Era muy tarde, pero de todos modos decidió visitar a Marina. En su cama yacía con una respiración casi nula; su pijama, aunque ligera, la hacía transpirar. Un cosquilleo le recorría la pierna derecha hasta la cintura. En la pared de enfrente, la televisión sin sonido destellaba con el brillo al mínimo; todavía no había llegado al final de su programación. «¡Marina!» Resonó su nombre en toda la habitación. El aire dejó de circular, aunque la ventana estaba abierta. Ella abrió sus pequeños ojos lagañosos, llevó su dedo índice y medio a la carótida, contó cada pulsación hasta llegar a 130 y comenzó de nuevo. Tomó su celular para buscar explicaciones. Una voz casi inaudible le ordenaba: «detente». Era ella, pero nunca se hacía caso. Con dos pasos llegó al espejo de su baño y, sin prender la luz, le pidió a su visita, mirándole fijamente: «¡Por favor, esta noche no!»