Prólogo

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Rey Hans (días antes de la coronación de Esmeralda II):

Desde el jardín trasero del castillo pude escuchar los lamentos de mi hija. Me sobresalté de inmediato, pues un motivo bueno no podría ser para aquel grito de angustia y dolor. Dejé el batallón de guardias formados uniformemente en el jardín y guiado por mis guardias reales me encamine hacia el ala norte de la fortaleza. No pude evitar correr cuando supe que provenía del alcoba que compartía con la reina.

El delgado cuerpo de la reina en el suelo, inmóvil y débil ante mis ojos me dejaron pasmado justo en el umbral de la puerta que resguardaba la habitación. Tomé las fuerzas faltantes en mi cuerpo, de mi mente quizás, y ordene a los guardias que encerraran a Esmeralda en su habitación. Me avivé sobre el suelo, con lágrimas en los ojos, gruesas lágrimas que resbalaron por mis mejillas hasta caer sobre el pecho inerte de la mujer con la que he compartido todos mis años de mantado, prácticamente toda mi vida.

-Hagan traer al doctor-les ordené a los sirvientes asomados en la puerta pendiente al suceso. Todos fueron hacia afuera y me quedé sumido en mi propio silencio mientras gemía de dolor.

-¿No estás muerta, verdad?-susurré en medio del llanto con mi voz notablemente dañada. Así transcurrieron tal vez horas, en las que permanecí inmóvil al lado del cuerpo de Esmeralda. Me tomé la libertad de peinar su cabello dorado con mis dedos mientras lo mojaba con mis lágrimas. La presencia del doctor en la habitación me sobresaltó.

No necesitó de muchos detalles, ni siquiera tardó minutos en revisar el cuerpo de mi esposa.

-Ha fallecido-su voz cruel y grave llegó a mis oídos como una flecha clavada sin ningún pudor en mi pecho. El doctor de avanzada edad, pues tenía el cabello lleno de canas y necesitaba de lentillas quiso cubrir el cuerpo de mi esposa con una sabana blanca para no ofrecernos más lamentos y por respeto propio, pero le negué que ocultase su rostro. Me negaba a darla por perdida, y a dejar que se la llevasen lejos del castillo.

Me cuestioné con rabia en que cosas había estado invirtiendo tanto el tiempo como para no aprovechar los últimos momentos que estuvo Esmeralda con vida, ¿que podría ser más importante que ella? Llegué a halarme los cabellos con frustración frente al espejo al caer la noche y hallarme solo en aquella vacía habitación, aquella espaciosa cama. Teníamos planeado envejecer juntos.

¿Dónde habían quedado aquellas promesas?

No desayuné en la mañana, ni almorcé al caer la tarde; más le hice llegar a mi hija, mi único vínculo ahora existente, sus alimentos. No quería que saliera pero tampoco que muriera de angustia encerrada en su habitación, mientras se llevaban a su madre del castillo envuelta en una sábana blanca que apenas permitía mirar por última vez su hermoso rostro. Sé que lo hizo a través del gran ventanal. Una vez se marchó el carruaje me quedé sumido en mis pensamientos, o tal vez en una niebla blanca pues no era capaz de pensar en cosa alguna en el recibidor del castillo y al girarme, en lo más alto, estaba ella, la pequeña que me regaló Esmeralda arrodillada frente a la ventana de cristal ahogada en un mar de lágrimas.

No podía hablar con ella, no encontrándome en tan devastadora situación tanto como ella; más necesitaba de su contacto, de su mirada puesta en mí, de su cuerpo aún más delgado que el de su madre acogido entre mis brazos, en esos momentos débiles, por tal tristeza. Dormí a su lado esa noche, y las siguientes. No sabía si permanecía allí con ella para brindarle apoyo o era ella el motivo por el que no me derrumbaba solo cuando decidía salir a coger el sol y llorar a la copa de un árbol, sola, para que no le viera y me rompiera aún más.

Nada nos advierte de esta partida infinita, sin viaje de regreso; es solo un carruaje que se marcha de aquí y sus ruedas nunca dejarán de rodar. Lo más lejos posible y para siempre.

El día de la coronación de Emseralda había llegado, y no sería como lo que tantos meses llevábamos planeando. Tal vez porque desde hacía días ya se consideraba la reina de la nación o si por la falta de su madre o si por el hecho de que ya no tendríamos aliados. No asistió más que la plebe del castillo y el Concejo de Hadas, leal a nuestro reinado.

La corona dorada adornada por perlas de esmeraldas fue colocada en la cabeza de la pequeña Esmeralda II y luego el brillo de hadas en el hada Thiana, encargada de mi hija. No se sonrió en toda la ceremonia y Esmeralda no elevó el mentón en lo que duró el proceso. Ocupar el lugar de su madre, porque esta había fallecido unos pocos días antes, no era lo previsto mucho menos lo esperado; pero así sucedió para desgracia de todos, principalmente de ella que recién comenzaba su reinado y no tenía más apoyo que el mío como progenitor.

Esa noche entré por primera vez en mucho tiempo a la alcoba que solía comprartir con Esmeralda I. No había permitido que nadie entraste en todo el tiempo que estuve durmiendo con mi hija, ni siquiera a los sirvientes para que se deshacieran de las pertenencias de la antigua reina. No entré precisamente a dormir, era consciente de que no lograría conciliar el sueño en aquella habitación tan cómplice de mis noches acompañando de la bella Emseralda, sin embargo en la penumbra de la habitación encontré un papel doblado y al abrirlo y verificar las esquinas embarradas de tinta, como lo habitual en todas las cartas escritas por mi difunta fallecida, pues no poseía la habilidad de maniobrar a la perfección la pluma a pesar de haber hecho el intento de ayudarle en varias ocasiones y leí el encabezado.

'Para usted, Rey Hans, de su eterno amor, esposa y madre de su hija, Esmeralda I'

Supe entonces que aquello iba dirigido a mí, y que sería suficiente para despedirme de mi mujer a la que me negaba dejar atrás. No era consciente entonces de que solo avivaría el fuego de la cólera y los recuerdos de lo que fue nuestra unión y todo lo bueno que vino con ella, aunque fuese solo ante mis ojos.

' No sabría cómo empezar está escritura porque sé que la leerás con él corazón roto en mil pedazos y el pecho oprimido. No sabría darte palabras de aliento cuando no haré más que profundizar el dolor, pero después de tantos años a mi lado, venciendo batallas juntos que jamás imaginé compartir contigo luego cada una de las victorias, logré encontrar una pisca de confort para librar mis propias batallas, ocultas en lo más profundo de mi ser, pero tomando vigor con cada día que pasaba. Solo una pisca, pues sabía que nunca estaría completa, nunca sería totalmente feliz por más felicidad que me pudieras proporcionar, tanto usted como nuestra hija; en la que encontré un rayito de esperanza hasta que apareció el rey Calegrom y no puse que mas hacer luego de ello. No hice más que seguir tus mandatos sobre el tema y apoyarte aunque ello significaba la infelicidad de nuestra pequeña, y la mía al doble. Cuando termines con tu lectura encontrarás apoyo en Esmeralda que conoce el porqué de estas palabras; le he contado y ella ha sabido comprender mi situación sin prejuicios aunque al inicio se mostrase inmadura como la joven que es. Sé que ocupará mi lugar con mucha más sabiduría y protagonismo. Y espero que usted sepa aceptar su amor, ese del que no hablamos pero por más que pasen los siglos seguirá sujeto a su corazón, Calegrom.'

Aquello quedó grabado en mi mente hasta que fui al comedor y sorprendí a Esmeralda que se guardó las lágrimas de inmediato y se limitó a beber agua de una jarra demasiado grande para sus pequeños labios. Fui hasta ella y le abracé hasta que se me durmieron los brazos. Esa noche no dormimos, me estuvo contando cada detalle de la Esmeralda que no conocí nunca.

-¿Aún amas a Calegorm?-no dije más luego de aquella pregunta tonta, pues no había transcurrido mucho tiempo desde la última vez que le vimos por el castillo. Ella guardaba distancia, envuelta en el luto por la muerte de su madre, pero claro que le amaba; le amaría siempre.

-Sí-se limitó a responder en un susurro para no ser descortés, y se escondió bajo las grandes almohadas de su cama, al rato escuché varios de sus gemidos. No habría noche que no llorara, fuera cual fuera el motivo.

La guerra dió inicio y no me quiso en el campo de batalla; a unas semanas de haber partido supe que apesar de la distancia que tienen los elfos de las guerras y los conflictos, no hizo mucho para conseguir la ayuda de los elfos. El Rey de Islandia estaba perdidamente enamorado de ella y no le dejaría sola en aquella circunstancia, contra el resto del mundo.

En esa ocasión el amor venció a la avaricia y el egoísmo, más no a el orgullo del rey Calegorm que una vez finalizada la batalla, volvió a su isla sin despedirse.

Al saber de ello recordé entonces las palabras de Esmeralda I, y a pesar de no comprender del todo su historia, contada por mi hija le haría honor a sus deseso. Uniría a nuestra hija con un elfo, de su misma sangre. Solo porque yo le amé, y mi hija merecía el mismo privilegio, el de amar.

La reina de la naturaleza verde |TerminadaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora