Aquel verano mi madre descubrió los juegos de cartas. No sé ni quien la enseñó ni cómo ni con quien jugó pero la obsesión de jugar a las cartas la penetró fuerte y profundamente.
La pregunté quien la había enseñado y, después de unos segundos de vacilación en los que sorprendentemente se puso muy colorada, me dijo que Encarni, la vecina, la había enseñado.
¿Encarni, la vecina cincuentona que tiene pinta de puta, que siempre nos mira y habla mal de nosotros? ¿Nuestra enemiga jurada? ¿Es en serio? ¿Te has vuelto loca?
Exclamé sin poder cortarme lo más mínimo, mirándola como si hubiera pedido totalmente la cabeza.
Balbuceando me respondió.
¡Bueno ... yo ... quería ... digamos ... hacer las paces ... y como sabía que ella ... bueno ... la gusta jugar a las cartas ... bueno ... que me invitó a jugar con ella ... y con sus amigos!Pero ¿estás loca? Esa mujer nos odia. Te podía haber sucedido ... cualquier cosa.
Y, al mirar a mi madre tan avergonzada y con el rostro de color granate, me di cuenta que la había sucedido ... algo. No quise indagar el qué y la pregunté lo más delicadamente que pude.
¿Fuiste?
Bajando la vista me respondió moviendo la cabeza afirmativamente.
¿Hicisteis las paces?
Ahora movió la cabeza indicando que no y me respondió también de palabra.
No vuelvo a jugar con ellos.
Mirándola pensé:
Pero ¿qué coño la harían? ¿La habrían humillado ... incluso follado?
Pero la dije:
Bueno, al menos aprendiste a jugar a las cartas, ¿no? Y además te encanta.Sí, eso sí.
Me respondió otra vez contenta, sonriendo.
No le digas nada a papá de esto. Ya sabes cómo se pone.
La advertí en voz conciliadora, como si me dirigiera a una niña pequeña.
Ya lo sé, hijo, no le diré nada. Será un secreto entre nosotros dos.
Y me alejé sin decirla nada más, pensando en lo que la había sucedido. Lo pensé durante varios días, obsecionado con lo que me había contado, sin comentar nada a nadie. La rabia me inundaba pero poco o nada podía hacer. Poco a poco la rabia fue dando paso al morbo y me acabé masturbando varias veces imaginando lo que la había sucedido.
A pesar de su insistencia con mi padre y conmigo, como ni a él ni a mí nos gustaban los juegos de cartas, mi madre se dedicó al solitario en sus múltiples variantes. Como mi padre, tan concentrado siempre en su trabajo, tampoco la satisfacía sexualmente, seguramente también ella practicara frecuentemente sexo en solitario.
Pero muy pronto dejó de jugar sola ya que no pasaron muchos días cuando una víspera de festivo, aprovechando que mi padre estaba fuera trabajando, quedé en casa con mi amigo Chicho para echar unas partidas con la PSP.
En aquella época Chicho frecuentaba mi casa y ya era casi de la familia. Aunque era más alto y recio que yo, tenía mi misma edad, dieciocho años, y llevábamos años codo con codo en el mismo instituto.
Pues bien, entre juego y juego, mi amigo se fue al baño y, al volver, observó a mi madre en el salón, jugando a las cartas sobre la mesa, y ella, al verle, aprovechó para preguntarle si le gustaba jugar y si quería echar una partida.
Por supuesto, me encanta jugar a las cartas y la echaré más de una.
Fue su respuesta entusiasta y la réplica de mi madre no lo fue menos y, más que invitarle, le obligó a que se sentara con ella para jugar a las cartas.