Una represa agrietada

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Kike regresó a Moquegua. Durante las dos semanas siguientes, trabajó distraído. Una mañana, recibió una llamada del laboratorio de Tacna donde había llevado las muestras de Ósver. Le informaron que ya tenían los resultados y que los enviarían el mismo día mediante una empresa de mensajería a la sucursal de Moquegua, ya que Kike prefería que no los enviaran a casa por temor a que Ailice recibiera el sobre con los resultados. El tiempo se estiraba para Kike como el espacio mismo. Esperar nunca le había resultado tan estresante. La espera se volvía insoportable, como si un yunque descansara sobre su pecho, impidiéndole respirar. ¿Acaso los resultados revelarían la verdad que tanto ansiaba conocer, o serían un espejo distorsionado que reflejaría sus peores temores?

Kike recibió una llamada de la empresa de mensajería, informándole que tenían un sobre a su nombre y que debía ir a recogerlo. Condujo hasta la empresa de correos y recogió el sobre. Luego regresó a su casa. Ailice todavía no había llegado del trabajo. Se sentó en el sofá y abrió el sobre. Leyó párrafo por párrafo hasta que llegó a la parte final, que decía:

 «Basándonos en los resultados obtenidos, concluimos que hay una alta probabilidad de paternidad del Padre respecto al Hijo/a analizado. Este informe se emite de acuerdo con los procedimientos estándar y las mejores prácticas de nuestro laboratorio».

Kike se quedó atónito. Ósver era el padre de Abel y, por ende, también de Iyabel. La revelación de no ser el padre de los hijos a los que había dedicado cada hora libre, fue como tragarse una píldora de cianuro: un tormento agónico y brutal. Aquella noticia desnudó una red de engaños y secretos que lo dejaron tambaleándose, como un boxeador que recibe el golpe final. La mente de Kike se sentía como una represa agrietada al borde del colapso, mientras sus pensamientos rebosaban como agua turbia en un vaso a punto de derramarse. Estaba atrapado entre la devastadora verdad de que los mellizos no eran sus hijos y el abrumador pesar por la enfermedad destructiva que consumía a su mejor amigo, el verdadero padre de los niños.

Kike fue a la casa de sus padres a recoger a sus hijos. Los observó mientras jugaban con sus juguetes, y aunque le era imposible odiarlos, el dolor era palpable. Buscó desesperadamente algún rasgo de Ósver en ellos, pero ¿cómo podría encontrarlo? Si Kike y Ósver compartían ojos rasgados y el mismo apellido, parecían hijos de la misma madre, pero no lo eran. Al verlos jugar tan felices, un nudo en su pecho se aflojó un poco. Regresó a su casa con una pesada certeza: sabía que a esa hora Ailice estaría ahí.

—Cariño, ¿no trajiste a los niños? —preguntó Ailice cuando vio entrar a Kike solo a la casa.

—Explícame esto —dijo Kike entregándole la hoja de los resultados.

Ailice, al terminar de leer los resultados con un rictus duro, respondió:

—Tú no podías darme hijos y él me los dio. Tú querías adoptar, pero yo quería hijos que fueran de mi propia carne y sangre. Además, desde que éramos adolescentes, tú lo engañaste a él y a mí. ¿Te imaginas cómo se sintió Ósver al descubrir que estábamos juntos desde la adolescencia y que el peluche que él te dio, me lo diste como si fuera tuyo? Además, me contabas mentiras sobre él: decías que era violento y que debía mantenerme alejada de Ósver porque me podía hacer daño, incluso afirmabas que le había levantado la mano a su abuelita. Ahora, al reflexionarlo, creo que también fuiste tú quien insultó a mi fallecida abuela y a mis padres por teléfono tratando de manchar la imagen de tu amigo para que yo no me interesara en él. Sin embargo, al volver a conocer a Ósver, me di cuenta que nunca había sido como tú lo describías. Pero...no te preocupes, aparte del peluche, no le dije nada más...

Kike era la razón por la que Ailice sentía miedo de acercarse a Ósver, o incluso de saludarlo. También fue Kike quien había llamado por teléfono y profirió una serie de groserías a la abuela y la madre de Ailice, dejando mal parado a su amigo al identificarse como Ósver al finalizar la llamada. Kike se arrepintió de no haber sido sincero con su mejor amigo desde un principio, pero las cosas ya estaban hechas. Las consecuencias de las mentiras que había tejido en su adolescencia le cobraron su precio con el tiempo.

—Solo estuve una vez con él, y fue cuando nuestra relación no estaba bien. Aun así, acepto mi culpa. Ahora, ¿qué decisión piensas tomar? ¿Irte y dejarme sola con mis hijos?

Ailice no soltó ni una lágrima; su rostro permaneció impasible, como si el remordimiento fuera un lujo que no podía permitirse. Kike, desmoronado, entendió que Ailice solo había estado con Ósver para engendrar hijos, sin que jamás lo hubiera amado realmente. A pesar de aquel amargo descubrimiento, el amor de Kike hacia Ailice no se tambaleó, y siguió con ella, como un tonto atrapado en una ilusión rota, aferrándose a los fragmentos de un amor que ya nunca podría ser lo que él había imaginado.

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