El Tuit

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Por Victor D Manzo Ozeda.

Cuando la Tercera Guerra Mundial comenzó, no fue con un estallido ni un anuncio oficial, sino con un tuit. A las 3:47 a.m., el líder de una nación poderosa declaró que no toleraría más "provocaciones inaceptables". Para las 4:15 a.m., los canales de noticias informaban sobre movimientos de tropas y activaciones de sistemas de defensa en media docena de países.

El mundo, que había temido y anticipado este momento durante décadas, se encontró paralizado por la rapidez con que se desenredó la guerra. Las bolsas de valores se desplomaron, los vuelos se suspendieron, y las calles de las capitales globales se llenaron de protestas y pánico.

Las reuniones de emergencia entre las grandes potencias se volvieron frenéticas y tensas. En habitaciones selladas contra el espionaje, los líderes discutieron, negociaron y finalmente se enfrentaron a la posibilidad de un conflicto nuclear. Cada uno sabía que presionar el "botón rojo" podría significar el fin, no solo de su enemigo, sino de toda la vida en el planeta. Sin embargo, la desconfianza y el miedo a ser el segundo en lanzar un ataque nuclear eclipsaron el sentido común.

En un búnker subterráneo, bajo capas de hormigón y acero diseñadas para sobrevivir al apocalipsis, el presidente de una de las naciones más poderosas revisó una vez más las opciones de ataque nuclear tactico. Las imágenes de satélite mostraban que su adversario también estaba preparando sus fuerzas. La presión para tomar una decisión crecía con cada informe de inteligencia que recibía.

Finalmente, la decisión fue tomada. Con sus manos que apenas temblaban, el líder giró la llave de lanzamiento autorizada, un acto que fue replicado por su adversario casi simultáneamente, a miles de kilómetros de distancia. Los misiles nucleares despegaron, rastros de fuego que surcaban el cielo como heraldos del fin del mundo.

El impacto fue inmediato y devastador. Las ciudades se convirtieron en cenizas, las bases militares en cráteres humeantes. El invierno nuclear, predicho por los científicos pero nunca realmente entendido, comenzó a establecerse. El sol fue bloqueado por el hollín y el polvo en la atmósfera, las temperaturas globales cayeron, y las cosechas parecieron. La aniquilación no vino de la radiación tanto como del hambre que siguió.

Los sobrevivientes de la guerra enfrentaron un mundo irreconocible. Gobiernos colapsaron, y el orden social se desintegró, reemplazado por anarquía total y la desesperación. En refugios subterráneos, los líderes que habían presionado los botones vivían con el conocimiento de su responsabilidad en la destrucción. No había victoria, solo remordimiento y la lenta agonía de la supervivencia en un planeta moribundo.

Así, la Tercera Guerra Mundial no marcó el triunfo de una ideología o nación sobre otra, sino el fracaso final de la humanidad para gobernarse a sí misma sin recurrir a la destrucción total. En el silencio que siguió a la catástrofe, la historia humana se redujo a una advertencia miserable: incluso las civilizaciones más avanzadas pueden caer, no por la fuerza de sus enemigos, sino por la incompetencia y la mediocridad de sus líderes.

Ad Nihilum (Hacía la Nada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora