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El palacio se sostenía por fuertes y grandes pilares de piedra. La sala estaba hecha de hármol, un material similar al mármol, con la diferencia de que este se podía mantener sobre las nubes. Los ponis terrestres envidiaban a los pegasos por darse el lujo de tener un espacio en el cielo para ellos solos. La realidad era que los mismos pegasos se aborrecían de estar ahí, sin nada más que admirar que el cielo infinito y lo que alcanzaban ver de tierra firme a más de dos mil metros de altura; pero ellos se callaban esas incomodidades para hacerse sentir únicos ante esos sucios ponis terrestres, y ya que los unicornios se habían extinto, aprovechaban a jactarse de ser los mandamases de toda Equestria.

Si hay algo que debía tener todo pegaso por encima de cualquier otra cosa era el orgullo de haber nacido con un par de alas que le permitieran alcanzar todo lo que se propusiera, y nunca estar con la cabeza gacha. Y el general Gillian no podía distarse de esas características, que para él eran más sus cualidades.

En el estrado, sentado en su trono con cierto aburrimiento mientras se acicalaba su larga barba marrón y sus ojos se paseaban por los frescos de la bóveda del palacio, que narraban la hermosa batalla que habían tenido contra los unicornios. El general mismo tuvo la oportunidad de disputarla, y había pedido que lo representaran a él mismo en dicha obra. En ella se podía ver al pegaso joven de pelaje verde oscuro resistiendo el embate de un hechizo con su escudo.

Aunque en el fresco se podía ver a un ejército unicornio casi rendido ante la furia de los pegasos, la realidad era que la batalla había sido mucho más sufrida, y había mucha más participación por parte de los ponis terrestres que apenas fueron reconocidos por el artista de la obra del techo abovedado.

Fuera como fuera, nada cambiaba el resultado: los unicornios fueron, según él, eliminados de la faz de Equestria. El general soltó una risita que apenas ocasionó un leve eco en la sala. Su casco mantenía el control de todo desde el castillo, en el Reino de las Nubes, o eso se hacía creer.

Golpearon a las puertas dos veces, ocasionando un eco que trajo de vuelta a la realidad al general Gillian. Una de las enormes puertas dobles de madera crujió al ser abierta, dejando pasar un potente viento que silbaba con ferocidad. El pegaso que acababa de entrar se apresuró a cerrarla, empujándola con los dos cascos tan fuerte que el golpe seco hizo eco en toda la sala.

Con un movimiento de su casco, se acomodó un poco su desarreglada melena color escarlata. No solía tomarse su tiempo para peinarse, pero tampoco iba a presentarse a su general con los pelos parados luego de las bofetadas del viento que había recibido para llegar.

El recién llegado se dirigió hacia su general. Tenía un pelaje blanco como nieve y llevaba una armadura dorada y blanca en el torso. Sus alas, que había entrenado buena parte de su vida, eran alargadas como las de un águila y lo cubrían como si fuera una capa. Todo pegaso envidiaba tener unas alas semejantes con las cuales partir las nubes, pero muy pocos tenían la constancia y determinación para obtenerlas.

Para recibirlo, el general se apresuró a ponerse su casco con cresta verde. Se decía a sí mismo que lucía más imponente con él, por lo que era imprescindible para recibir a cualquiera de sus soldados, sobre todo a uno de sus capitanes. Lo había usado durante la guerra contra los unicornios y nunca más lo usó en batalla.

—Mi general. —El pegaso blanco hizo una reverencia al pie del estrado.

—Estaba esperando a que vinieras, mi fiel capitán Zhellax. —La voz ronca del comandante penetró el silencio en la sala—. Parece que lograron erradicar a los Yentis que amenazaban la villa esa de ponis, ¿es así?

El pegaso Zhellax se irguió para mirarlo.

—Eso es correcto, señor —respondió fríamente.

—¿Cuántas bajas hubo esta vez?

Buscando la ArmoníaDonde viven las historias. Descúbrelo ahora