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𝗔 𝗡𝗘𝗪 𝗠𝗢𝗥𝗡

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SE DESPERTÓ en medio de un espeso encubrimiento de dolor; una profusa agonía que moraba en su médula. Estaba acostumbrada a ello—a una sensación arraigada e inconfundible que permanecía en sus músculos, como si el hierro mismo se estuviese pudriendo bajo su piel.

Se le escapó un gemido—la debilidad del mismo ni siquiera sonando como ella. Su respiración era entrecortada, como la de un corredor cansado hasta los huesos. Estas sensaciones (la forma en que su pecho apenas conseguía elevarse antes de replegarse bruscamente en su umbral; los temblores que comandaban sus dedos rígidos; los labios fisurados, fríos y nerviosos... ) las atribuyó a una rama muy enferma de la ansiedad, que había fermentado ruidosamente hasta grados insondables a la luz de los últimos años.

Así que se quedó tumbada, de piedra, mientras se marchitaban los primeros bostezos de la mañana: petirrojos gorjeando mientras emprendían vuelo y se alejaban como brumosas manchas en el azul; la clara lámina de cielo salpicada por tupidas multitudes de palidez letárgica; un roble pintoresco, con sus cálidas hojas azotadas por el viento; el primitivo y constante despertar de un mundo maldito al latido de un corazón. Y el tiempo corrió con cruda pereza, liberando cuerpo y mente. Su mirada se quedó clavada en la suave forma en que un chorro de luz solar fluía hacia la habitación desde una pequeña ventana con toldo. La vista la relajó.

Cuando, por fin, volvió a ser completamente consciente, la rigidez de su cuerpo había disminuido ligeramente y el sol parecía más brillante. Consiguió sentarse, con aquellas pálidas piernas estiradas.

No había dormido mucho la noche anterior, lo cual no vino como una sorpresa. Una experiencia de sueño plácido y satisfactorio era un acontecimiento raro para ella, escasamente repartido a lo largo de su vida como si fuera muy solicitado. Incluso de jovencita, bajo muros tan imponentes como los de la escuela militar—y la familiar presencia de Riley a su lado—, nunca alcanzó un patrón de sueño ordenado. Ahora más que nunca, se sentía imposiblemente inalcanzable, pues sus noches eran plagadas y atormentadas de formas imprevisibles. En lugar de ser un entorno relajante y tranquilizador, las borrosas fases del sueño eran un estado extraño controlado únicamente por los pensamientos y recuerdos más vituperables. En esos momentos de agonía ensordecedora existían sensaciones que nacían y se tejían en el aire—como el niño de la soledad, que miraba desde el otro lado de la habitación con el rostro inexpresivo y velado por la sombra; y un murmullo de calor, de piel bronceada y ojos de cristal. Ellie siempre despertaba empapada, brillante y con un aspecto enfermizo, esperando a que los ecos de la tortura se desvanecieran en la nihilidad.

El ciclo se repetía entonces: Volvía a caer en el sueño pensando en todo lo que había perdido y arruinado, sólo para ser despertada de nuevo por la mismas piezas dolorosas.

𝗗𝗘𝗔𝗗𝗪𝗢𝗢𝗗, ellie williams  ㅤ❲  ESP  ❳Donde viven las historias. Descúbrelo ahora