Capítulo Dos

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Fluke se sentó al borde de la cama. Cumplía veinte años y nunca se había sentido tan solo. No se quejaba de que hubiera pasado todo el día sobre las rodillas y las manos. Le pagaban para que limpiara. Lo que temía era la soledad de la noche.

Su madre y él siempre habían hecho de sus cumpleaños un día especial. No había habido dinero para regalos, pero nunca había faltado una cena especial, una vela en la mesa, y una botella de vino barato, una innovación que había aparecido cuando Fluke había cumplido dieciséis años.
Era su madre a quien echaba terriblemente de menos, su cara de rasgos cansados mágicamente rejuvenecidos por la luz de la vela, su charla, su risa.

Sintió rabia. Las cosas no tendrían que haber sido como habían sido. Su madre había tenido que aceptar los peores trabajos para mantenerse, mientras su padre había vivido en el lujo, completamente al margen de la suerte que había corrido la muchacha a la que había seducido, y al bebé de los dos.

Cuando sintió que la rabia amenazaba con derrumbarlo, se puso de pie y empezó a caminar por la habitación del ático que le habían dado.
Durante su crecimiento, había aprendido a no preguntar por su padre. Siempre lograba la misma respuesta.

—Nos amamos tanto... Pero no podía ser.

Lo que no le decía nada, así que había dejado de preguntar, entre otras cosas, porque cada vez que lo hacía su madre se ponía muy triste. Pero unos días antes de su muerte, como si hubiera intuido que su fin estaba próximo, su madre le había confesado: —Tu padre no se enteró nunca de tu existencia. Yo estaba viviendo aún con tus abuelos y me fui de casa en cuanto supe que estaba embarazada. El estaba casado y si le hubiera dicho que estaba esperando un hijo, se habría encontrado en una situación terrible. Así que a sus ojos, yo, simplemente, desaparecí. Pensé que era lo mejor para todos —sus ojos se habían llenado de lágrimas—. No quiero que pienses mal de él. No podría soportarlo. El era un hombre bueno.

Fluke no lo había creído. Ni lo creía. Le hubiera gustado creerlo, pero no podía. Estaba seguro de que su madre había intentando hacer ver a su amante mejor de lo que había sido, para que su hijo no tuviera que vivir toda la vida con la carga de un padre desconsiderado, a quien su madre evidentemente seguía amando.
Inconscientemente, Fluke se puso la mano en el pecho. Sintió el colgante a través de la tela de su camiseta. Era la prueba de su identidad, por si algún día necesitaba usarlo.

Se puso pálido al recordar el momento en que su madre le había pedido que le diera una lata pequeña que guardaba en el fondo del cajón de su ropa interior, y que al abrirla había aparecido un colgante de zafiros y diamantes.

—Tu padre me lo dio entonces, como prueba de su amor. Así que es muy especial. Quiero que tu lo tengas.

—¿Es auténtico? —Fluke se había quedado con la boca abierta al verlo.

—Es muy valioso, cariño. Así que debes cuidarlo mucho. Tu padre me dijo que era una joya de la familia.

«Entonces debiste venderlo para que tu vida fuera un poco más fácil», hubiera querido decirle. Pero se había callado, puesto que aquella «prueba de amor», ¿o pago por sus servicios?, se preguntó, había significado tanto para ella.

Fluke se miró en el espejo de su comodín y se juró que si algún día llegaba a conocer a su padre le devolvería su colgante. Que se lo diera a su nueva esposa, pensó con rabia. ¡No quería esa odiosa cosa!

Fluke respiró profundamente. La situación la estaba poniendo fuera de sí. Él no era vengativo, Jean siempre se lo decía. Al contrario, solía ser demasiado confiado y solía querer complacer a la gente. Así que dejaría de pensar cosas malas sobre el hombre al que había amado su madre, al que no tenía derecho a juzgar, y haría lo que había ido a hacer allí.

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