Recolectores

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La espera había terminado. Por fin el dragón se posó para defecar y los miembros de las tres hermandades  de recolectores que seguían a la bestia desde temprano, atacaron. Cada uno lanzando el grito de guerra distintivo de su región.
Los robustos y melenudos guerreros del norte, rugían como Ursus de glacial. Los altos y delgados Chiniwuas del pantano, chillaban como Yargas y los lampiños Krell, aullaban como solo ellos saben hacerlo.  Tenían que matar a su presa antes que el contenido de sus intestinos hiciera contacto con el aire. Si esto sucedía, el producto se malograba y todo el esfuerzo habría sido en vano.
Tram, el líder de los norteños, se abalanzó sobre la bestia con un gran salto, blandiendo su martillo de guerra. El monstruo, dio un coletazo y estrelló al guerrero contra unas rocas. Los huesos crujieron, brotó la sangre y Tram no volvió a moverse. Con la agilidad que los caracteriza, los Chiniwa lanzaron sus cuchillas voladoras. Las filosas armas cumplieron su objetivo. La membranas de las dos alas del dragón fueron flageladas, impidiéndole volar.
Las feroces mandíbulas partieron en dos a un Krell, que no pudo evitarlas. Otros tres aulladores dispararon sus cerbatanas. Los dardos ácidos buscaron los ojos del reptil. Algunos, alcanzaron el izquierdo. La bestia aulló y se retorció de dolor. Alzó una de sus patas delanteras y comenzó a restregarse con ella la herida. Los del norte, aprovechando la distracción del reptil, clavaron sus largas lanzas en la axila descubierta, allí donde las escamas eran más débiles. Las puntas envenenadas buscaron el corazón y encontraron su premio. El monstruo rugió más fuerte que la vez anterior y rodó sobre el flanco lacerado, aplastando en el recorrido a uno de los lanceros. Solo quedaba un recolector de la hermandad del norte.
El dragón quedó boca arriba, retorciéndose entre agónicos espasmos. La bestia ya estaba muerta, solo era cuestión de esperar. Uno de los Chiniwa se adelantó, intentando llegar primero al preciado botín. En un último estertor, el reptil empaló al habitante del pantano, con una de las espinas de la parte ósea de sus alas. El Chiniwa, se estremeció, escupió sangre y quedó inerte.
Cuando el dragón dejó de respirar, todos los recolectores se abalanzaron sobre él. Una vez eliminado el objetivo, las alianzas quedaban disueltas. Ahora, las hermandades pelearían entre sí. El vencedor, se quedaría con el valioso material.
Chiniwas y Krell se atacaron a distancia. Dardos ácidos y cuchillas boomerang  buscaron sus presas. Los proyectiles corrosivos mataron a uno del pantano e hirieron levemente al otro, pero las hojas voladoras decapitaron a los tres aulladores, antes de regresar y clavarse en el suelo, a los pies de su dueño.
Antes de que el Chiniwa pudiera recuperar sus armas, el norteño atacó con hacha y escudo por delante. El delgado recolector escapó del golpe, dando un felino salto hacia atrás. Rápidamente, desenvainó los dos largos cuchillos, que llevaba cruzados detrás de la cintura.            
El de los pantanos atacó y el corpulento se tragó la finta. Pensando que su enemigo buscaba su garganta, el norteño se cubrió arriba, dejando una brecha en la parte baja.  Fue un tajo limpio y la sangre brotó del muslo. El del norte sabía que estaba perdido, todas las armas de los Chiniwas estaban impregnadas con la ponzoña de las Áspis de ciénaga. Un leve corte y estabas acabado. Poseído por una furia ciega, el forzudo arremetió contra su rival. El Chiniwa, sorprendido, trató de esquivar el ataque, más la mala fortuna lo hizo tropezar y caer bajo el peso de su enemigo. Las púas del escudo, hicieron el resto.
Con un último esfuerzo, el norteño se arrastró hacia el lagarto volador, abrió la panza del monstruo con su gran cuchillo de caza y clavó su rostro en el nauseabundo interior de las tripas.
Enseguida, las propiedades alucinógenas de las heces surtieron efecto.
Aunque ya no podría reclamar el botín para  el bienestar de los suyos, al menos moriría entre felices imágenes de sexo y banquetes. Por eso, la gente pagaba tan bien por aquella porquería y muchos, como él, se jugaban la vida para obtenerla. Porque por un momento, podían ser felices y escapar de la realidad de ese mundo de mierda.       
   FIN

Terror, espadas y erotismo Donde viven las historias. Descúbrelo ahora