—¿Te has fijado cómo huele? —Noté alguien aspirando cerca de mi cuello.
—A mí lo que me gusta son sus tetas, las tiene grandes, sus aureolas parecen galletas. Listas para comer... —se rio una segunda voz.
—¿Has traído el aparato para perforarle los pezones? —Quiso saber el tercero.
—Claro y los piercings que me pediste —respondió el primero.
Me siento mareada e incapaz de moverme. No puedo abrir los ojos. Lo escucho todo, lo siento todo, pero no puedo moverme, como si estuviera en un sueño, uno extraño en el que tres de mis alumnos aparecen sin que pueda verlos.
Me llamo Daniela, tengo cuarenta y tres años. Hace siete meses que me mudé a un pequeño pueblo, a miles de kilómetros de la ciudad de donde nací, crecí, conocí a mi marido, fui a la universidad o tuve a mis hijos.
Quería un cambio de aires, uno que me permitiera superar la crisis de mi matrimonio, que me hiciera reconectar con el hombre del que una vez me enamoré y que ahora parecíamos a miles de kilómetros de distancia. En dos puntos equidistantes y remotos de la misma sala.
Mis hijos mellizos de quince años, habían empezado a frecuentar malas compañías y a mi marido le ofrecieron un puesto para reconvertir un pequeño pueblo en un lugar sostenible y turístico.
A mí me pareció bien, justo había una oferta de profesora en el pueblo de al lado, en el instituto al que acudían todos los chicos de las poblaciones aledañas.
A mis hijos no les gustó la idea de que les diera clase, pero a mí me daba igual, así los tendría más controlados.
Estábamos en la fiesta de la cosecha. Habían pedido una profesora voluntaria para supervisarla y me había ofrecido. Recuerdo a Mateo, Lucas y Diego acercarse a mí.
No eran malos chicos, solo de los que no les gusta demasiado estudiar, que tienen potencial y son demasiado guapos para su edad. Pensaban más en chicas que en exámenes y los había intentado reconducir.
Vinieron a hablar conmigo sobre sus últimas pruebas, habían sacado un cuatro raspado, me preguntaron si podían hacer algo para subir nota y les sugerí que fueran creativos, que me hicieran un trabajo extra y que valoraría su esfuerzo.
—Está muy buena —murmuró Mateo.
—Eso ya lo sabíamos, desde el primer día que apareció en clase con esa falda pegada al culo y la blusa medio desabrochada, marcando pezones —se sumó Lucas.
—No aguanto más —Noté un chupetón en el pezón izquierdo. Quería gemir pero era incapaz—. Me encanta, no está operada, son naturales.
—Eso ya lo sabíamos antes de que se las chuparas —Lucas era el más serio de los tres, el cabecilla. Mi hija no paraba de mirarlo en el pasillo, ella y todas las chicas, era dos años mayor que ella, de pelo rubio y ojos negros. Solía llevar una chupa de cuero y fumar vaper de cereza—. Mateo perfórale el pezón ahora que Diego se lo ha puesto duro y tú, cómele la otra.
Quería hablarles gritar, no tenía ni idea de lo que estaban queriendo hacer hasta que un dolor agudo me atravesó el pezón derecho. Por dentro chillé, pero no salió ningún ruido por mi garganta. Noté como algo me presionaba y sus dedos me manipulaban.
—¡Qué bien le queda, joder! —exclamó Mateo.
—Sí, así ahora cuando nos menee las tetas delante de los ojos, se le verán siempre duros, con los piercings estimulándolos. Dijo que fuéramos creativos, ¿no? Pues lo estamos siendo. Hazle el otro. Diego cúrale la teta.