Gran Bretaña, Islas Zetland. Año 874.
El viento azotaba las gruesas paredes de piedra del castillo, llevando consigo el salitre del mar y el murmullo de las olas. En el interior, la biblioteca se erigía como un santuario de sabiduría, sus estantes repletos de pergaminos y libros que olían a madera y tiempo; eran testigos de la discusión que allí precedía.
—Papá, no lo amo, entiéndelo por favor. No me obligues hacerlo —la voz de Siriana temblaba tanto como las llamas de las velas que iluminaban su rostro pálido.
—Lo siento Siriana, pero ya di mi palabra —respondió su padre, un hombre de estatura media, cuyos ojos reflejaban la tormenta que se avecinaba.
—¿Por qué me haces esto? —reclamó ella, las lágrimas surcando sus mejillas como ríos desbordados.
—Es la única manera de salvarnos. Si no unimos fuerzas con Markkus y su clan, estaremos solos para cuando lleguen los hombres del norte y nos derrotarán —su voz era firme, pero en su interior, la duda sembraba sus semillas.
—Ofrécele oro, tierras, cualquier otra cosa —pidió ella desesperada, con sus manos entrelazadas como si pudieran contener el destino que se le imponía—. ¿Por qué tengo que ser yo la moneda de cambio?
—Hija, lo siento —susurró su padre con pesar, su figura se recortaba contra la luz tenue, como un faro en la oscuridad—. Te juro que lo intenté, pero él lo único que quiere a cambio de su protección, es que tú seas su esposa —el hombre suspiró, un sonido que parecía cargar el peso de mil batallas.
Siriana lo miró con ojos inundados de traición y miedo. Luego, con un movimiento brusco, se alejó de él, su vestido susurrando contra el suelo de piedra. Salió de la biblioteca, dejando atrás los libros que habían sido sus únicos confidentes, y se adentró en la oscuridad del corredor, donde solo la luna sería testigo de su dolor.
—Siriana... —su nombre resonó en el silencio del pasillo, un susurro que parecía arrastrar consigo la oscuridad de las sombras. Ella se detuvo en seco, su corazón latiendo con fuerza contra su pecho. No hizo falta voltear para saber de quién se trataba; la voz fría y calculadora era inconfundible.
—Siempre obtengo lo que quiero, y tú... no serás la excepción —continuó él, con un tono que destilaba arrogancia y poder. Sus pasos se acercaban, cada uno marcando el ritmo de un destino que Siriana no quería aceptar.
—Haré lo que sea para separarte de Brynjar —afirmó, y aunque no podía verlo, Siriana podía sentir la intensidad de su mirada, como dos dagas heladas clavándose en su espalda.
Presente.
Alondra despertó en medio de sollozos, su respiración entrecortada resonando en la quietud de la habitación apenas iluminada por el alba. Al tomar conciencia de su entorno familiar, las sombras de su pesadilla se disiparon lentamente, y su corazón comenzó a calmarse al ritmo de su respiración profunda. La imagen de Siriana, aún la inquietaba, esta era una pesadilla tan vívida y nueva que perturbaba su alma. Molesta por la interrupción de su descanso y la imposibilidad de volver a dormir, dirigió una mirada cansada al reloj sobre su mesita de noche; las manecillas marcaban las seis de la mañana. Suspiró, un sonido que llenó la estancia, y se levantó, sintiendo la necesidad imperiosa de despejar su mente. Decidida, tomó una larga ducha, dejando que el agua caliente lavara no solo su cuerpo sino también las huellas de la inquietud nocturna. Con la intención de salir a correr, se vistió con un mono de deporte, una camiseta y zapatillas. Descendió a la cocina en busca de un zumo de naranja recién exprimido y un Advil, buscando alivio para los vestigios de una resaca que comenzaba a pasarle factura.
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Almas Gemelas: El Despertar.
RomanceÉl es un inmortal, atrapado en un ciclo interminable de vida y pérdida. La maldición lo condena a vagar por los siglos, llevando consigo el dolor de haber perdido a su alma gemela. Pero él se niega a aceptar su destino. Emprende una búsqueda desespe...