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La mañana se había vestido de una quietud incómoda. El sol brillaba con suavidad, pero en el hospital, nada tenía esa calidez. Las paredes blancas y las luces frías parecían absorber cualquier resquicio de vida. Candás estaba allí, en una cama de hospital, pero no para recibir el diagnóstico que había aprendido a temer, sino en un estado que sorprendió a todos: estaba en coma.
Len estaba sentado al lado de su cama, con ojeras que marcaban las largas horas sin dormir. Desde que llegó al hospital, no se había movido. Habían pasado dos días, y la esperanza parecía cada vez más lejana. Candás seguía inmóvil, sus ojos cerrados como si estuviera en un sueño del que no podía despertar. Len mantenía su mano en la suya, como si el simple contacto pudiera traerla de vuelta.
En la habitación, el ambiente era sombrío. Los padres de Candás, que habían viajado desde San Francisco, estaban allí, uniendo sus fuerzas para sobrellevar el peso de la situación. Len había utilizado el teléfono de Candás para contactarlos, sabiendo que, aunque ella no hablara mucho de ellos, necesitaban estar presentes. La madre de Len también estaba allí, dándole el apoyo que él tanto necesitaba. A su lado, Max, el primo y mejor amigo de Len, trataba de mantener la compostura, aunque sus ojos delataban la preocupación que sentía por ambos.
No estaban solos. Violet y Ryan habían venido, tanto por lo ocurrido con Candás como porque Patrick, el primo de Ryan, iba a recibir su tratamiento en ese mismo hospital. En su caso, la playa donde habían soltado las luces flotantes había sido el inicio de otro tipo de viaje.
Len, con voz temblorosa, le hablaba a Candás mientras sostenía su mano. Le contaba cómo se sintió desde el inicio de su viaje, hasta este momento tan incierto. Le narraba cada detalle, cada sensación, con la esperanza de que sus palabras pudieran llegar a ella, dondequiera que estuviera su mente en ese momento.
De repente, un leve movimiento recorrió la mano de Candás, y la máquina que monitoreaba sus pulsaciones emitió un pitido agudo. Len se enderezó en su silla, su corazón acelerándose. El doctor entró rápidamente en la habitación, revisando los monitores. Candás estaba pálida, su piel más frágil de lo habitual, y su cabello, escaso, parecía perderse entre las almohadas.
Tras un largo rato de espera, el doctor reunió a la familia y amigos en la sala de espera. Len se mantenía cerca de la puerta, esperando las palabras que podrían cambiarlo todo.
—El coma de Candás no parece estar directamente relacionado con su sarcoma de Ewing —explicó el doctor, su tono profesional mezclado con una pizca de asombro—. Ha habido una reacción en su sistema inmunológico que podría haber desencadenado este estado. Algo que aún estamos tratando de entender.
La madre de Candás, con voz temblorosa, preguntó:
—¿Y su enfermedad? ¿Cómo afecta esto a su condición?
El doctor negó con la cabeza.
—No parece estar relacionado, al menos no de la manera en que esperábamos. Es por eso que vamos a realizar nuevos diagnósticos. Queremos asegurarnos de que entendemos lo que está sucediendo antes de hacer cualquier conclusión precipitada.
Len, preocupado, preguntó:
—¿Por qué hacer nuevos diagnósticos? ¿Qué es lo que les preocupa?
El doctor respiró profundamente antes de responder.
—Verán, el diagnóstico inicial fue que a Candás le quedaban aproximadamente tres meses de vida. Sin embargo, lo que estamos viendo ahora es que su cuerpo no está respondiendo como lo haría en una etapa tan avanzada de la enfermedad. De hecho, para alguien con su diagnóstico, debería haber signos más claros de deterioro.
Violet, inquieta, se adelantó un paso.
—¿Qué significa eso, doctor? ¿Podría ser más claro?
El doctor asintió, comprendiendo la ansiedad en la voz de Violet.
—Lo que estoy diciendo es que haremos más análisis para obtener un nuevo diagnóstico. Algo en su condición ha cambiado. Es como si... su enfermedad se estuviera retractando.
La madre de Len, con una mezcla de incredulidad y esperanza, murmuró:
—¿Desapareciendo?
El doctor asintió lentamente, y en ese instante, el aire se llenó de una esperanza tan delicada que parecía que podría desvanecerse en cualquier momento. Pero antes de que pudieran procesar lo que eso significaba, el silencio fue roto por un grito desesperado.
—¡Len! —Candás, desde su habitación, había despertado y estaba llamándolo frenéticamente.
Len se precipitó hacia la habitación, su corazón latiendo con fuerza. Al entrar, vio a Candás tratando de incorporarse, su rostro lleno de confusión y miedo. Él corrió hacia ella, abrazándola suavemente, susurrándole palabras tranquilizadoras.
—¿Qué pasó? —preguntó ella, su voz débil.
El doctor y los especialistas entraron rápidamente, verificando su estado. Luego de varias pruebas rápidas, el doctor habló, confirmando lo que ya había sospechado.
—Mis dudas se han confirmado. Si queremos salvar a Candás, debemos someterla a un tratamiento especial. No les aseguro nada, pero esto es más que simplemente sufrir sus últimos días para luego morir.
Todos en la habitación aceptaron rápidamente, pero Candás, con voz firme, se opuso.
—No quiero volver a pasar por quimios u otros tratamientos. Prefiero morir.
El ambiente se tensó. Los amigos y familiares trataron de convencerla, rogándole que reconsiderara. Pero Candás estaba decidida. Era adulta y sabía lo que quería, o al menos eso creía.
Len se acercó lentamente, tomando su mano.
—Por favor, Candás, hazlo... por mí ¿Si?, por aquel deseo.
Hubo un largo momento de silencio. Candás lo miró a los ojos, sus labios temblando por la indecisión. Finalmente, asintió.
Los especialistas la llevaron a una sala especial, una puerta sin nombre con un cartel amarillo que advertía sobre la delicadeza del tratamiento. El equipo se preparó para realizar un procedimiento innovador, una inmunoterapia avanzada diseñada para estimular su sistema inmunológico de manera que pudiera combatir el sarcoma de Ewing sin los devastadores efectos de la quimioterapia tradicional.
Len, junto con los demás, se quedó afuera, esperando con el corazón en un hilo mientras Candás era llevada a la sala, luchando por algo más que un último suspiro. La esperanza, aunque frágil, era todo lo que tenían.
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~A pocos días, pocas cuerdas~ ©
RomansaCandás, una rockera, ha decidido vivir sin ataduras tras recibir un diagnóstico terminal. Su única prioridad es disfrutar de la música y el presente, alejándose de las expectativas tradicionales de la adolescencia y vivir sus últimos días bajo sus p...