Paladín

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Su nombre era Jerol de Firel y sus hazañas como cazador de monstruos, reconocidas en los doce reinos de Nirvania. Miembro de honor de la hermandad secreta de los Segadores, especialistas en la búsqueda y ejecución de todo tipo de bestias maleficas que amenazaran a los desprotegidos en cualquier rincón del mundo.
Las artes de los Segadores eran toda una leyenda. Solo los miembros de la hermandad conocían sus misterios y divulgar el más mínimo detalle era pagado con la muerte. Mientras más alto era el rango de Segador, más habilidades ocultas conocía y Jerol era un Paladín, maximo nivel entre los suyos y sinónimo de valor, honradez, admiración y respeto.
Por eso fue enviado a los bosques Esmeralda, dónde habitan los miembros del Clan del Hacha, recios leñadores que estaban siendo víctimas de los ataques de un Draker.
Jerol llegó a la aldea al mediodía. Los aldeanos lo miraban con asombro en los ojos y esperanza en sus corazones. El recién llegado era tal como contaban las historias. Un joven alto, fuerte y bello como nunca antes se había visto en esas tierras. Todo lampiño, excepto las cejas y pestañas que resaltaban los ojos grises, capaces de ver en la oscuridad. Untado su cuerpo con el milagroso aceite del que tanto se hablaba en los cantares y del que se decía tener la capacidad de hacer resbalar las garras y los colmillos sobre los recios cuerpos de los héroes, sin que estos sufrieran ningún daño.
Semidesnudo, como todos los de su estirpe, llevaba como única prenda un taparrabo. Sobre el poderoso pecho y los musculosos brazos de piel cobriza, capaz de soportar el extremo calor o el intenso frío, lucía sus tatuajes que revelaban su jerarquía y sus hazañas.
Los aldeanos le dieron la bienvenida, invitándolo a comer y a beber.
Jerol se mostró modesto, respetuoso y educado, como correspondía a los de su clase. No bebió alcohol, ni fumó de las torcidas plantas de aromáticos humos. Tampoco aceptó que lo tratasen como a un superior. Ni quiso lujos, ni ningún tipo de tratamiento especial. El había venido con un objetivo y su misión era cumplirlo.
Preguntó por la bestia y la describieron como un dragón del tamaño de dos caballos, alado y que se alimentaba de gente.
El paladín los escuchó con atención. Al oscurecer, se negó a pasar la noche en la mejor cabaña que le habían reservado. En cambio, se fue a pernoctar al bosque. Solo pidió un hacha, el más grande y filoso del clan. Antes de partir les advirtió a los aldeanos que nadie saliera de noche del campamento. Y con el arma entre sus poderosas manos, se perdió entre la espesura.
Una vez en el bosque, comenzó con su plan. De hecho,este ya había comenzado desde antes. Mientras compartía la cena con los aldeanos, había puesto un somnifero en sus comidas, sin que estos lo notarán.
Jerol sonrió con malicia y continuó su obra. Rezó unos conjuros sobre el hacha y este quedó envuelto en un halo mágico de matices púrpura y aspecto sobrecogedor. Hizo un silbido como de serpiente y una joven virgen de unos doce años se levantó y avanzó sonámbula hacia el bosque, siguiendo el hipnótico sonido.
Jerol la desnudó. Los pechos diminutos sobresalían levemente sobre la piel firme e inmaculada. El héroe comenzó a lamerle todo el cuerpo. Todo, menos la vagina, ese lugar era sagrado y no podía contaminarlo o arruinaría sus planes.
La jovencita gimió de goce en su letargo. Tras unos espasmos de placer, cayó desfallecida entre los fuertes brazos. Jerol acercó el rostro a la entrepierna de la muchacha y olfateo. Los fluidos vaginales de la excitación habían aparecido y su aroma se expandió por el bosque.
Con agilidad felina, el Segador se trepó a un árbol y esperó hacha en mano a su víctima.
Poco después, un unicornio apareció, atraído por los olores de la virgen. Excitado, el animal encajó su cuerno en el sexo de la joven, desgarrandola en su interior. La muchacha se retorció en un gesto de indescriptible dolor, pero el hechizo hipnótico, no dejó que grito alguno escapase de su garganta. El unicornio, eufórico de lujuria, penetró una y otra vez el cuerpo ya inerte. El cuerno estaba empapado en sangre.
Ese era el momento. El héroe cayó desde el árbol, cercenando de un solo golpe la cabeza del animal. La sangre añil lo salpicó y Jerol lo disfrutó como siempre. Su lengua relamio las gotas que cayeron sobre sus labios, disfrutando el líquido sagrado.
De otro golpe certero, cortó el cuerno de la criatura. Al hacerlo, los restos del animal, incluida la sangre, se esfumaron en un torbellino de luces blancas, sin dejar rastros del ser mágico.
Jerol volvió a sonreír. Todo marchaba bien. Cargó el cadáver de la joven y lo dejó en un claro del bosque. La sangre atrajo al dragón. Era un espécimen viejo y flacucho, de los pocos que quedaban por esas tierras. Impresionante, tal vez para los aldeanos, pero nada para el héroe.
El monstruo estaba hambriento y desesperado. Por eso se precipitó sobre el alimento, olvidando toda cautela. El paladín esperó agazapado entre la maleza. La bestia, como todos los de su especie, vomitó un ácido sobre su comida para digerir con facilidad huesos y tejidos por igual. Esto era parte en la vieja rutina de caza del héroe. El ácido borraría todas las huellas. Era un trabajo fácil.
Cuando el Draker empezó a comer, el paladín lo atacó a traición. El monstruo no tuvo la más mínima oportunidad. El cuerno de unicornio, untado con sangre de virgen, penetró como mantequilla entre las escamas. La improvisada arma hincó los órganos, envenenandolos en un instante. Fue una muerte espantosa, entre espasmos, vómitos y convulsiones. Otro de los espectáculos preferidos del Segador.
En la mañana, volvió a la aldea. Llegó con dos noticias, la lamentable perdida de la desobediente joven, que salió de noche del campamento y la muerte de la bestia. Cómo prueba, traía la cabeza de la fiera como trofeo. Lamentó haber llegado tarde y no haber podido salvar a la indisciplinada jovencita y advirtió al resto de los jóvenes sobre las consecuencias de no hacer caso a los mayores.
Mientras el llanto de los padres, por la muerte de su única hija se perdía entre los Vítores de admiración y agradecimientos al héroe, este se mostraba inmutable. No aceptó regalos de ningún tipo, ni tratos especiales.
Devolvió el hacha, ya libre de magia y agradeció a su dueño. Se marchó como mismo vino. Envuelto en un halo de valor, respeto y modestia. Él, Jerol de Firel, ejemplo intachable de los de su clase. El Paladín.
Fin.

Terror, espadas y erotismo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora