El toro blanco

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Voy a decirles algo, todo lo que cuentan sobre  el mito del Minotauro es mentira. Mi nombre es Dedalo , yo estuve allí y voy a contarles la verdad.
Hubo un tiempo en el que los hombres compartían su vida junto a los dioses primigenios y los hijos de la Isla de los Olivos adoraban al Toro Blanco que emergía del mar.
En las noches sin luna, la espléndida criatura llegaba hasta la playa, seguida por un séquito de sus hijos, los minotauros. A la luz del blanco resplandor que manaba de la piel de la bestia, los hombres toros avanzaban hacia el poblado. Eran más altos y fuertes que cualquier hombre, pero mansos como corderos. En el pueblo, la gente cantaba y bailaba, celebrando la buena nueva. Los minotauros, amantes de la música, les acompañaban entonando sus caracolas marinas. Era una época próspera, ya que los hijos del Gran Blanco, ayudaban en la caza, la pesca y la recolección de frutas. Todos vivían felices.
Pero un día, la marea se volvió negra y con ella llegaron los barcos de Minos el conquistador. Sus huestes arrasaron las tierras y los sobrevivientes, hombres y minotauros, fueron hechos prisioneros. Los templos erigidos al Toro Blanco fueron saqueados y demolidos. En su lugar se izaron las efigies del La Sierpe Escarlata. Todos debían inclinarse ante el dios extranjero, quien no lo hacía, era ejecutado. Al principio, muchos creímos, que aquello duraría poco. Pensábamos, que el Gran Blanco aparecería entre las olas y su luz nos libraría de todo mal. Pero, no fue así. Quizás, la marea negra le impedía aparecer, quizás estaba muerto. Poco a poco perdimos la esperanza.   Yo fui uno de los que se arrodilló ante el altar de escamas color sangre y juré fidelidad. No porque creyera en su ídolo, sino, como otros pocos, para salvar el pellejo. Lo mismo hizo Iréa, la doncella más hermosa, entre todas las doncellas. Muy pronto, Minos puso sus ojos en la joven y al poco tiempo la convirtió en su reina.              
Los minotauros no corrieron mejor suerte, Minos los odiaba y los utilizó para su diversión. Mandó a construir un inmenso laberinto y en él, los encerró. Yo, gracias a mis habilidades de constructor y mi devoción a la Sierpe, fui elegido como jefe de la obra. Cada cierto, tiempo y para disfrute de sus seguidores, el conquistador  convocaba a sus mejores guerreros a un Día de Caza, así le llamaba. En realidad, no era más que una burda carnicería. Los guerreros, conocedores del laberinto, perseguían y hostigaban a las inofensivas criaturas. Las acorralaban de tal manera, que a veces algunas intentaban defenderse. Contra esas se ensañaban con sus mazas y lanzas, desmembrándolas sin piedad. Pero peor suerte corrían las que no se rebelaban y volvían el espectáculo aburrido. A esas, las torturaban tratando de hacerlas reaccionar. Cuando no lo lograban, se enfurecían y les cortaban los tendones de las patas, dejándolos desangrarse, sin poder caminar. Las aves de rapiña terminaban el trabajo. Los desesperados mugidos de agonía llenaban de placer a los asesinos, mientras los buitres devoraban las entrañas de sus víctimas aún con vida. Iréa y yo, debíamos fingir que disfrutábamos con la barbarie. De eso, dependían nuestras vidas.
Una noche, mientras bebía algo de licor para olvidar los horrores del día, vi una sombra deslizarse hacía la playa. Al seguirla, descubrí que se trataba de la reina. Debió notar mi presencia por que se giró con la daga en alto, lista para proteger su secreto. Cuando vio que era yo, suspiró aliviada. Ambos compartíamos el mismo odio hacia los conquistadores y el sufrimiento de fingir que disfrutábamos de su presencia.  Se puso un dedo en los labios indicándome silencio. Con la otra mano me hizo un gesto para que la siguiera y yo obedecí. Nos dirigimos hasta un tótem con forma de sierpe. Uno de los tantos que había por los alrededores y que servía, lo mismo para orar a los fieles, que como poste de tortura a los perjuros. Tanto la oración como la sangre, complacían al dios. En los buenos tiempos, en esos mismos lugares que ahora ocupaban los ídolos enemigos, se alzaban las estatuas del Toro Blanco. Minos las había destrozado y plantado allí sus serpientes de piedra como símbolos de poder.
Iréa se agachó, fingiendo alabanza. Con un ademán, me instó a que la imitara, así no levantaríamos sospechas. Sus manos comenzaron a escarbar en la base del tótem. En poco tiempo, apareció una argolla de bronce entre la arena. La reina la giró y un tras un leve sonido mecánico, apareció una abertura en el suelo. Era tan pequeña, que solo cabía una persona a gatas. La reina pasó primero, yo la seguí. Una vez dentro, tras un nuevo sonido mecánico, la puerta se cerró, dejándonos en total oscuridad. Iréa encendió una antorcha y avanzamos por una estrecha escalera que descendía en la penumbra. Al final, llegamos a una amplia cámara con las paredes cubiertas de enormes estantes  atestados de pergaminos. Todo pude verlo con claridad, una vez que la reina prendió todas las antorchas del lugar, utilizando la que llevaba en la mano. Ella me explicó que había hecho este descubrimiento varias lunas atrás, una noche, en que desesperada, quería quitarse la vida. Me contó que estaba dispuesta a morir, cuando un viento que vino del mar, levantó un poco de arena y dejó al descubierto la anilla metálica. Algo que no supo explicar,  la hizo girar el mecanismo y descubrió este asombroso sitio donde nos encontrábamos. También me dijo que llevaba tiempo estudiando los pergaminos y que en ellos había hallado la forma de librarse de Minos y sus maldiciones. Me advirtió que me preparara para una gran catástrofe y para eso me dio los planos de un extraño artefacto que explicaban que podía hacer volar a un hombre. Yo no estaba muy seguro de todo aquello, pero ella me miró muy seria y me dijo que no titubeara, que el fin estaba cerca y si no hacía caso a sus palabras, sería arrastrado en el desastre.  La determinación en su mirada me convenció de golpe. Durante muchas noches nos reunimos en nuestro lugar secreto. Ella continuaba con sus estudios, mientras yo me las ingeniaba para terminar el artefacto volador. En ese tiempo comencé a notar como se iba abultando cada vez más el vientre de la reina. Sin dudas, Minos había plantado su vil semilla en ella.  Iréa notó la curiosidad en mis ojos y tras una cansada sonrisa me dijo que no me preocupara, que todo era parte del plan.         
