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Lisa

El viento sopla en mi rostro mientras el coche avanza por el camino hacia la ciudad. Sara está a mi lado, hablando animadamente, pero mis pensamientos son un torbellino. Cada kilómetro que pasamos me acerca más a la vida que conocía, a una realidad que parece ya lejana.

Pero algo no está bien.

A medida que nos acercamos, una sensación extraña se apodera de mí. Miro hacia mi reflejo en la ventana del auto: mis ojos reflejan una mezcla de esperanza y ansiedad.

Mis hombros se encorvan, y, aunque trato de ignorarlo, siento la transformación surgiendo dentro de mí. Un cosquilleo se expande por todo mi cuerpo haciéndome querer rascarme como si eso pudiera aliviar el dolor que se cernía sobre mí.

—Lisa, ¿estás bien —pregunta Sara,  llena de preocupación.

Trago saliva y asiento, pero en el fondo, sé que no estoy bien. La piel de mis brazos comienza a desprenderse lentamente, como si un viejo envoltorio se estuviera rompiendo. Me rasco involuntariamente, y el dolor se convierte en algo que no reconozco. Un impulso extraño me invade, y cada rasguño expone una epidermis que brilla de manera irregular, como un signo de lo que se está convirtiendo en mi nueva realidad.

Este es un tipo de dolor al que no estoy preparada. Con cada pulgada que avanzamos, la transformación se vuelve más intensa. Me miro las manos, amarradas a lo que solía ser, luchando y cuestionando lo que todavía podría ser.

El dolor es la puerta de entrada a una nueva forma de existir.

La ciudad aparece al final del camino, y con ella, también la expectativa del futuro. Mientras me aferro a la esperanza de que la cura sirva, el miedo a lo que soy se agazapa en mi pecho. Soy un punto de luz en medio de la oscuridad.

Con cada respiración, con cada latido, siento que tengo que tomar control. Mis alas son parte de mí, y hoy, no dejaré que me definan. No soy un cuerpo en mutación, soy una mujer con un propósito, con un destino y una misión que cumplir.

Ya casi llegamos.

El coche avanza lentamente hacia la entrada de la ciudad, y mi corazón late con fuerza. ¿Qué queda de mi hogar? El eco de mis propios pensamientos se mezcla con el silencio abrumador que rodea el lugar. Un cielo grisáceo se cierne sobre todo, reflejando el desánimo que siento al ver las calles desiertas y los edificios, una vez vibrantes, ahora los edificios y puestos que tanto visitaba, están desolados. Las calles son el epicentro de la muerte, con cuerpos que se descomponen con el pasar de las horas.

Sara y yo intercambiamos miradas. Ambos lo sabemos: hemos llegado a un territorio que se siente extraño y ajeno. Avanzamos, pero el ruido del motor se mezcla con el crujido de hojas y el viento que susurra, como si la ciudad misma estuviera guardando un luto.

Irrumpimos en un mundo que ha cambiado para siempre. Cada esquina se siente plagada de recuerdos, pero también de sombras que nos observan.

Los muertos vivientes permanecen ahí, desorientados, errantes en busca de algo que no pueden encontrar. Su presencia me aterra, pero también trae a la superficie memorias que había enterrado.

Mientras nos movemos por las calles, la nostalgia me inunda; mis ojos buscan lo que solía ser. Las risas de la infancia parecen resonar en mis oídos, así como los días soleados en los que corría libremente por el parque, atrapando mariposas y soñando con volar. El parque era un lugar lleno de vida, árboles frondosos y amigos. Ahora solo queda un eco de lo que fue, y la ausencia de sonidos alegres es abrumadora.

A cada paso que doy, revivo momentos. Las tardes de verano en la heladería, el aroma del helado derretido mezclándose con la risa de mis amigos. Los paseos en bicicleta, sintiendo el viento en mi rostro, la pura alegría de la niñez sin preocupaciones. Nunca pensé que esos días podrían ser un recuerdo tan preciado.

El vacío que siento dentro de mí se convierte en una carga pesada, un contraste con la nueva realidad que me rodea. Este lugar, ahora lleno de muertos, me recuerda que la soledad se ha instalado en cada rincón de la ciudad. No hay risas, no hay juegos, solo el crujir de los escombros y el sonido desgarrador de los gritos ahogados de aquellos que no pueden encontrar la paz.

—Lisa, tenemos que centrarnos en llegar a casa —dice con voz firme, mientras toma una de mis manos.

Minutos más tarde, nos encontramos frente a mi casa. El jardín con las flores pisoteadas y marchitas. La casa se mantiene igual de cómo recuerdo. Suspiro profundamente y rasco mi cuello, llevándome entre las uñas rastros de piel.

Abro la puerta y bajo. Poso los pies sobre la tierra y miro hacia la puerta. Recuerdo el último abrazo que le di a mi familia. El como mamá lloraba ante la idea de que tenía que irme. Que tenía que salvar el mundo. Mi hermana de aferraba a mi cintura y no quería dejarme ir. Ahora solo veo una puerta que los resguarda del mundo exterior. Ella es la verdadera heroína.

Caminamos hacia la entrada con los nervios a flor de piel y la comezón haciéndose insoportable. Siento como dentro de mi, algo se retuerce y comienza a crecer con la intención de buscar su libertad.

Toco la puerta firmemente. Mi brazo se ve llenos de baches donde la piel ha dejado de existir y solo un compuesto negruzco habita en ellos. Espero que mamá abra o cualquiera de los demás. Solo quiero verlos

Mamá abre y sus ojos se llenan de instantáneas lágrimas. Se lleva las manos a la boca en una expresión de sorpresa y le sonrío.

—¿Mi bebé? —da un paso hacia mi y toma mi rostro mientras esas lágrimas corren por sus mejillas.

—Aqui estoy mami —digo con una gran sonrisa. Ella me abraza sin poder contener la emoción. La rodeó con mis brazos y dejo algunos besos sobre su cabello pelirrojo que el tiempo ha blanqueado.

—¿Lisa? —escucho la voz de la tía desde el pasillo. Miro por encima del hombro de mamá mientras aún la abrazo y la tía se acerca con esa presencia imponente que la caracteriza.

Mamá y yo nos separamos dándole una oportunidad a la tía de poder apretarme y darme esos mimos en el cabello que tanto me gustaban hace tiempo.

—Mi niña —la tía me abraza y me aprieta dándome algunas vueltas. Me río por la fuerza que aún tiene y luego me baja—. Te ves radiante —dice en un tono burlón pero en su mirada puedo notar la preocupación.

—Es una larga historia pero, ¿Donde están los demás? —miro a mis dos mujeres favoritas.

—Tu padre está duchándose, el abuelo en su habitación y Laura salió con su novia —dice mamá mientras abraza a Sara y la hace pasar.

¿Novia? ¿Desde cuándo?. Ha crecido tanto.

—¿Ha donde fue Laura? —rasco ligeramente mi cuello, con miedo de desprender la piel.

—A una misión secreta —responde mi tía con un tono de misticismo que me hace reír.

—Tenemos que hablar y de cosas serias, igual no es muy recomendable que Laura ande en las calles —digo tornándome sería. Sara me alcanza la mochila y la abro, teniendo la mirada atenta de las mujeres. Saco la caja negra. Le entrego la mochila a Sara y abro la caja negra mostrándole los viales con el antídoto.

—¿Eso es lo que creo? —la tía me mira con asombro.

—Logramos sintetizar un antídoto completo para frenar y eliminar el virus del organismo —les explico—. Solo tengo 4 y el laboratorio está muy lejos como para fabricar más pero necesito que ustedes lo tengan.

Mamá niega con la cabeza y se acerca a mi, colocando sus manos sobre las mías.

—Mira tu estado, tu los necesitas más que nosotros —sabía que lo diría pero aún asi, mi objetivo sigue en operación.

—¿Cómo crees que aguanté a dos mordeduras de zombie? —levanto una ceja mientras la observo—. Claramente tenía un antídoto de prueba en mi organismo pero no fue suficiente, solo fue un prototipo y partiendo de mi sangre, sintetizaron este —los ojos se me llenan de lágrimas. La comezón es insoportable pero no quiero verme vulnerable, no ante ellas


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