y no habían visto una mujer que no tuviera bigote y pesara más de cien kilos.
Les ayudaron a cargar con las maletas, subiéndolas a la vivienda alquilada. Como el edificio no tenía ascensor subieron caminando por las escaleras. El dueño de la vivienda iba el primero y, muy gentilmente, Quino el último, cediendo el paso a Marga que subía las escaleras justo delante de él, seguida en todo momento por los ojos del joven que no se perdían detalle del movimiento bamboleante de las caderas de la mujer, de sus prietos glúteos y de sus hermosos muslos, agachándose incluso el joven para mirar bajo la minifalda de la mujer sus nalgas apenas cubiertas por un fino tanga de color rosa.
Marga que se había percatado que el joven la había dejado pasar primero para mirarla el culo, se recreaba divertida, balanceándolo más que de costumbre, mientras ascendía lentamente por las empinadas escaleras.
Al llega al piso Francesc les enseñó brevemente la vivienda mientras Quino, totalmente empalmado, contemplaba, en silencio y cubriéndose con sus manos su potente erección, el sugerente cuerpo de Marga. Solamente la mujer, divertida, se percataba disimuladamente del examen en profundidad al que estaba siendo sometida.
Aunque, según palabras de Francesc, la vivienda había sido reformada recientemente, se ofreció tanto él como su hijo para solucionar cualquier problema que tuvieran los recién llegados. Sonreía el joven y movía la cabeza asintiendo, pero se imaginaba desatascando no las tuberías de la casa sino las de la maciza con su cipote. A la sonrisa del joven correspondió Marga, fijándose en el bulto que levantaba ostensiblemente la parte frontal del pantalón de Quino. También ella se daba cuenta de lo que estaba pensando el joven, en follársela, pero ella, aunque era una auténtica calientapollas a la que la encantaba poner cachondos a los hombres, no tenía ninguna intención de dejarse follar por nadie que no fuera su marido. Frecuentemente no lo conseguía.