Cuatro días

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Eva volvió a despertar, esta vez más serena. Por un momento, creyó divisar al fondo de su visión, alejado, una luz, y le pareció que era su ventana de su casa en la Tierra. Pero no, no era ninguna ventada, sino la puerta de su habitación del oráculo, que estaba abierta, aunque recordaba haberla cerrado antes de acostarse. Y la luz no era la del sol, ni la luna, sino de algo mucho más brillante, un cuerno.

Se quedó mirándolo inquieta, como si aún no se lo creyera. Al fondo del pasillo, junto a las escaleras que llevaban al piso de arriba, había un unicornio, blanco, brillante, esbelto, muy bello. Estaba de espaldas a ella, mirando las escaleras, quizás se había quedado atascado y no podía subir.

"Que tontería; mamá sabe subir escaleras".

No sabía por qué pensó eso, ni siquiera de donde se lo había sacado, pero sabía de sobra que el animal que se encontraba en frente de ella no era tal cosa, sino un disfraz, su madre disfrazada de divinidad.

"Impostora".

Pero no le dio tiempo a pensar en nada más, porque apareció otra sombra junto a la criatura, y ambos subieron las escaleras. Pudo distinguir a Jack perfectamente, aunque cualquier persona habría creído que se lo había imaginado, pero ella no. Jack era inconfundible.

Pretendía levantarse de la cama, pero en cuanto puso los pies en el suelo, tuvo un mareo repentino, pero fuerte. La cabeza le dio vueltas durante unos segundos, y tuvo que agarrarse al borde de la cama, respirar profundamente, cerrar los ojos y esperar a que la cabeza le dejara de dar vueltas.

"Esto no es normal" y en cierto modo, tenía razón. Ella nunca se había mareado, ni siquiera al terminar agotada de una clase de baile, jamás, eran cosas demasiado humanas, y ella lo sabía desde siempre. Pero el mareo había sido tan real que... parecía prácticamente imposible que no lo hubiera sido.

Se volvió a tirar en la cama, y decidió ignorar lo que había visto esa noche, lo convirtió en su sueño, en algo que no había pasado. Se quedó profundamente dormida, mucho más rápido de lo que nunca lo había hecho, y su mente no reaccionó a la multitud de miradas que recibió esa noche, mientras la acechaban.

Era su cuarto día en Idhún. Erik ya había dejado de lado toda su ropa terráquea, y le gustaba pensar que, en cierto modo, estaba en casa, aunque él no lo recordara así. Sus únicos recuerdos vivos de Idhún, de cuando era niños, eran confusos, algunas veces sin sentido, parecía que se los inventaba. Veía el cielo alumbrado con tres lunas, roja, verde y azulada, cada cual más grande. Y veía pájaros, pájaros dorados cargando con gente azul a sus espaldas.

Siempre esa gente azul.

Ahora ya sabía perfectamente que no eran sueños de su infancia, que los celestes existían, y que uno de ellos era algo parecido a su tías, más o menos.

Se encontraba en la pequeña cocina subterránea del Oráculo. No habían salido mucho al exterior, a decir verdad, solo un par de veces. El padre Ha-Din decía que era por su seguridad, pero Erik había empezado a pensar que eran una especie de prisioneros, aunque no entendían muy bien por qué se sentía así. El único que podía campar a sus anchas por donde le pareciera era Kirtash, pues nadie se atrevía a retenerlo, aunque no salía mucho. Solía subir al tejado del oráculo, y quedarse ahí todo el día. Solo bajaba para cenar, y Erik pensaba que también para dormir, aunque de eso no estaba seguro, pues normalmente lo recordaba dándole las buenas noches a Eva.

Eva.

Estaba rara, desde luego. Cuando estaban en grupo, solía dejar la mirada perdida, y reaccionaba muy tarde cuando la llamaban. Eso no es propio de ella. Erik quería pensar que era por cómo la miraban los habitantes del Oráculo, con temor, aunque a veces también con compasión. El Padre Ha-Din los había hecho jurar a todos por los dioses que ninguno de ellos abandonaría este oráculo en unos días, y en caso de que lo hicieran, no revelar a sus huéspedes.

Memorias de Idhún IV: De luz, hielo y fuego.Donde viven las historias. Descúbrelo ahora