La basura a medio quemar

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En Arequipa, Ósver y su abuela esperaban su turno afuera del consultorio del neurólogo. Luego, una enfermera técnica los llamó y entraron.

—Tú eres Ósver, ¿verdad? —preguntó el neurólogo, mientras verificaba su historial en el sistema—. ¿En qué te puedo ayudar?

Ósver le relató lo que le estaba sucediendo y todas las especialidades a las que había acudido, sin que ninguna diera con su problema. El neurólogo revisó su cadera y piernas, luego se sentó en su escritorio, puso su mano en su barbilla, como pensando algo, tecleó en la computadora, y le dijo:

—Por la atrofia de tus muslos y tu forma de caminar, pareciera que tienes algún tipo de distrofia muscular, pero lamento decirte que en este hospital ni en esta ciudad se realizan los análisis para determinar qué tipo de distrofia padeces. Te voy a referir a la capital, donde un médico neurólogo especialista en distrofias te examinará. Allí podrán realizarte los análisis necesarios.

—Doctor, pero ¿hay cura para la distrofia? —preguntó Ósver con temor.

—No existe cura para ningún tipo de distrofia. Lo que hay son tratamientos para enlentecer su avance —dijo el neurólogo.

La abuela Lucía mantenía la esperanza de que el diagnóstico del doctor resultara equivocado, que no fuera la enfermedad que el médico decía. Ósver, desalentado y sin preguntas que hacer, se retiró del consultorio con su abuela.

Unas semanas después, Ósver y su abuela Lucía llegaron al hospital de la capital de Lima. Su abuela gestionó todos los trámites para que el neurólogo especialista los atendiera. El neurólogo le pidió a Ósver que se quitara las zapatillas, y le dijo:

—Quiero que camines hasta la puerta y regreses.

El neurólogo especialista observó cómo caminaba Ósver, y le dijo:

—Tienes distrofia muscular. Estás caminando en puntas y tus pantorrillas se están engrosando. Pero necesitamos determinar qué tipo de distrofia es. Por eso te voy a derivar a un médico genetista para que te evalúe y te realice algunos análisis.

Ósver y su abuela Lucía tuvieron que esperar una semana en la capital hasta la próxima consulta. Se hospedaron en un alojamiento familiar económico. Ósver llevó consigo un mazo de naipes para jugar con su abuela, quien le había enseñado a jugar con ellos desde su infancia. Noche tras noche disfrutaron de partidas de Carga la burra y Golpeado, repitiendo los mismos juegos hasta que se cansaron.

Después de algunos días, se encontraron frente al médico genetista. Tras examinarlo, el médico confirmó lo que los dos anteriores médicos ya habían mencionado: que tenía distrofia muscular, pero sin precisar cuál. Además, agregó:

—Estoy ingresando una orden en el sistema para que te saquen una muestra de sangre y una biopsia muscular —informó el genetista.

Durante esas semanas, le tomaron varias muestras de sangre y realizaron una intervención quirúrgica para obtener una biopsia de su músculo del bíceps. Después de un mes, los resultados de la biopsia estuvieron listos.

—Este seguro de salud es un problema —dijo la abuela Lucía—. ¿Qué pasaría si uno está grave? Uno programa la cita, y cuando llega el día, podrías haber fallecido hace una semana. Además, le dije a tu papá que sería mejor que te atendieran en una clínica privada y no seguir perdiendo tanto tiempo. Pero él me responde: «Hay que aprovechar el seguro, ¿acaso se va a morir? Me descuentan el trece por ciento de mi sueldo», como si él estuviera pagando los gastos de alojamiento.

Don Fernando, el abuelo de Ósver, había cubierto todos los gastos y viáticos que Ósver y su abuela necesitarían en la capital. En cambio, Lemuel se hacía el desentendido; el dinero que tenía lo gastaba en sus vicios: mujeres y alcohol. La madre de Ósver aún no estaba enterada del padecimiento de su hijo, dado que Lemuel quería conocer el diagnóstico final antes de informarle.

Llegado el día de la cita, el médico genetista, los hizo pasar, y le dijo a Ósver:

—Los análisis han confirmado que tienes distrofia muscular de Duchenne. Es poco común que esta distrofia te haya aparecido en la adolescencia porque lo normal es que aparezca en los primeros años de infancia. En tu caso tuvo un inicio tardío, es poco común. 

La abuela lucía, preocupada porque no entendía a qué se refería el doctor, le pregunto:

—Doctor, pero esa enfermedad, ¿es grave? Disculpe mi ignorancia.

Sí, señora, es grave. Permítame explicarle: la distrofia muscular de Duchenne es una enfermedad neurodegenerativa congénita. Los músculos de Ósver no producen una proteína llamada distrofina y, con el tiempo, se debilitarán hasta que no pueda caminar y necesite una silla de ruedas; es inevitable. Sin embargo, existen tratamientos para retrasar esa degeneración muscular, como medicamentos y fisioterapia, que lo ayudarán a mantener los músculos elásticos.

Ósver, aturdido por la avalancha de información que recibió en apenas unos minutos, preguntó con voz temblorosa:

—Doctor, ¿me voy a morir?

El médico respondió con calma:

—No, al menos no por ahora. Todo dependerá del tratamiento que sigas de manera estricta. ¿Alguno de tus padres, abuelos u otros familiares cercanos ha padecido una enfermedad similar?

Ósver miró a su abuela, quien conocía mejor los antecedentes familiares, y ella respondió:

—No, doctor, que yo sepa no hay ningún familiar de mi parte ni del lado de mi esposo que haya tenido una enfermedad similar.

—Por parte de mi madre, tampoco conozco a nadie con este problema —dijo Ósver.

El médico asintió y continuó:

—Te derivaré a cardiología y neumología para verificar si la enfermedad está afectando a esos órganos. Esperemos que no.

Días más tarde, las noticias del cardiólogo no trajeron consuelo. Tras realizar un ecocardiograma y otros estudios, confirmaron que Ósver sufría de miocardiopatía como resultado de la distrofia muscular de Duchenne.

Ósver estaba devastado y desolado, sintiéndose como si estuviera muerto, como la basura a medio quemar: negra y hedionda, pero, a pesar de todo, su abuela mantuvo la serenidad para evitar que su nieto se derrumbara y rompiera a llorar; tras regresar a Moquegua, la abuela Lucía informó la triste noticia a don Fernando y a su hijo Lemuel.

Lemuel, al escuchar la noticia, se sintió un desastre. Se fue a la ribera del río, donde sabía que podría gritar sin que nadie lo escuchara; fue ahí cuando recordó aquel viejo teléfono público en los años ochenta con la inscripción: «El que toca el teléfono será maldito». Y así se sentía. Se arrodilló, agarró tierra y se la restregó en la cabeza, golpeándose hasta magullar su piel, y se dijo:

―¡Estoy maldito, estoy maldito! Como... ¡¿Cómo me quito la maldición, maldita sea?! ―gritaba, enredándose en sus palabras hasta desgarrarse la garganta.

Después, con la cara sucia y la camisa rota y manchada, llamó a Margarita, su exesposa y madre de Ósver. Al escuchar la noticia, Margarita comenzó a sollozar hasta que le fue incapaz de seguir sosteniendo su celular, lo que llevó a Lemuel a colgar la llamada. Horas más tarde, ya en casa, Lemuel la volvió a llamar para decirle:

—¡Me has dado un hijo defectuoso! El médico le dijo a mi mamá que es por un gen recesivo de parte de la mujer. Es posible que sea de tu parte, ya que tienes una tía que ha estado coja desde niña.

—Lemuel, tú sabes que mi tía contrajo la polio desde niña, no nació con esa enfermedad, ¡tú lo sabes bien! ―dijo Margarita, llorando de impotencia.

Ellos se enfrascaron en una acalorada discusión. Mientras tanto, Ósver, en la cocina, los escuchaba discutir. En ese preciso instante, sonó el timbre. Ósver miró por el visor de la puerta y vio a Kike. Sin dudarlo, le abrió la puerta y se fue con él.

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