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Durante las últimas reuniones del concejo había ideado un plan de escape para Néstor, con la intención de que Helena no tuviera que atravesar el bullicio de la guerra y pudiera volver sana y salva a donde pertenecía. Usé ese camino para salir de la ciudad.
Si algún soldado de cualquier bando me hubiera visto, seguramente habría muerto como el cobarde más grande de todos los tiempos, huyendo con un bebé en brazos como las mujeres más desesperadas. No podía usar mi arco con una sola mano, y mis chances de blandir bien la espada eran casi nulas con la criatura en mi pecho, mi mejor oportunidad era correr para salir de la ciudad y encontrar un lugar seguro para esconder al pequeño hasta que terminara la batalla, porque una cosa era salvar al hijo de un enemigo y otra muy diferente era dejar a mis soldados pelear a su suerte. Tenía que ponerlo a salvo y regresar.
Pasé la primera mitad del camino sin problemas, todo el alboroto se mantuvo en la plaza y no tuve problemas hasta que llegué a la parte más cercana de ella, había escudos abollados adornando el suelo cerca de lo que habían sido sus dueños, el gran caballo de madera sobresalía a mitad del caos como lo hace un volcán después de la erupción.
Divisé las tropas de Agamenón avanzar hacia la izquierda, Diomedes y sus hombres se habían colocado cerca de la puerta espalda a espalda con el joven Áyax, que arremetía contra todo troyano que quisiera acercarse al caballo. La lluvia de flechas sobre el campo me hizo ver que Teucro había logrado alcanzar buen terreno para él y sus arqueros, y a pesar de estar huyendo en ese momento, no pude evitar una enorme sonrisa de satisfacción. “Todos siguieron mi plan” pensé casi eufórico, antes de que esa misma voz interna me recordara la verdad “Todos, excepto tú” la sensación de triunfo pasó a segundo plano entonces.
Los pasillos externos del palacio no eran tan complicados, creí que podría perderme entre las curvas y vueltas, más no eran las suficientes como para hacerme perder el norte y pronto logré divisar frente a mí el pasadizo que me llevaría a la playa.
—Ya casi pequeño, ya casi—Palmeé un poco su espalda, como un agradecimiento por no romper en llanto—Solo un poco más…
El fuego se empezaba a expandir por las casas cercanas a nosotros, apresuré el paso sabiendo que no quedaba mucho tiempo antes de que la entrada se viera bloqueada por el incendio. Hacían falta unos pasos más, acelerar la carrera para cruzar y después encontraría otra forma de volver al campo de batalla, cuando el niño estuviera a salvo.
—¡¡No retrocedan!!—Me detuve de golpe. Conocía esa voz—¡Escudos!
Era un puñado de mis hombres, separados del resto de la batalla por un grupo de troyanos con el doble en número, Euríloco estaba al frente intentando guiar una formación de falange que no iba a funcionar, “Están perdiendo escudos, no lo lograrán” me decía el instinto. Una cosa era salvar una pieza del enemigo, y otra muy diferente era dejar a los míos peleando a su suerte.