Desde que tengo memoria, el colegio fue un campo de batalla. No un lugar para aprender, sino un espacio donde debía sobrevivir cada día. Los demás niños iban para aprender, jugar, socializar, pero para mí, cruzar las puertas del colegio era como caminar directo al ojo de un huracán, donde la tormenta nunca amainaba. Mi rutina diaria no consistía en preparar libros o pensar en las clases, sino en mentalizarme para lo que me esperaba: burlas, risas malintencionadas, empujones, y una sensación constante de que no pertenecía allí.
Cada mañana me despertaba con una mezcla de ansiedad y miedo. A veces, el miedo era tan grande que me dolía el estómago, una sensación de opresión que me dejaba paralizada en la cama por unos minutos antes de obligarme a levantarme. Sabía que no tenía más opción que enfrentarme a lo que me esperaba. No podía fingir estar enferma todos los días ni evitar ir al colegio. Mi familia no lo entendería, y no quería preocuparlos. Así que, como un guerrero al que le toca ir a la batalla día tras día, me preparaba lo mejor que podía. Me vestía rápidamente, intentando mantener mi mente enfocada en pequeñas cosas que me hacían sentir un poco más segura, como el moño morado que mi madre me había regalado. Siempre que lo usaba, sentía una ligera chispa de confianza, una pequeña luz en medio de la oscuridad.
Todo comenzó con pequeños comentarios, susurros que apenas llegaban a mis oídos, pero que me hacían sentir como si estuviera bajo una lupa. Cada defecto mío era amplificado, expuesto para que todos lo vieran y lo juzgaran. Las chicas malas, siempre con una sonrisa maliciosa en los labios, parecían encontrar alegría en señalar lo que consideraban mis imperfecciones. La forma en que caminaba, cómo me vestía, incluso el hecho de que prefería estar sola en los recreos leyendo en lugar de intentar encajar con los demás, era suficiente para que me convirtiera en su blanco favorito.
Recuerdo una vez en particular, una de las primeras ocasiones en que las escuché reírse de mí. Estaba caminando por el pasillo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia el suelo, algo que hacía de manera inconsciente para evitar mirar a los ojos de los demás. Me daba miedo lo que podría ver en sus miradas: desprecio, burla, indiferencia. Fue entonces cuando escuché un comentario que me hizo encogerme por dentro.
—Mírala, parece que no sabe caminar bien. ¿Por qué siempre camina mirando al suelo? —una de las chicas le decía a su amiga, ambas riéndose a carcajadas mientras pasaban por mi lado.
Mis mejillas se encendieron de vergüenza, pero traté de ignorarlas. En ese momento, pensé que si no les prestaba atención, si actuaba como si no me importara, se cansarían y me dejarían en paz. Pero pronto descubrí que ignorar no era suficiente. De alguna manera, mi silencio las incentivaba aún más. Los comentarios se volvieron diarios, y luego, llegaron los empujones. Al principio, eran empujones ligeros, lo suficiente para hacerme tropezar, pero no para tirarme al suelo. Sin embargo, con el tiempo, esos pequeños empujones se convirtieron en caídas intencionadas.
Un día en la cafetería caminaba hacia mi mesa con la bandeja llena de comida, tratando de ignorar las miradas y murmullos, cuando una de las chicas me empujó sin previo aviso. La bandeja se desplomó, esparciendo comida por todo el suelo, y la risa cruel de las niñas malas resonó a mi alrededor. Me quedé paralizada, intentando procesar lo que acababa de suceder mientras la vergüenza y la humillación me invadían.
Las risas no se hicieron esperar. Una de las chicas se burló en voz alta —¡Qué desastre! ¿No puedes hacer nada bien?
En ese instante, vi a un niña de pelo castaño levantarse de su mesa. Su rostro mostraba una mezcla de determinación y desdén. Caminó hacia el grupo de chicas con una seguridad que era casi palpable. Su presencia tenía un aire de autoridad que las hizo detenerse y mirar con incomodidad.
—¿Qué demonios están haciendo?— exclamó con una voz tan firme que logró silenciar la cafetería. —¿De verdad creen que esto es gracioso? ¿Divertirse a expensas de alguien más? ¿Qué clase de personas se regocijan en la desgracia ajena?
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Rivales y Amantes en la Ciudad Eterna
RomanceZoe Valtier y Erick Hallwort, enemigos desde la infancia, se reencuentran en la universidad de Zoe, donde ambos son seleccionados para un intercambio a la universidad de Roma. En la vibrante Ciudad Eterna, la rivalidad que ha definido su relación co...