Introducción: El principio, diez años atrás

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Acababa de entrar el año 1335, el frío era insufrible para los habitantes franceses, pero gracias a las innumerables capas de ropa y los kilos de leña a los que estaban acostumbrados podían combatirlo sin problema.

Aquella mañana se podía percibir cierto revuelo dentro del palacio y como las sirvientas y mayordomos iban de un lado a otro, como si algo en los interiores del castillo hubiera descolocado toda la organización. Así era, pues había llegado un barco desde España con más de una veintena de mujeres y niños buscando refugio en aquellos territorios Franceses a causa de una gran crisis que llevó al país a un estado de miseria, las cosechas se habían reducido a causa del frío desde hacía tiempo y no había para comer. Francia en ese momento, aunque no sé alejaba de la situación española, era una mejor opción para vivir que además estaba cerca. Siete madres y trece niños yacían a las puertas del palacio pidiendo ayuda y piedad por aquellas. Tenían mucha hambre y miedo, habían viajado solas con sus hijos, sin la compañía de ningún hombre.

Rogaron y rogaron por un poco de ayuda, pero, mirases por donde mirases, no iban a poder meter a veintidós personas de golpe para trabajar en un sitio como este, menos con aquella desconfianza de no saber quién era nadie en ese pequeño grupo de almas en pena.

De un momento a otro, el mayordomo de palacio, quién era el intendente principal del rey, salió para aclarar que estaban dispuestos a ayudar pero que, por obvias razones, no iban a poder ayudar a todas las mujeres con sus hijos. La elección fue sencilla, pues el mayordomo sabía elegir al personal perfecto para el palacio, era él quien lo había hecho los últimos años que había estado trabajando para el rey y la reina, que no eran pocos precisamente.

Dos mujeres, una de ellas con dos niñas y otra con un niño. El mayordomo no sabría decir el por qué de su elección tan rápida, pero se podía decir que había algo en el pequeño niño que había llamado su atención. La tranquilidad con la que se situaba al lado de su madre agarrado de su mano, esa cara tan seria que lo miraba fijamente a los ojos deseando que fuera su madre a la que eligiera. Por el contrario, los demás niños parecían revoltosos e inquietos, otros paralizados del miedo de haber tenido que huir de sus casas para emprender un viaje por el mar.

Tras señalar a las dos madres y los tres menores, las otras mujeres empezaron a pegar gritos contra el mayordomo y las elegidas, como si ellas tuvieran la culpa de que, por esa elección, podía ser que murieran de frío en tan solo tres noches.

Los guardias que yacían en la gran puerta del palacio agarraron rápidamente a los niños y empujaron a las dos mujeres hacia el interior cuando las otras siete abandonadas comenzaron a agarrar y estirar el pelo de las elegidas y a querer golpear a los tres niños que tenían aún menos culpa de lo sucedido.

Alteradas y a salvo dentro de aquellos altos muros, cada mujer abrazó a sus respectivos hijos entre lágrimas y llantos de alivio por sentir que estaban teniendo una segunda oportunidad.

Pero aquel emotivo momento fue interrumpido por tres figuras acompañas de toda la guardia real y mayordomos del palacio. El rey, la reina y el pequeño principe habían hecho acto de presencia cuando fueron avisados de lo sucedido, de que iban a tener nuevos trabajadores.

En aquel momento el pequeño príncipe Martin tenía tan solo ocho años y no entendía muy bien el escándalo que se escuchaba desde la calle en el inmenso salón del palacio donde solía jugar con algunas de las sirvientas más jóvenes. Miraba todo incrédulo sin entender tampoco porque habían dos niñas y un niño que no conocía de nada. Agarró con fuerza la mano de su madre, la reina, mientras que el rey hablaba con tranquilidad con las mujeres que acaban de entrar nuevas al palacio.

Aquella familia de reyes era todo lo que Francia necesitaba. Buenos líderes, honrados y con buen corazón que estaban dispuestos a ayudar a quien fuera que lo necesitaba, siempre y cuando no se abusara de su bondad y buenas intenciones.

-Bienvenidas -Arrancó diciendo el rey, quien dio los pasos suficientes hasta acercarse a ellos, los miraba con una sonrisa en la boca.

-Son españolas, majestad, no creo que entiendan nuestro idioma -Soltó el mayordomo principal del rey, un chico de unos treinta años.

-En mi familia siempre se ha hablado en francés majestad, mis suegros eran extranjeros de aquí -Comenzó a explicar, con mucho respeto, la madre del niño, no sin antes haber hecho una reverencia. -En nuestra casa acostumbramos a hablar ambos idiomas.

El rey la escuchó atentamente, y supo que decía la verdad al notar su acento español mientras hablaba el idioma francés.

-¿Cual es tu nombre? -Se dirigió el rey hacia ella mientras caminaba en su dirección.

-Me llamo Juana López, majestad.

-¿Y tu hijo?

El pequeño se encogió en su sitio al ver los ojos de aquel señor con tanta indumentaria de forma exagerada sobre él posados en los suyos, con una sonrisa que no le gustaba un pelo.

-Se llama Juan José Bona, majestad.

El hombre asintió a sus palabras y se giró para mirar a su mujer, quien se encontraba detrás observando la escena con su hijo de la mano. Estuvo viendo como su esposo usaba a Juana de traductora para poder comunicarse con la otra mujer, la cual había dicho que se llamaba María y que sus dos hijas se llamaban Ruslana y Almudena. Todos allí se asombraron al escuchar el nombre de la primera, pero pronto se supo que el padre de las niñas había viajado por el mundo y era un nombre ruso que le había encantado.

Tras las presentaciones, las sirvientas acompañaron a las mujeres y sus hijos a su habitación, pues los cinco dormirían en la misma. Habían dos camas grandes y muebles para guardar la ropa. No era lo que ellas esperaban, era muchísimo mejor. Había escuchado rumores sobre lo generosos que eran los reyes franceses, pero nunca imaginaron que lo serían tanto. Realmente esperaban que les dieran un colchón para las cinco y cuatro telas con las que cubrirse al dormir.

El pequeño príncipe se cruzaba de vez en cuando a aquellas niñas nuevas y aquel niño que era dos años mayor que el. Tenía la necesidad de invitarles a jugar con sus juguetes, pues era los primeros niños de su edad que estaban en palacio, y que conocía. Pero su madre le tenía prohibido entablar conversación alguna con ellos, dejándolo aislado de cualquier relación que pudiera tener con los niños y niñas de su edad. Las únicas con las que podía jugar eran las sirvientas de entre veinte y treinta años.

En cambio, Juanjo y las otras dos niñas entablaron una amistad muy fuerte. Almudena era la mayor, Juanjo el mediano y Ruslana la pequeña, siendo esta última la más revoltosa. Pero se habían convertido en hermanos, no de sangre, pero sí eran como hermanos. Se protegían, se cuidaban y siempre iban los tres juntos a cualquier sitio.

Almudena y Juanjo fueron los primeros en tener que ponerse a trabajar con las sirvientas cuando estos cumplieron catorce y trece años respectivamente, más tarde la más pequeña tuvo que hacer lo mismo.

Lo cierto era que al pequeño principe le picaba la curiosidad cada vez que veía a ese grupo de tres niños corretear por los pasillos del palacio en busca de algún tipo de entretenimiento cuando no tenían que trabajar. Quería saber lo que era compartir tiempo con niños y niñas, saber a dónde iban siempre tan contentos y energéticos. Aquello le ponía algo triste, porque se sentía solo y, aunque no sabía muy bien lo que era sentir, sabía que aquella presión de su pecho hacía que sus ojos se llenaran de agua, lo que una sirvienta le había dicho que se llamaban lágrimas, y que se encontraba decaído y sin ganas de jugar o contemplar los pájaros que se posaban en la ventana de su habitación, algo que le gustaba mucho hacer.

Lo cierto era que Juanjo y Martin habían cruzado miradas más de una vez por el pasillo por el que solían correr los tres pequeños para salir al patio trasero, queriendo el mayor invitarle a ir con ellos. Su madre le había explicado que no hablara con el príncipe y le había advertido que la reina era de las pocas condiciones que había puesto. Así que, sintiéndolo mucho, el mayor no podía simplemente agarrarlo del brazo y hacer que corriera junto a ellos, por mucho que quisiera.

Martin podía salir a la calle, ver la naturaleza y todo lo que le rodeaba. Pero no conocía la multitud del poblado, los mercadillos, los niños en la plaza o cualquier cosa que tenía que ver con sentir, las relaciones y más cosas que su madre no le había querido explicar por miedo. Un miedo que no sabría explicar a que era. ¿A que su pequeño príncipe quisiera irse de palacio y no ser rey en un futuro para conocer el mundo? Podría ser una de las razones.

El deseo de ser tu príncipe || JuantinDonde viven las historias. Descúbrelo ahora