El Hombre Sin Nombre

34 7 0
                                    

Por Victor D Manzo Ozeda.

Llámame fracaso. Llámame cualquier cosa, pero nunca llames a mi puerta. Mi vida no es un héroe trágico cayendo desde la cima, ni un hombre luchando por superar obstáculos. No soy un hombre al que le han robado su destino brillante; soy el tipo que nunca tuvo uno. El tipo que el mundo ni siquiera se molestó en notar.

Todo empezó con pequeñas cosas. Las oportunidades perdidas, las puertas que nunca se abrieron. La chica en la escuela que nunca me miró, el empleo que siempre fue para otro, el ascenso que se convirtió en una risa apagada al fondo de la sala de juntas. Todo acumulándose como la basura en una ciudad que ha olvidado que existe.

La mayoría de la gente pasa sus vidas luchando contra la marea, aferrándose a la ilusión de que las cosas mejorarán, que con el esfuerzo suficiente, con la suerte suficiente, podrán salir de la corriente. Pero yo, descubrí la verdad: la marea no se puede vencer. A veces te lleva, y otras veces, simplemente te deja flotando.

Las mentiras que nos contamos, las expectativas que nos imponen desde el nacimiento, todas esas promesas de grandeza, de éxito, son solo espejismos. Pero nadie te dice eso. Te dicen que sigas adelante, que te esfuerces más, que seas alguien. Pero, ¿qué pasa cuando sabes que no puedes ser alguien? Cuando eres un hombre sin nombre, sin un lugar, sin una voz en un mundo que grita a través de pantallas y altavoces sobre logros y triunfos que nunca serán tuyos.

Un día, mientras caminaba por la ciudad, observando las luces de los rascacielos como luciérnagas mecánicas que no significan nada, me detuve. Me quedé allí, en medio de la calle, y dejé que la realidad se asentara en mi pecho como una piedra. Me di cuenta de que no importaba cuánto me esforzara, siempre sería invisible. Un borrón en el margen, una estadística, un número que no cuenta para nada ni para nadie.

Y entonces, sucedió algo curioso. Al aceptar que era un fracaso, al aceptar que nunca sería el tipo con la esquina de oficina o la casa en los suburbios con la cerca blanca, algo en mí se soltó. Como si una cuerda invisible que había estado tirando de mi cuello se hubiera roto. La presión, la necesidad, se desvanecieron. Sentí una paz que nunca había conocido.

Ya no tenía que intentar. No más comparaciones, no más aspiraciones. No más decepciones porque ya no había expectativas. Mi vida no era una historia épica, era una nota al pie en un libro que nadie lee, y por primera vez, eso estaba bien.

Volví a casa, un pequeño apartamento que olía a orines de gato y a promesas incumplidas, y me senté en la silla desvencijada que me había acompañado durante años. No había ruido, no había caos, solo el silencio de alguien que habia dejado de pelear.

La televisión en blanco y negro parpadeó en la esquina, pero ni siquiera la encendí. Ya no necesitaba distracciones. El mundo seguía girando, las personas seguían luchando por algo que nunca alcanzarían. Pero yo, por fin, lo entendí. La verdad estaba en la aceptación, en dejar de nadar contra la corriente y simplemente dejarse llevar.

Así que aquí estoy, un hombre sin nombre, sin historia, pero con paz. No hay más escaladas, no más carreras para alcanzar una meta que siempre está fuera de mi alcance. Solo hay el presente, y en ese presente, soy libre. Libre del peso de las expectativas, libre de la necesidad de ser algo que nunca seré.

Y al final, cuando mi corazón finalmente deje de latir, no habrá monumentos ni epitafios. Solo habrá silencio, y en ese silencio, encontraré el descanso que siempre me fue negado por un mundo que nunca me necesitó.

Llámame fracaso, si quieres. Pero yo me llamo en paz.

Ad Nihilum (Hacía la Nada)Donde viven las historias. Descúbrelo ahora