El Chuncho Yawar

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—Creo que los llamé con el pensamiento. Justo necesitaba de ustedes. Quiero que me ayuden a guardar mis gallos en las caponeras. Varios galpones de otras ciudades ya llegaron a Moquegua. Hoy por la tarde será la pelea en el coliseo de gallos —les dijo Edú.

Edú y su padre pertenecían al galpón «Los Morenos», tenían en el patio de su casa treinta jaulas. Los gallos de pelea que tenían eran de diferentes razas; cada gallo tenía su nombre, Pero el rey del show era «El Cabeza Rota», un gallo bolo sin cola. Lo llamaban así porque cuando era pollo había sido embestido por un gallo peruano navaja haciéndole un corte en la cabeza. A pesar de las limitaciones de un gallo bolo como la falta de estabilidad en la pelea, él las compensaba con sus alas y patas fuertes como hierros, además de un duro entrenamiento. Fue así como el cabeza rota se convirtió en campeón de innumerables jornadas gallísticas.

Ósver y Kike ayudaban a Edú a sacar los gallos de sus jaulas, pero los más bravos los sacaba don Agustín, el padre de Edú. Esos gallos tenían en la pata una cuerdecilla amarrada que terminaba en un pequeño círculo. Con un alambre, enganchaban ese círculo y jalaban la pata del gallo para poder cogerlo sin hacerle daño.

Ósver cogió una caponera en cada mano, como unos maletines de abogado, y los llevó afuera del complejo Belén donde esperaba una camioneta con una tolva. Cuando dejó las caponeras en la camioneta, se sentó afuera en una baranda de concreto porque se sentía cansado. Cada gallo pesaba tres kilos y las caponeras de cuero pesaban lo mismo; en total, había cargado seis kilos en cada brazo durante ese trayecto. No era mucho, pero Ósver se sentía débil, más débil de lo que quería admitir, y prefirió quedarse afuera para no seguir ayudando.

—Ayúdanos, ¿qué haces ahí sentado como un vago? —preguntó Edú cuando dejó las caponeras en la tolva de la camioneta.

—No lo molestes, déjalo tranquilo, se siente cansado —dijo Kike.

Kike le explicó a Edú lo que le sucedía a Ósver mientras retornaban a recoger las otras caponeras. Una vez que sacaron todas las caponeras con los gallos adentro, Edú le dijo a Ósver:

—Antes de ir al coliseo con mi papá, primero vamos donde el «Chuncho Yáwar» para que nos dé buenas vibras e inmunice a nuestros gallos en la pelea. También vamos para que te ayude con tu problema de salud; quizás te han hecho daño y no lo sabes.

Ósver siempre se había reído de chamanes, curanderos y brujos, pero ahora, en su desesperación por evitar al médico y su tormento físico, decidió que cualquier cosa era válida. Sin ganas de enfrentar el dolor y el agotamiento, se dejó llevar por la idea de que tal vez un toque de magia podía salvarlo. Cuando llegaron, Edú y su padre sacaron de la camioneta sus gallos de batalla y los llevaron hasta el local donde el Chamán, con sus trucos de viejo circo, ofrecía sus servicios. Media hora después, volvieron a la camioneta con los gallos. El Chuncho Yáwar había hecho sus agüeros mágicos, esos que prometen milagros.

—Ósver, te está esperando el Chuncho Yáwar —dijo Edú.

Al ingresar, Ósver percibió un intenso olor a eucalipto y otras hierbas que casi lo hizo estornudar. El Chuncho Yáwar, con su larga cabellera negra y su barba de chivo, estaba sentado en su escritorio y le preguntó:

—¿En qué puedo ayudarte jovencito?

Ósver le explicó su situación, y el Chuncho Yáwar barajó sus cartas colocándolas sobre la mesa y las volteó una por una mientras las interpretaba.

—A ti te han hecho un daño —mostró una carta que respaldaba su diagnóstico—. Ves, aquí lo dice; necesitas una limpia urgente. Por ser amigo de don Agustín, te la dejo en cien soles, aunque mi tarifa usual es trescientos soles.

Ósver pasó del huesero al chamán en un abrir y cerrar de ojos; al menos el huesero le cobró diez soles, pero el chamán parecía querer dejarlo sin ningún sol. Los ahorros de Ósver habían menguado desde que compró el peluche para Ailice, la discoteca y otros gastos; apenas le quedaban ciento cincuenta soles, y desembolsar cien sería un golpe brutal a su presupuesto destinado a comprar esas ansiadas Nike. Además, solo tenía cincuenta soles en el bolsillo.

—¿No podría hacerme una rebaja? —preguntó Ósver con la esperanza de que le hicieran un pequeño descuento—. Soy escolar y solo tengo cincuenta soles.

El Chuncho Yáwar no dio su brazo a torcer, y le respondió:

—No, amiguito, es el precio mínimo. Todavía te estoy rebajando, pero ¿por qué no apuestas en los gallos de Agustín? Yo ya los bendije y van a ganar. Si apuestas tu plata en una pelea, la vas a duplicar, luego puedes venir y te hago una limpia.

A Ósver le pareció una buena idea, y le preguntó:

—Ahora que recuerdo, ¿usted hace amarres de amor?

—Por supuesto, es mi especialidad —dijo el Chuncho Yáwar con el pecho inflado de orgullo—. ¿Te interesa alguien?

—Alguien por ahí. ¿Qué necesita para el amarre?

—Si es una expareja, una ropa interior sucia; y si es una amiguita, algo que le pertenezca a ella.

Ósver salió del local. «¿Ropa interior sucia? ¿O sea un calzón cochino con su rayita café bien concentrado para que el amarre funcione? Imposible que pudiera conseguir eso, ni que le pidiera a Édgar un calzón de Ailice. Tal vez algo que le pertenezca a ella», pensó. Después se subió a la camioneta y se fueron.

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