Una noche me sorprendió preguntándome si mi artefacto estaba listo. Le dije que si y sonrió satisfecha. Al  amanecer, será la hora. Me dijo decidida. Ve a la montaña más alta y obsérvalo todo, trata que los guardias no te atrapen. Cuando veas que tu vida corre peligro, vuela sin miedo. Los antiguos no se equivocan. Si seguiste bien sus instrucciones, no tienes porque temer. Ve Dédalo, ve y guarda en tu mente los acontecimientos que se vendrán. Guárdalos bien en tu memoria, para que puedas contarlo en el futuro y las nuevas generaciones conozcan la grandeza del gran blanco. Al terminar su breve discurso, me dio un beso en la frente a modo de despedida y comenzó a ascender por la escalinata.
Sin ningún contratiempo llegue al pico más alto de la isla. Increíblemente, ningún guardia había notado mi huída. Y eso que arrastraba conmigo todos los artilugios de mi escape. Al parecer, la gracia del Gran blanco volvía a estar de nuestro lado.
El sol asomaba en el horizonte. Desde la altura, vi  a Iréa a la orilla del mar. Alzaba ambos manos a los cielos con devoción. En una de ellas llevaba algo. Aunque pareciera imposible, el viento hacía llegar hasta mí  las plegarias de la reina. Era un lenguaje arcaico, incomprensible para mí. El sonido me fue envolviendo y mi visión se agudizó de tal manera, que ahora podía ver toda la escena con lujos de detalles. Todo formaba parte del hechizo, para que yo no perdiera ni un detalle de lo que estaba a punto de acontecer. Lo que llevaba Iréa en la mano era un cuerno de toro. Mientras continuaba con sus plegarias, lo tomó con ambas manos y se lo clavó en la entre pierna. Al parecer no sentía dolor, estaba en trance y no paraba de pronunciar sus letanías. Con gesto brusco se retorció el cuerno en las entrañas y un chorro de sangre viscosa empapó la espuma del mar seguido de un bulto macilento.  Desde el palacio corrían varios soldados dando voces de alarma. Cuando  llegaron junto a la reina esta ya estaba muerta. No pude evitar que las lágrimas escaparan de mis ojos.
Apenas la sangre de la reina y el feto tocaron las aguas, la marea negra comenzó a retirarse. Un ensordecedor mugido brotó de las profundidades y el Gran blanco emergió en un estallido espumoso. Pude ver la cara de odio de Minos retorciéndose de rabia, asomado en un balcón. El Toro Blanco, rugió nuevamente desafiante y arremetió contra la playa con sus enormes cuernos por delante. Una enorme pared de agua le seguía. Minos gritó algo furioso y un humo rojo sangre  salió por sus ojos y boca. El humo voló a gran velocidad y penetró en el tótem más grande de la Sierpe Escarlata. La estatua abrió los pérfidos ojos y cobró vida.
El choque de los colosos hizo temblar la tierra. La enorme serpiente enroscó sus anillos sobre el gran blanco, deteniendo su avance. El muro de agua se deshizo. La sierpe apretaba su mortal abrazo y el toro mugía de dolor. Aquel sonido de agonía me estremeció por dentro y recé, recé con todas mis fuerzas. De pronto, los ojos de mi dios se tornaron de fuego y rugió de tal manera que me erizó la piel. Ya no era la deidad benévola que yo conocía, ahora era una bestia presa de una furia desatada e incontrolable. Imponiéndose a la fuerza de su oponente se irguió sobre las patas traseras. Su piel se volvió negra y las extremidades delanteras se transformaron en musculosos brazos. Las titánicas manos estrujaron a la Sierpe, desmembrándola en pedazos. Al mismo tiempo, el rey Minos se fue disolviendo hasta volverse polvo. Una vez liberado, el gigantesco minotauro volvió a rugir. El enorme muro de agua volvió a alzarse. Esta vez, nada impidió que arrasara todo a su paso. Antes de que el torrente  me alcanzara logré alzar el vuelo y escapar de la catástrofe. Poco a poco el demonio negro se fue aplacando hasta volver a su forma original. Lanzó un último mugido de triste despedida y retornó a las profundidades del inmenso azul.  La isla estaba inundada por completo, por largo tiempo nadie viviría allí. Los sentimientos se agolpaban en mi pecho, estaba afligido, por la pérdida de  Iréa y mi querida isla, pero a la vez satisfecho por el regreso de mi dios y la purga del mal. Aprovechando las corrientes de viento, batí alas y volé a tierras extranjeras.
Eso fue lo que realmente sucedió. Lo digo yo, Dédalo, el único sobreviviente de la Isla de los Olivos. Si quieren, pueden creerme,  si no, me da igual. Pero por favor, que alguien invite a una jarra de vino a este pobre viejo contador de historias que tiene la garganta seca y se muere de sed.  
                      FIN

Terror, espadas y erotismo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora