El valor nacido de la impotencia

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Ailice enrumbo junto con Ósver a la panadería. En el trayecto intercambiaron charlas breves. La luz del alumbrado público centelleaba dentro del auto cuando ella conducía; la hacía bella, hermosa, resplandecía a pesar de la oscuridad. Sin embargo, aquellas luces ambarinas reflejaban en el rostro de Ailice, la incertidumbre que siente una mujer condenada a muerte, sin saber en qué día la ejecutarán.

—Aquí es, esta es la panadería —indicó Ósver.

Ailice estacionó el auto. Ósver se quedó adentro observándola cruzar la calle hasta llegar a la panadería. Ailice ya no era la flaca escuálida que Kike había descrito durante sus años de adolescencia; al final, el tiempo le dio la razón a Ósver, pues Ailice había desarrollado un cuerpo que despertaba deseos y lujuria. Un deseo por el que Kike había sucumbido, sin importarle traicionar a su mejor amigo.

Dentro de la panadería, el tiempo parecía haberse detenido. Editha y Lorenza seguían ahí, como piezas de museo, atendiendo con esa apatía de quien ha heredado no un negocio, sino una condena familiar. Ósver no podía evitar recordar cómo Kike, con su torpeza legendaria, había manoseado a Lorenza bajo la ridícula excusa de pintarla. «¿Cómo demonios Kike conquistó a Ailice? Siempre fue un cavernícola con las mujeres, desesperado, babeando como un perro hambriento que las asustaba a metros de distancia», pensó Ósver, con una mezcla de rabia y asco. Era como un chiste cruel del destino. Kike, el tipo que espantaba a las chicas con su desesperación, con su torpe insistencia por besarlas, había logrado conquistar a la única mujer que Ósver había deseado de verdad. Era un misterio o, peor aún, una burla del universo.

Ailice regresó de la panadería con el pastel, y juntos se dirigieron a la casa de su bisabuela. Al llegar, ella bajó del auto y le pidió a Ósver que esperara un momento, prometiendo regresar en unos minutos. Después de un rato, Ailice volvió al auto, y le preguntó:

—¿Quieres entrar a la casa de mi bisabuela? Yo te ayudo.

Ailice era atenta con Ósver; procuraba ayudarlo en cada movimiento, ya fuera mientras él permanecía sentado en el auto, o en la banca del parque. Esta vez no sería la excepción. Con la ayuda de Ailice, Ósver pudo subir los dos escalones que conducían a la entrada de la casona. Una vez dentro, recorrieron un amplio corredor que los llevó a un patio central con un jardín que emanaba frescura y tranquilidad. Ósver se acomodó en una banca del jardín mientras Ailice fue a buscarle una porción de pastel.

La casa de la bisabuela de Ailice era una casona de origen colonial que pertenecía a la distinguida familia Hernández de los Reyes, conocida por su relevancia histórica en la ciudad de Moquegua durante las épocas colonial y republicana.

Ailice volvió, y le dijo:

—Se me había olvidado por completo que hoy es el cumpleaños de mi bisabuela. A ella no le agrada celebrar en grande, pero valora mucho que cada familiar la recuerde y le traiga su propio pastel. Te podrás imaginar la cantidad de pasteles que hay ahora mismo en la cocina —dijo Ailice con una sonrisa.

Ella le contó toda la historia de su familia, desde que los Hernández de los Reyes llegaron desde España. Ósver se quedó embelesado escuchándola. Cada relato que ella contaba era como explorar los escondrijos debajo de su piel y descubrir los secretos más profundos e impensables que albergaba su corazón. Aquellos labios con los que Ailice hablaba de su familia y anécdotas eran deseados por Ósver. Él anhelaba su sabor desconocido, el cual Kike ya había probado en reiteradas ocasiones. Sin embargo, un cambio rotundo en sus pensamientos lo hizo tomar conciencia de lo que vivía en ese momento, y le preguntó:

—¿Por qué me buscas? ¿Qué tengo yo que te falte? —preguntó Ósver con una franqueza cortante.

Ailice se quedó en silencio ante esas preguntas, reflexionando por un momento antes de responder:

—No lo sé. En realidad, creo que me gustas. Siempre me has gustado desde el colegio. Esperaba que te acercaras; era tu tarea. Tal vez lo intentaste, pero te rendiste demasiado pronto y dejaste que otro se adelantara.

Entonces, impulsado por un valor nacido de la impotencia de sentirse engañado y traicionado durante tantos años, Ósver cerró la distancia que los separaba y besó a Ailice. Aquella cobardía que lo había acompañado durante casi toda su vida desapareció esa noche, desvaneciéndose como el humo de un cigarro en la noche.

—¿Por qué me besaste? —preguntó Ailice buscando una respuesta sincera.

—No lo sé. Creo que fue un impulso momentáneo de locura. ¿Y tú? ¿Por qué permitiste que te besara? —preguntó Ósver.

—Quizás porque quise acompañarte en tu momento de locura —dijo Ailice, dejando entrever un tono sarcástico en su voz.

Los dos comenzaron a reírse a pesar de haber cometido una locura. Ósver deseaba devolverle la felonía, ese acto desleal a Kike, y con una sonrisa que ocultaba su sed de revancha, se decidió a cumplir su tan anhelado deseo de adolescencia: conquistar el corazón de Ailice.

—Es mejor que nos vayamos, mis primos podrían llegar en cualquier momento —dijo Ailice. 

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