Capítulo 30

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AMAYA.

"No hay peores despedidas que aquellas que no planeamos."

—Son más de las díez, ¿por qué demonios no me envía la ubicación?

Estoy de los nervios. No puedo aguantar ni un segundo más esta incertidumbre. Víctor no es una persona que duerme hasta tarde e imagino que no empezará a hacerlo ahora que tiene una persona como rehén. No lo entiendo y lo peor es que no puedo llamarlo porque siempre me marca desde números desconocidos.

—¡Maldita sea! Estoy de los nervios.

—Amaya, todo saldrá bien, tienes que tranquilizarte.

—¿Y si ha cambiado de opinión? ¿Y si algo ha salido mal? ¿Y si la ha matado?

El miedo no me deja respirar al visualizar esas posibilidades. Esa chica es mi mejor amiga, mi hermana y, joder, si le pasa algo por mi culpa no me lo perdonaré nunca. Ella no se merece esto, nadie se merece algo así. Estoy condenada a estar sola, a no tener nada ni poder amar a nadie. Estoy condenada a la desdicha, al aislamiento y al dolor.

Entonces escucho el sonido de la notificación y, en fracciones de segundo, estoy leyendo un mensaje que me deja a cuadros. Es la ubicación de Eliza, junto a un mensaje de Víctor en tono de despedida.

"Puedes venir con la policía, no estaré aquí cuando llegues. Me he cansado Lissa, de perseguirte, de estar obsesionado contigo, de hacer el mal. Eliza me ha confirmado cuánto me odias y no puedo soportarlo. Te he querido desde que me invitaste esas chuches, desde que viste cuánto sufría y te interesaste en disminuir mi dolor. Ojalá hubiese podido ser diferente, cambiar por tí, para tí, pero no podía soportar el hecho de necesitar ayuda, pedirla o mostrar debilidad. Gracias por haber sido siempre un punto dulce en medio de tanta amargura. Te deseo la mayor felicidad porque no es culpa tuya, Lissa. Cuando Eliza despierte dile cuanto lo siento, y entierrame en ese lugar, ese en el que tu sabes que me gustaría descansar. Te dejo libre y con ello me libero."

—No, no lo entiendo —las lágrimas desbordan mis ojos y siento el corazón en un puño. Rodrigo coje mi teléfono y lee el mensaje —No lo entiendo, ¿qué quiere decir?

—Amaya yo, creo que...

—¿Qué?

—Creo que se ha suicidado.

El alma se me cae a los pies y el dolor me llena el pecho de manera aplastante. «¿Víctor se ha suicidado?» No, él no haría eso, ¿verdad?

—Es hora de llamar a la policía. —me dice Rodrigo en tono serio.

Entonces el tiempo se detiene, todo se ralentiza a mi alrededor y no soy capaz de moverme, hablar o hacer nada. Lo siguiente que veo es como llama desde su teléfono, luego nos recoge un coche patrulla y vamos en dirección a donde está mi amiga secuestrada y mi ex, supuestamente, muerto.

No puedo pensar con claridad. No puedo sospechar los hechos ni pensar en las posibilidades.

¿Víctor sería capaz de quitarse de en medio de esa manera? No lo sé, no lo creo. Estoy hecha un lio. No puedo responder a las preguntas constantes de los policias y, joder, no puedo hacer más que desear ver ya a Eliza. Necesito estrecharla en mis brazos, comprobar que respira y, entonces, solo entonces, volveré a respirar con normalidad.

Aparcamos delante de una nave abandonada, tiene un estado deplorable, y las que la rodean están aún peor. Los policías no quieren que salga del coche, no quieren que intervenga, me lo han dejado claro. Nos rodean las luces y los sonidos de las sirenas de las ambulancias. Rodrigo me coge de las manos y me consuela, pero todo me parece irreal, ambiguo, quimérico, utópico. Me parece estar viviendo en una realidad alternativa, una con una resolución de mierda.

Sobrevuelan mi mente los recuerdos de cómo ví a un niño llorar en mitad del patio del orfanato, yo conocía mejor que nadie lo doloroso que puede resultar el primer día. Se le veía triste, confuso, deshubicado y su voz resonaba con más fuerza en mis oídos a medida que me acercaba. Todos cuchicheaban sobre que sus padres estaban en la cárcel y yo empatice con su frustración enseguida.

