El día había caído sobre la ciudad, pero en la oficina de Korn, el aire estaba cargado de tensión, de un furioso silencio que solo era interrumpido por el crujido de cristales rotos y el sonido de madera partiéndose bajo el peso de la ira descontrolada.
Korn, con los ojos desorbitados y la mandíbula apretada, agarró con fuerza el primer objeto a su alcance, un pesado pisapapeles de mármol. Sin pensarlo dos veces, lo arrojó con toda su fuerza contra la pared, donde se estrelló, haciendo añicos un cuadro que colgaba allí.
El cristal se hizo trizas, esparciéndose por el suelo como una lluvia de fragmentos brillantes.
Su respiración era agitada, casi salvaje, y su rostro estaba deformado por una mueca de pura furia.
Su Omega lo había traicionado. ¿Cómo era posible? ¿Cómo se había atrevido a buscar el consuelo en otros brazos? ¡Y peor aún, en los brazos de ese maldito policía llamado Win!
Un rugido, profundo y gutural, escapó de su pecho. Un rugido que reverberó en las paredes, reflejando la intensidad de su rabia.
Derribó con un solo movimiento todos los documentos y objetos que había sobre su escritorio, dejando que cayeran al suelo como hojas muertas arrancadas por una tormenta.
El tintineo de un reloj de mesa estrellándose contra el piso resonó en la habitación como un eco que no parecía tener fin.
No había espacio para la razón en su mente; solo el impulso de destruir todo a su alrededor, de hacer añicos cada recordatorio de su vida controlada, cada símbolo de su poder que ahora sentía resquebrajarse.
Korn se giró, pateando una silla con tal fuerza que la madera se astilló al chocar contra la pared. Su corazón latía con violencia, su mente estaba nublada por el odio y el dolor.
No podía soportar la idea de que su Omega se hubiera entregado a otro. Era un golpe a su orgullo, a su autoridad, y no permitiría que quedara impune.
Cada pensamiento sobre lo sucedido era como una puñalada en el pecho, intensificando su deseo de venganza.
Se acercó a la estantería que había junto a la pared, repleta de libros y trofeos, símbolos de su éxito y poder. Sin pensarlo, tiró de uno de los estantes, haciendo que todo se volcara.
Los libros cayeron al suelo, sus páginas abiertas como si clamaran por misericordia. Los trofeos, símbolo de su dominio en diferentes áreas de su vida, se estrellaron contra el suelo, rodando y rebotando antes de quedar inmóviles, desprovistos de cualquier valor o significado.
Cada impacto, cada crujido de material destrozado, parecía resonar dentro de Korn, liberando un poco más de la ira que lo consumía.
Agarró una lámpara de escritorio y la levantó por encima de su cabeza antes de lanzarla al suelo con un grito de rabia que resonó por toda la oficina.
Los vidrios saltaron por todas partes, mezclándose con los papeles y los restos de su oficina que ya no parecía un lugar de trabajo, sino un campo de batalla devastado.
Pero Korn no se detuvo. Su mirada recorrió el lugar buscando más víctimas, más objetos que pudieran recibir el peso de su furia.
Se dirigió hacia el minibar que tenía en un rincón. Las botellas de licor que una vez había reservado para celebraciones especiales estaban alineadas en estantes de vidrio.
Korn no dudó en tirar de uno de los estantes, haciendo que las botellas se desplomaran. El sonido del vidrio rompiéndose fue como una sinfonía para sus oídos, cada estallido una nota en la melodía de su furia.