Epílogo.

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Más de dos años después.

Amaya:

Giro la llave del apartamento rodeada de besos y sonrisas fugaces. Amo estos besos que se anticipan a lo que sucederá una vez atravesemos esta puerta. Somos tan felices que parece una epifanía. Jamás imagine que se pudiese amar de esta manera, a lo largo de los años nuestro amor ha crecido, se ha fortalecido así como nuestra necesidad del otro. Mientras más tiempo paso junto a mi marido más necesito, mientras más lo miro mientras sonríe, hace planes o pone cafés en la cafetería más me reafirmo en que tomé la mejor desición al unir mi vida a la de él.

Nuestra familia ahora está creciendo y ya no seremos solo Amaya y Rodrigo los que recorran este camino, acabamos de comprobar que nuestros mellizos de treinta y seis semanas están perfectamente saludables y casi listos para nacer, ¿puede haber una mejor noticia que esa? Yo no lo creo.

En cuanto pongo un pie dentro de casa sé que algo no anda bien. El ambiente es diferente, más denso, más caldeado. Me golpea el olor de perfumes que no conozco y sé que hay alguien dentro que no debería estar aquí.

—Hay alguien en casa —dice Rodrigo, y se pone delante de mí en actitud protectora. El miedo me recorre, no tenemos enemigos, ni amenazas, ¿quién podría colarse en nuestra casa de esta manera cuando no estamos?

—Tiene que robar una madre las llaves del departamento de su hijo para poder verlo. —La voz proviene del salón y mi marido se queda rígido, los colores abandonan su cuerpo y permanece quieto, estoico, ido. La expresión de su rostro solo me revela absoluto terror. Me pongo en alerta, puede que parezca adorable la idea de conocer a mi suegra, pero sé que su familia le ha hecho daño y ese es el porqué de su reacción.

—Amor —le susurro.

Me coge de la mano y da unos pasos lentos hasta el salón. La estancia se abre ante nosotros, tan conocida como siempre, con la excepción de que un grupo de cuatro desconocidos vestidos con ropa elegante se sientan en nuestros sofás. Los desconocidos me inspeccionan de inmediato, pasean sus ojos de mí a Rodrigo, de Rodrigo a mí, a nuestras manos únicas, a mi enorme barriga, me la sostengo en un penoso intento de ocultarla. Están sorprendidos, no lo disimulan, la madre muestra su insatisfacción con gemidos y el padre me analiza callado. El chico joven se mantiene alejado del grupo y la mujer joven me mira con los ojos muy abiertos.

—¿Qué hacéis en mi casa? —miro a mi marido y me alegra descubrir que ha encontrado su voz.

—¿Tú casa? —pregunta su padre con ironía —¿Qué es exactamente lo que estás haciendo para ganartela, hijo?

—Tengo mis propios negocios, no os necesito.

—Cuidado con tus palabras —le advierte su madre que luego clava la mirada en mí. —¿de cuánto tiempo estás?

—Yo... —miro en dirección a mi marido y él asiente —treinta y seis semanas.

—¿Y qué traes?

—Niño y niña.

Escucho varias reacciones a la vez, pero la más sonora proviene del padre de Rodrigo, se deshace de felicidad, gozo y algarabía.

—Por fín herederos dignos para mi imperio. —dice con éxtasis.

—Padre —le advierte Rodrigo.

—Es hora de que vuelvas a Amsterdam, tú y tu esposa, porque imagino que esas alianzas no son de adorno. —me sorprende lo bien que habla este hombre el español, apenas se le nota acento alguno. —El negocio te necesita y ahora que vas a ser padre debes velar por la seguridad de tu propia familia.

Hasta que la mafia nos separeDonde viven las historias. Descúbrelo ahora