—Puedes comer mis chuches y también puedes llorar, te enseñaré mi lugar secreto y no se lo diré a nadie. —Me miró interesado con la cara empapada en lágrimas. Miró a su alrededor durante unos segundos y después asintió. Lo sabía, Víctor era como yo en ese aspecto, nos gustaba llorar nuestras penas sin audiencia, vivir en soledad nuestras desgracias, sobrellevar nuestra calamidad sin espectadores.

Fue mi amigo durante mucho tiempo y luego fue mi novio, y fue un chico noble a pesar de sus muchos defectos, un chico que hizo lo que pudo con sus circunstancias y que probó las drogas con catorce años mientras intentaba huir del dolor.

«Me ayudan a evadirme, Lissa» «Tu no me entiendes, ¡no puedes juzgarme!» me parece estar oyéndolo ahora mismo y me ahoga la pena.

«¡Esa mierda te controla! ¡Va a matarte!» le contestaba siempre.

Nunca me escuchaba, nunca me escuchó. Ojalá me hubiese escuchado, ojalá hubiese pedido ayuda, ojalá a alguien le hubiese importado lo suficiente como para ayudarlo a salir de ese círculo vicioso, pero solo eramos una huérfana y el hijo de unos delincuentes presidiarios que apuntaba todas las maneras para seguir el camino de sus padres y acabar en la misma situación que ellos, escuché eso muchas veces cuando se referían a él. Solo éramos dos fallas en el sistema, dos excepciones a la regla, dos eslabones débiles, dos marginados. Nunca tuvo otra oportunidad, nunca pudo aprovecharla, nunca nadie le ayudó a verla.

Tengo que ver a Víctor con mis propios ojos. Quizá si hablo con él una vez más. Todavía está a tiempo de enderezar su vida, de recibir ayuda, de cambiar.

—¡Víctor! —He salido del coche y, la brisa me golpea mientras corro en su contra —¡Eliza! —Tengo que encontrar a mis amigos —¡Víctor! —escucho que gritan mi nombre falso, pero no soy Amaya. La que corre en este momento al interior de esta nave es la pequeña Lissa. La que creció en el orfanato, la que corrió por esos pasillos de la mano de las dos personas que están en esta nave. —¡Eliza! —No veo nada, las lágrimas lo nublan todo. —¡Víctor! —Tengo nueve años y me persiguen unos matones, corro a su habitación, apenas he entrado en su pasillo y él ya se ha asomado a la puerta «Lissa, ¡me cago en todo! ¡Me cargaré al que la toque, joder!» Los chicos ya han salido corriendo antes de que Víctor me atrape en sus brazos. —¡Eliza! —La veo, la han subido en una camilla. Tiene los ojos cerrados, ¡no se mueve! —¡¿Está viva?! —pregunto a uno de los paramédicos, intento cogerlo de la chaqueta, ni siquiera veo su cara, no mido mis fuerzas mientras lo zarandeo. —¡Por favor! ¡Dime que está viva, por favor! ¡Es mi hermana!

—Está viva —responde solemne.

—¡Tiene que salir de aquí! —La voz del agente suena demasiado ruda.

—Me la llevaré —Rodrigo me coge de la cintura y me empuja, me resisto y reculo lo suficiente como para verlo. Víctor está tirado en ese suelo gris y frío, el rojo de su sangre brilla bajo los rayos de sol que se cuelan desde las ventanas altas, tiene los ojos cerrados. Parece dormido.

Siempre me gustó verlo dormir porque cuando dormía no había discusiones, ni golpes, ni dolor. Cuando dormía me apetecía acariciarle los rizos. Cuando dormía siempre soñaba con que se despertase siendo diferente.

Hay un arma al lado de su cuerpo. Su cuerpo sin vida. Ya no existe, se extinguió, finito.

—¡Víctor!

La Lissa que creció junto a él, la que lo quería como a un hermano tiene que abrazarlo. Me tumbo a su lado y acuno su cabeza mientras lloro desconsolada y le grito cuanto lo siento.

—¡Lo siento! ¡Lo siento! No quería que esto terminara así, lo siento muchísimo.

Y es la verdad.

Todos tiran de mí, algunos sin ninguna delicadeza mientras me gritan cosas que no logro entender. Sé que están enfadados, son como esos matones del orfanato y yo no tengo quien me defienda así que al final me pueden. Me levantan y me alejan a empujones mientras pierdo el contacto con la luz y la realidad entre sus brazos. 

Hasta que la mafia nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora