La abuela Lucía tenía la costumbre de asistir los domingos a las cinco de la tarde a la misa en la Cocatedral y siempre llevaba a su nieto, aunque él no la pasaba bien. Se acostaba en las extensas bancas de la iglesia y, si tenía oportunidad, estiraba los brazos.
—Ya, despierta —dijo la abuela Lucía—. El cura ya dio la orden para darnos la paz, levántate, no seas malcriado. Te prometo que cuando termine la misa nos vamos a tomar una Coca-Cola con unos guargüeros y alfajores de penco.
Era la única forma en que su abuela podía lidiar con su nieto en la iglesia, usando los dulces como carnada, pues sabía lo mucho que le gustaban. Ósver, cabeceando por el sueño, se obligó a sentarse y soportar el sermón del cura, sabiendo que si lo hacía se ganaría esos dulces típicos moqueguanos.
Cuando regresaron de misa, la abuela Lucía le comentó a Ósver que su mamá, Margarita, pronto vendría a llevárselo y que tendría que viajar con ella a la ciudad de Ica. Temeroso, Ósver le dijo a su abuela:
—No, mamá, no me quiero ir, esta es mi casa, dile que no me lleve.
—Ella es tu mamá, debes estar donde ella esté, yo solo soy tu abuela.
—Tú también eres mi mamá. ¡No me quiero ir... quiero quedarme en mi casa! —dijo Ósver entre lágrimas.
Los padres de Ósver llegaron un sábado al mediodía. Él se escondió debajo de la cama, detrás de las cajas de sus juguetes. El escuchó a su abuela saludar a su padre Lemuel:
—Lemuelito, hijo, ¿cómo has estado? Te veo flaquito. Parece que no estás alimentándote bien.
La abuela Lucía dirigió esas palabras a su hijo mientras miraba a su nuera Margarita con desconfianza e indiferencia.
—Hola, tu hijo está en el cuarto, ve a saludarlo —dijo la abuela Lucía.
—Sí, Doña Lucía —respondió Margarita—. Iré a buscarlo, y dentro de unos días me lo llevaré.
Ósver escuchó las palabras de su madre, y se acurrucó para que ella no lo encontrara. Margarita fue al cuarto donde dormía Ósver con su abuela, pero no lo encontró. Buscó en la cocina, en el baño, en el patio, pero no lo halló. Al no encontrarlo, nerviosa, llamó a la abuela Lucía y le dijo:
—Mi hijo no está, doña Lucía.
—¡Sí está! Busca debajo de la cama. Se esconde de ti porque tiene miedo de que te lo lleves.
Margarita bajó la cabeza, entristecida. Caminó hacia el cuarto, observó debajo de la cama y, con una sonrisa tierna, le dijo:
—Ven hijo, no tengas miedo. Ya no te voy a llevar. Te vas a quedar con tu abuelita. No te preocupes, esta es tu casa.
Ósver escuchó a su madre tratando de convencerlo. Poco a poco, a medida que ella hablaba, él se dejaba persuadir y cedía un poquito más, hasta que salió de su escondite. Su madre lo abrazó, lo besó y se lo llevó en brazos.
—Hijo, ¿qué quieres que te compre? Dímelo y vamos al mercado a comprarlo, ¿qué dices?
—Unas naik air flay —dijo Ósver entusiasmado—, y también una pelota grande.
—¿Unas flai qué? —le preguntó su mamá con cara de desconcierto.
—Son unas zapatillas especiales que te ayudan a correr rápido —respondió Ósver
—Bueno, la pelota sí la vamos a comprar. Las zapatillas ya veremos, hijo.
La abuela Lucía escuchó la conversación entre Margarita y su nieto, y no le gustó que margarita no tuviera el dinero para unas zapatillas. Después, Ósver y su madre fueron al mercado. Al llegar, bajaron las escaleras que conducían al único lugar donde vendían juguetes, pelotas de todo tipo y útiles escolares. En la tienda había canicas de muchos los colores y tamaños, bolsas clásicas de soldaditos verdes, robots grandes y pequeños, además de una variedad de carros de juguete. Se sentía abrumado e indeciso, sin saber cuál elegir primero, o por dónde empezar.
—Buenos días, casero. ¿Qué pelota tiene para la edad de mi hijo? —preguntó Margarita.
El señor agarró su vara de caña, enganchó la malla de la pelota y la bajó; era una de color verde, básica.
—Esa pelota no me gusta, mamá. Quiero esa blanca que sale en la tele, la que está allá.
—Caserito, ¿puede bajar esa pelota que dice mi hijo?
El señor bajó la pelota y Ósver le dijo:
—¡Esta sale en la tele, mamá, cómprame esta!
La pelota era una Viniball de tamaño oficial, blanca con paneles rojos y verdes, y en el centro llevaba la inscripción: «Italia 90». Era la más cara entre todas las pelotas infantiles. A pesar del costo, su mamá no quería decepcionarlo, así que hizo un esfuerzo económico y se la compró. Ósver llegó feliz a casa y comenzó a botar la pelota con la mano, justo cuando se encontró con su padre. Lemuel, reservado y serio, no solía mostrar afecto a su hijo. En ese instante, lo amonestó diciendo:
—¡Aquí no se juega! ¡Vaya al patio!
Temeroso de su padre, llevó su pelota hasta el fondo, en el patio. Ósver se quedó allí jugando con la pelota, mientras su madre lo contemplaba.
—¿Estás feliz, hijo? —preguntó ella.
—Sí, mamá. Ahora quiero mis zapatillas para correr más rápido.
Sin embargo, no estaba dentro de sus posibilidades. Las zapatillas eran caras, su precio estaba en dólares y, con el cambio, era mucho dinero. Cabizbaja, le dijo:
—Por el momento no, hijo. Tu papá y yo hemos traído poco dinero, pero si viajas el siguiente sábado con nosotros, te las compro allá. ¿Qué dices?
—No, mamá, ya no quiero zapatillas. ¡Quiero quedarme aquí, esta es mi casa!
Era sábado y los padres de Ósver alistaban su equipaje: un par de maletas y una bolsa de mercado llena de víveres. La abuela Lucía se había dado cuenta de que su hijo y su nuera todavía no podían mantener a su nieto. Delante de su hijo Lemuel, le preguntó a su nuera:
—¿No pretendes llevarte a mi nieto, verdad?
—¡Sí, doña Lucía, me lo voy a llevar! ¡Es mi hijo! —contestó Margarita de manera enérgica.
¡No tienen plata para mantenerlo! —La abuela Lucía le respondió en el mismo tono—. ¡Él va a sufrir con ustedes porque no tienen para comprarle unas zapatillas! ¿Y van a tener plata para alimentarlo, vestirlo y darle un techo?
—¡Tendrá un techo! ¡Las cosas mejorarán pronto! ¡Yo me titularé y podré conseguir un trabajo donde me paguen lo suficiente para vivir los tres!
Doña Lucía, como último recurso, y bajando el tono de voz, le dijo:
—Quiero que seas razonable, Margarita. Ustedes viven en la cochera de una casa con un baño compartido. Tuviste a tu hijo ahí dos años y vinieron por voluntad propia. Nos pidieron que lo tuviéramos hasta que ustedes se establecieran bien, y eso no ha sucedido hasta la fecha. ¿Cómo vas a llevártelo? ¡Entiende, por favor!
Lemuel, al ver que la disputa empeoraba, dijo:
—Margarita, mi mamá tiene razón. Esperemos a que saques tu título y yo termine la universidad. Si no, el niño va a sufrir.
Margarita, aplastada por la realidad, sabía que su suegra y su esposo tenían razón. Dejó de batallar y, apesadumbrada, fue a despedirse de su hijo que jugaba con la pelota en el patio. Se sentó frente a él para admirarlo, disfrutarlo por última vez. Su mente retrocedió en el tiempo, y recordó cuando había sostenido a su neonato; incapaz de amamantarlo por el dolor que le causaba, y las innumerables fórmulas que le había dado para que pudiera desarrollarse. Ahora, viéndolo tan rebosante, con sus mejillas redondas por las delicias que preparaba su abuela Lucía, se sintió agradecida.
Don Fernando llegó a casa por la tarde, procedente de su trabajo en la mina, justo después de que su hijo y su nuera se marcharan. Ósver lo recibió con los brazos abiertos, pero notó que su abuelo tenía las manos detrás, escondiendo algo. Era un regalo para él, envuelto en cartón de encomiendas y sellado con cinta de embalaje. Intrigado, Ósver le preguntó:
—Papá Fernando, ¿qué llevas detrás? ¿Me estás ocultando algo? Dímelo ya.
Su abuelo le entregó el regalo y, en un abrir y cerrar de ojos, lo desbarató. Saltó de emoción al descubrir que era una caja que contenía cuatro cajas de chocolates de tamaño grande. Fue el mejor sábado de su corta vida. En su cama había una pelota, cuatro cajas de chocolates y, lo mejor, aún estaba en Moquegua, no lograron llevárselo.
ESTÁS LEYENDO
Game Ósver
RomanceLa novela narra la profunda amistad entre Ósver y Kike desde la infancia. A medida que crecen, sus vínculos se ven sacudidos cuando Ósver recibe un devastador diagnóstico de una enfermedad degenerativa en su adolescencia. A lo largo de la historia...